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Del gol del diez al afónico de Rojo: cómo se vivió Argentina-Nigeria desde adentro del estadio.

Por Ariel Scher desde San Petesburgo

Arriba de ese césped que ahora es un césped que querrá para siempre, Messi se abraza con Rojo, y con Mascherano, y con Higuaín, y con los que vienen del banco, y con los que no vienen porque están en las tribunas de San Petersbugo, y con los que no vienen porque ahora, también ahora, andan en el país lejano y sufrido pero invariablemente cercano. Pero eso no es todo. Ahora un Messi de siete años que mira el cielo de la noche casi blanca de Rusia se abraza con un Messi de casi setenta años que enfoca al mismo cielo y que, a su vez, se abraza con otro Messi al que jamás vio hasta ese instante de la historia humana, pero es Messi, como todos los Messi que ahora, por supuesto que ahora, se abrazan, se abrazan, se abrazan, porque enfundados con camisetas que dicen Messi, y con bolsillos en los que hay estampitas con el rostro de Messi, y con banderas en las que, claro que sí, brilla Messi, argentinas y argentinos que esperaban, o que rogaban, o que soñaban que Messi les sacara las angustias de fútbol y se las transformara en fiestas de fútbol no paran de abrazarse y de ser, cada una, cada uno, ese Messi que permanece, como en pocas ocasiones, arriba de ese césped ahora suyo y también, como puede, los abraza.
Si hasta la noche blanca, futbolera y conmovedora de San Petersburgo alguien no estaba enterado de que el fútbol es una maravilla, el triunfo apretado, corajudo y empecinado de la Selección Argentina sobre Nigeria, con el boleto a los octavos de final de un Mundial que se comportaba esquivo, le toca a la puerta para avisarle que sí, que lo es. Una maravilla el fútbol que hace una brevedad, cuatro días apenas, ofrendó la posibilidad de certificar que hay noches en las que hace doler, como cuando Argentina cayó ante Croacia, y que, en una nada de los tiempos, largó como un suspiro su otro rostro en una ciudad de cien bellezas y provocó que el Messi real y los Messi por adopción se abracen sin parar. 
Pocas noches son blancas y pocas noches entregan un gol dorado a cuatro minutos de que las malas siguieran siendo malas y el camino de regreso a casa se confirmara. Pero, corazón, corazón, corazón, Argentina persistió con paciencia en un partido que mereció ganar antes y un centro de Mercado desde la derecha encontró a Rojo, un defensor zurdo que suele hacer goles de cabeza, con la pierna derecha lista para castigar a los maleficios y llamar a la alegría. Rojo le hizo caso a su pierna y, con ese gol segundo y vital, los argentinos le gritaron al planeta que a Rusia vinieron y que de Rusia, por ahora, no se van.
“Esto es un desahogo hermoso, pero no hacía falta sufrir tanto”, dice o grita un muchacho que enlazó Temperley con San Petersburgo y le sobra razón en la frase entera. La Selección jugó su mejor partido desde que desembarcó en este costado de la Tierra, con algunos rasgos que precedieron a las lágrimas de los futbolistas y de los hinchas en el desenlace gozoso. Banega, novedad en el equipo titular, ofició muy bien de socio de Messi, en particular en la primera parte y más en particular en la acción entre las acciones de esa mitad inicial, cuando observó la sombra de Messi treinta metros adelante suyo, le lanzó una pelota exacta al vacío y el crack, regresado a su condición de crack, la controló fenómeno y, de derecha, la pateó igual de fenómeno para augurar que la realidad podía ser mejor que lo que venía siendo.
Como en sus presentaciones anteriores, Argentina persistió en ser paciente en el control de la pelota, sobre todo asumiendo que no le sería sencillo fabricar episodios mágicos como ese del primer gol. “Siempre lo mismo, la tenemos, la tenemos y después nos liquidan”, vaticinó mal uno de los miles de Messi sueltos en el estadio. Vaticinó mal porque Banega dispuso de un espacio que vaya a saber si le concederán otros rivales y porque esta vez las vulnerabilidades defensivas de las ocasiones previas fueron muchas menos, con Otamendi y Rojo (notable Rojo antes de anotarse por completo en la historia) seguros para contener, salto tras salto, a los delanteros adversarios.
Ganaba Argentina y la multitud de émulos de Messi convergía, aun en la ansiedad, en que se traba de una jornada perfecta. De clavar los ojos en la encantadora catedral de San Isaac a la mañana a mantenerlos clavados durante la noche en el capitán argentino, más participativo, bien punzante, lanzador de un tiro libre de curvas mágicas que llevó la pelota a un poste. “Hoy festejamos navegando en los canales de San Petersburgo”, anticipó, audaz, un cordobés que besaba la camiseta de su Talleres. Ningún Messi quería desmentirlo.
Sin embargo, ni las bellezas del Centro ni las evoluciones de la Selección bastaron para que la existencia fluyera fácil. Un penal que en el barrio no suele ser cobrado por un contacto de Mascherano con Balogún, su marca, destartaló el horizonte. “Y pensar que hoy estuve en una de los edificios del Museo Hermitage y toqué algo que trae suerte”…”, se descorazonó una piba a la que Messi sólo le faltaba en los cordones de las zapatillas. Novedad: la selección se descorazonó menos que ella. Si en las citas que encadenaron frustraciones en las canchas rusas, a cada tropezón lo continuó un shock emocional, esta vez ocurrió al revés. No hubo ruptura emocional. Todo lo contrario.
Corazón, corazón, corazón, Argentina buscó a Messi todo lo que pudo bajo la lógica que domina cualquiera que pateó al menos en una oportunidad: dársela al mejor para que lo que venga sea mejor. Y ahí estuvo disponible Messi, amagando con que una, por fin, saldría. Insistió Argentina sin quebrar la paciencia pero potenciando la energía. Le quedó la de la gloria a Higuaín, alentadísimo a cada minuto, pero la bola migró por encima del travesaño. Le quedó la contracara a Armani, en su debut en el arco nacional, y la tapó con su sello. Buscó Messi, buscó Pavón (ingresado por Di María), buscó cada jugador y cada compatriota que se prometió que esto no iba a concluir así. Buscó y encontró.
Con el el alma si es que hay alma o con algo que conviene llamar alma, lo gritó una muchacha más estremecida, inclusive, que en su recorrido de horas antes a las zonas en las que la Leningrado que ahora es San Petersburgo resistió con los huesos a los nazis. Y así también lo gritó un veterano que le puso Messi a su camiseta de San Lorenzo y que casi se tira desde abajo de los carteles luminosos gigantes hasta el pasto. Y así también lo gritó Rojo, que no estaba en las cuentas goleadoras de nadie salvo de él mismo.
Y ahora, que es el después de tanto grito, y el después de tanta respiración por fin suelta, y de tanta emoción bien conquistada, lo que queda son los cantos con pretensión de sonar hasta el infinito y la confesión de que recién mañana o pasado importará en que rincón de la Rusia inacabable alguien erigió Kazán, la ciudad en la que será el partido con Francia.
Nada, en el fondo, ni el pasado jodido ni el futuro indescifrable importan demasiado ahora. Lo sabe el Messi del césped, los saben los Messi de todas partes.
Ahora lo que importa es abrazarse. 

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