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Vacaciones
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.

La playa.
Dicen que es una buena película.
No la vi.
Dicen que es un buen lugar para vacacionar.
No lo vi.
Dicen que las vacaciones son para descansar.
Ajá.
Seré breve.
Fui a Florianópolis en auto. Resultó un recorrido hermoso, especialmente en el tramo brasileño lleno de ondulaciones y verde furioso.
También lleno de brasileños que manejan como si mañana se terminara el mundo. Y eso que en estas pampas no somos un modelo de respeto y moderación conductiva.
La idea era unos poquitos días a ver de qué se trataba el famoso asunto de las famosas playas y la famosa calidez de las aguas en Brasil.
La fama siempre es problemática.
Ir a la playa consiste en una peregrinación de dolor y sufrimiento que se supone será recompensada por placeres incalculables.
¿Por qué dolor y sufrimiento?
Hay que cargar la heladerita, las sillas, la sombrilla, las toallas para secarte, los trapos para la arena, la loneta para tirarte en la arena, el bronceador, el protector, alguna remera por si las moscas, el equipo de mate, alguna bebida que nunca es poca y menos inocente, los numerosos sanguchitos.
Hay que buscar el lugar donde no haya gente que confunda la felicidad con escuchar música horrible a todo volumen mientras que, buscando la orilla, se van calcinando las plantas de los pies.
Hay que resignarse a los jugadores de pelota a paleta y los del fulbito porque aparecen de la nada y no hay formato de detección previa.
Hablar de los 3 a 4 millones de vendedores de lo que sea es ocioso.
Luego de la ceremonia de instalarse, hay que untarse de cremas y aceites que lo transforman a uno en una suerte de ser pringoso y pusilánime buscando evitar lo que finalmente ocurrirá: ser incinerado por el sol asesino.
Luego sí, bañarse en aguas efectivamente tibias y plácidas, abandonando por unos momentos sublimes, la masticación perpetua de arena.
Porque la arena, como la inflación, está en todas partes.
Si bien el famoso (otra vez la fama) mar como una pileta tiene menos gracia que los discursos presidenciales porque el mar es oleaje y es eso lo que permite divertirse, no pondré más énfasis para no ser tildado de amargo.
Nótese que no menciono la complicada ceremonia de retiro de la playa acarreando toneladas de cansancio y arena con el solo propósito de no ser descripto como una persona a la que ninguna configuración corporal lo satisface plenamente.
A favor es el espectáculo de los chiquitos y los perros jugando con el agua.
Y la playa a partir de las 6 de la tarde.
El paisaje humano venía con divertidos intercambios en portuñol con los locales cuando cuadraba. Amables y dispuestos con el turista, tuve diálogos muy divertidos, llenos de gestualidades inconducentes.
Pero la alegría no es solo brasileña, mi amor.
Un Brasil de dramáticos contrastes, como la Argentina, con cantidades enormes de personas en situación de calle. A la noche, especialmente algunas plazas, son el centro de descanso de los desheredados del mundo.
No sorprende, pero duele.
Una tarde, haciendo compras en un pequeño súper para llevar las tres toneladas de cosas “necesarias” para la playa, un joven (brasileño) me corre con violencia el carrito para pasar. Lo increpo, aunque no lo insulto porque las vacaciones son para descansar, buena onda, etc.
Sorpresivamente, me putea en portugués, castellano y arameo. Morocho, delgado, de porte pequeño con una camiseta del Flamengo.
Se me salta la térmica y lo agarro del cuello de la camiseta al mejor estilo jolivud. Yo era al menos el doble de tamaño del fulano y también el doble de edad.
Empieza a gritar como si le estuviese sacando los dientes con un destornillador. No me pega ni se resiste.
Grita.
Al momento me doy cuenta de que algún patito estaba ausente en la fila y lo suelto.
Sigue gritando.
Aparecen dos grandotes de seguridad, me dicen algo así como que los perdone y agarran al muchacho y lo empiezan a retirar sin zamarrearlo. El pobre seguía gritando como si le estuviese pegando.
Les pedí a los grandotes que no le hicieran daño y me sonrieron.
Todavía hoy no sé qué significaba esa sonrisa. Me quedé sintiéndome Hannibal Lecter, pero en versión culposa.
Terminé la compra y partí hacia la playa cargado como un camión de cereales. Estaba a dos cuadras del paraíso de placeres incalculables.
Amo las vacaciones para relajarme y descansar.
Cruzo una calle por la senda peatonal y aparece por detrás de un camión que me dejaba el paso, un jeep con ínfulas de Fórmula 1.
Me ve a tiempo y clava los frenos, pero el auto cabecea, se desplaza un poquito y me toca. Como yo venía con un precario equilibrio por el tonelaje de felicidad que portaba, caí cual ekeko como si me hubiesen metido una piña, con el consiguiente desparramo de mercaderías y la espectacularidad de mis 100 kilos sobre el pavimento.
Inmediatamente se acercó gente a ayudarme y me levanté hecho una furia, ahora nuevamente Hannibal Lecter, pero sin culpa.
No estaba lastimado, salvo en mi escaso amor propio.
El conductor descendió gesticulando desesperado, un hombre grande (yo también lo soy), pidiéndome disculpas de todas las maneras.
No le entendía nada de lo que decía, pero hay ciertos gestos universales.
No dije nada. Nada.
En un cortísimo lapso, es la vida que me alcanza diría Celeste Carballo en una canción que no recuerda nadie.
Junté las cosas con ayuda de la gente y retomé mis pasos.
Ni karma ni dignidad ni odio ni tres carajos.
O cuatro carajos, porque no.
Atravesé la playa, llegué junto a mi compañera y no le dije nada en ese momento.
Mirando el mar mientras escuchaba el vocerío playero y el sol empezaba a aniquilarme, comencé a evaluar mis próximas vacaciones en el medio del Mar Muerto.

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