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Carmen Argibay: Suprema a la Carmen
¿Cómo se ve la justicia desde su escalón más alto? La doctora Argibay confiesa que esa mirada suele estar distorsionada y que por eso los jueces de la Corte Suprema deben abrirse a la sociedad. Y, casi como una muestra práctica de esa apertura, en esta charla habla de todo: la necesidad de renovar la agenda de derechos humanos, la crisis del sistema de representación, la criminalización de la pobreza, el debate pendiente en una sociedad que soportó la impunidad y las lecciones que aprendió en la cárcel.
por Sergio Ciancaglini. Lleva un saquito de lana rosa y un cigarrillo entre los dedos. Exhala una bocanada de humo y dice: “Reconozco que desde aquí las cosas muchas veces se ven un poco distorsionadas. Los abogados somos lentos para reaccionar. Somos más quedados que la gente en general. La sociedad se transforma rápido pero nosotros nos quedamos sentados en la retranca, como dicen los paisanos, nos cuesta adaptarnos a los cambios sociales. ¿Un cafecito?”
Cuando se llega al Palacio de Tribunales de Buenos Aires, lo primero que se nota es que le están limpiando la fachada.
Parece un trabajo denso. El color gris rata permanece aún en los otros tres lados del exterior del edificio, pero sobre Talcahuano las paredes de piedra han vuelto a lucir marrón claro, color de león, por así decirlo. La cuestión es obvia: ¿está pasando lo mismo con el Poder Judicial? ¿Rata o león? ¿La Corte Suprema, con sus jueces actuales, es la limpieza de la fachada de un sistema que sigue teniendo el tono oscuro y hostil de siempre?
El edificio es un laberinto callado. Para llegar al ascensor número 7 se pasa cerca de la sala de audiencias donde se llevó a cabo el Juicio a los Ex Comandantes, en 1985. El ascensor lleva hasta el piso donde está el despacho de una mujer a la cual la estupidez humana alguna vez calificó como asesina, abortista y terrorista.
Carmen Argibay cumplió el 15 de junio 68 años; es geminiana (si tal cosa significa algo) y mujer de una calidez y sencillez inesperadas (en las alturas del poder, y con los antecedentes de la Corte, no es fácil imaginar tales cualidades). Lleva el almuerzo desde su casa al trabajo “porque pedía comida a un delivery, y nunca era lo que yo creía, o me traían porciones grandes, y me parece un horror desperdiciar la comida”. Declara que fuma un atado de cigarrillos por día, pero sólo en las dos horas y media que estuvo con mu fumó seis. Tiene el escritorio prolijamente desordenado, poblado de expedientes, libros, papeles, y una lupa. Hay muchas plantas en el despacho. Del perchero cuelgan algunos abrigos, y reconoce que se acostumbró, en el Tribunal de La Haya, a lo que llama moda cebolla: “En invierno salís abrigada, pero cuando llegás a algún lado la calefacción es tremenda. En el Tribunal teníamos la obligación de usar toga, que es muy pesada. Yo me moría de calor así que abajo de la toga estaba en manga corta, y me cambiaba las botas de calle por unos zapatos más frescos”. Su sillón de madera labrada está en un rincón, como en penitencia. “Estos sillones son muy históricos y muy decorativos, pero espantosamente antifuncionales, incómodos, pesados, no tienen rueditas y no sirven para este trabajo.” En qué medida esos sillones simbolizan al Poder Judicial, será acaso el tema de buena parte de esta conversación.
Marche presa
Carmen Argibay tiene la vida de quien no se resigna a sentarse en la retranca. Era secretaria de la Cámara Federal porteña cuando el 24 de marzo de 1976 las curiosamente llamadas “fuerzas del orden” voltearon a balazos la puerta de su casa y la llevaron presa a la cárcel de Devoto. No fue una desaparecida sino una detenida (cabría mejor decir secuestrada) por el Poder Ejecutivo Nacional. “Nunca supe por qué hicieron eso. Lo único que sé, porque está escrito y firmado, es que cuando la Cámara del Crimen preguntó al Ministerio del Interior (encabezado por el general Albano Harguindeguy) por qué estaba detenida a disposición del pen, contestó que era por supuesta conexión con la guerrilla. Tenía amigos militantes políticos, pero en muchos casos a lo mejor ni lo sabía. Soy un poco esquemática, si se quiere: siempre fui muy cumplidora de las formas. Nosotros teníamos prohibida la participación política partidaria, por el cargo. Por lo tanto, yo lo cumplía a rajatabla y no tenía ninguna actividad militante ni nada por el estilo. ¿Había gente en Tribunales que sí la tenía? Sí. Pero nada que ver conmigo. Y por otra parte, siempre me opuse a la violencia, toda mi vida. No me gustan los violentos tampoco. En mi perra vida pude aprender a tirar un tiro con un revólver, ni siquiera como los que van a hacer pruebas a un polígono de tiro: no puedo tener un arma en la mano. Me repelen. Incluso durante una época de mi vida no podía ver las películas con violencia, me hacían mal, las películas de guerra eran insoportables. Ahora las puedo ver, pero no las voy a elegir. Así que ni siquiera sé de dónde sacaron eso de las conexiones para detenerme. Me pusieron en libertad en diciembre, y ahí tuve que empezar a reconstruir mi vida.”
La prisión le costó un infarto: “Tuve que empezar a restablecer mi salud física y psíquica. Hay gente que después de una situación traumática puede inmediatamente denunciar, contar lo que le pasó. Yo no. Me costó mucho tiempo. Por supuesto, hay experiencias mucho más traumáticas que la mía, pero me costó mucho”.
Cuando quiso viajar al exterior, no le dieron el pasaporte, hasta que algunas gestiones de conocidos suyos ante Harguindeguy le permitieron recuperarlo. “Le habían puesto un sellito que me identificaba como detenida.”
Pollos y crochet
¿Qué hizo la justicia ante esta situación? La echaron de su trabajo. “Me declararon prescindible, amparándose en una ley de los militares. Me dieron de baja. Claro, de alta nunca me va a dar nadie: soy demasiado petisa.”
Se ríe y enciende otro cigarrillo. No habla como víctima. Cuenta que estuvo unos meses en Europa con su hermano, pero enseguida volvió a Argentina a trabajar como abogada. “Iba despacito, mientras me reponía. No sabía ni cobrar. Me acuerdo que una señora a la cual le defendí el hijo me trajo un pollo como pago, porque era cocinera. Daba clases de inglés y francés para ayudar a los hijos de amigos a dar examen. Y tejía crochet: corbatas, chales, me entretenía con eso para hacerles regalos a mis amigos.” La vida transcurría en tiempos de la dictadura: “El Mundial del 78 me puso loca. Lo que me salvó fue que nació una sobrina mía, la más chiquita, y me distrajo un poco de esa situación espantosa, porque uno sabía lo que estaba pasando y esa bambolla me revolvía el estómago. No podía ni salir a la calle”. Fue como un exilio interno: “Sí, y después con lo de ´somos derechos y humanos´…”. Pese a su propia historia, votó contra la declaración de inconstitucionalidad de los indultos menemistas.
En 1984 fue reincorporada al Poder Judicial, fue jueza y camarista, siempre en el ámbito penal, hasta que la Asamblea de las Naciones Unidas aprobó su designación en 2001 para el Tribunal Criminal Internacional formado para juzgar los crímenes de guerra en la ex Yugoslavia. Luego fue propuesta para la Corte Suprema, y juró en febrero de 2005, “por la patria y el honor”.
Su vida, al ser propuesta como jueza de la Corte, quedó expuesta al público. Es feminista de toda la vida y se declaró “atea militante”. Es soltera, no tiene hijos, y ejerce como tía y tía abuela. Cuando le preguntaron si era lesbiana lo negó, anunciando que no iba a dar la nómina de sus amantes varones para desmentirlo. Por su posición en defensa de que la mujer pueda decidir la interrupción del embarazo fue tildada como “asesina” por esos grupos católicos que simulan su ideología gris y oscura con la fachada de la fe.
Vive con su madre Ana Rosa (97 años), ama la ópera, mira poca televisión, algún que otro noticiero, algo de radio a la mañana, y su diario de cabecera es Buenos Aires Herald, escrito en inglés. “Los otros los miro así” dice haciendo el gesto de sobrevolar las páginas como un mal necesario. Dice que se siente vulnerable a veces, cuando se enferma: “Ya no tengo 20 años. Si me levanto y no me duele nada, va bastante bien la cosa”.
Nos mira sonriendo detrás de sus anteojos. Insiste, y le aceptamos el cafecito.
Contra el aislamiento
Usted está en un lugar muy especial del esquema de poder. ¿Qué se ve desde ahí?
En estos lugares a veces se ven las cosas un poco distorsonadas. Por eso esta Corte trata de dar más la cara, tener contacto con la gente, con la sociedad, y con nuestros propios pares. Durante mucho tiempo ni se sabía qué cara tenía un juez de la Corte. Era inaccesible para cualquier ciudadano, pero también para los demás jueces. Eso implica que esto (hace un gesto que abarca a su despacho, y más allá) está como aislado. Y no queremos aislarnos, porque tenemos que resolver los problemas de la gente. Si nos aislamos y trabajamos como en el siglo 19, no podemos resolver nada. Hay que ponerse a tono con la realidad, los pies en la tierra, saber lo que pasa, y tener actitud de apertura.
¿Y qué siente que puede hacer realmente, y dónde choca con los límites?
Me preocupa la expectativa que tiene la gente con respecto a lo que puede hacer la Corte, que no es cualquier cosa. Tenemos una Constitución para cumplir que nos pone un límite. Yo le tengo que decir al Poder Ejecutivo: “Usted debe cumplir ciertas políticas de defensa de derechos humanos”, pero no le puedo decir qué proporción del presupuesto le va a destinar a trabajo, salud o educación. Si me traen un juicio donde dicen que el Estado se tiene que ocupar de algo y no lo hace, ahí sí. Pero me meto en ese caso puntual, y digo: “Usted tiene que atenderlo, está comprometido”. Nos pronunciamos sobre juicios particulares que llegan a la Corte. Pero si alguien me llama porque lo desalojan de su casa, yo no puedo intervenir. Ahora la gente dice: “Muy bien, declararon la inconstitucionalidad de los indultos a los militares, ¿para cuándo la de Montoneros?”. Pero ahí se nota que no se entiende el funcionamiento. ¿Cómo vamos a hacer eso si no tenemos ningún caso sobre el cual pronunciarnos?
Eso para un caso que llega a la Corte, pero lo que se percibe es al Poder Judicial como una máquina pesada, aplastante, que va incluso contra las personas de menos recursos.
Es cierto que hay una imagen sobre la máquina pesada y lenta de la justicia que tiene fundamentos, pero ojo: no siempre tiene que ser rápida. Hay diferentes métodos para agilizar los juicios, pero el trabajo ha crecido, ha crecido la litigiosidad (la cantidad de gente que entabla juicios contra otros) y estamos peleando por el presupuesto, por la informatización y la capacitación de la gente. Además creemos que hay que rendir cuentas ante la sociedad, y queremos que esa actitud se transfiera a todos los jueces. Nos enseñaron que los jueces están en su torre de marfil sin contacto con el resto de los seres humanos, que son unos personajes raros que hablan por sus sentencias. Yo no digo que haya que caer en el asunto mediático de informar cada cosa que hace, pero sí puede explicar los fallos sin ese lenguaje técnico que nadie entiende. Es un sub idioma que se usa para darse corte y sin que me importe si los demás me entiendan.
La mayor parte de la población está sencillamente excluida del sistema judicial. Le llega algo de asistencialismo, con suerte, pero nada de justicia. ¿Cuál es su imagen de ese problema?
La imagen que tengo es muy trágica. Salvo por algunas excepciones, la gente de menores recursos no llega nunca a la justicia a reclamar lo que le corresponde. Y los que llegan es por otra vía, la vía penal, porque son los castigados. Si un 60 ó 70 por ciento de la población no llega a la justicia, cuando se ve a los castigados, el porcentaje se invierte: el 60 ó 70 por ciento –y me quedo corta– son los carenciados. Es un problema social, sistémico. No lo solucionamos individualmente ni un grupito de personas, sino que tiene que hacerse un debate general para ver qué queremos hacer de esta sociedad. ¿Cómo queremos que vivan los chicos de hoy en el futuro? Yo tengo sobrinos y sobrinos nietos, quisiera que vivan en un país mejor, más justo, sin exclusiones, con más paridad en cuanto a los ingresos. No se trata de igualar para abajo, sino de igualar para arriba.
La ley del espasmo
Hablando de esos temas, ¿cómo ve el Código Contravencional en Buenos Aires, que ataca justamente a los que intentan trabajar en la calle porque no tienen otra opción?
No me debo meter en eso, porque los fallos del Tribunal Superior de la Ciudad llegan acá muchas veces. Siempre se pueden mejorar las leyes, porque hay leyes que se dictan por impulsos y por intereses. Hay lobbies en un sentido y también en el contrario. ¿Alguna vez encontraremos un término medio que no nos haga actuar por la coyuntura y el espasmo, sino por la reflexión?
La pregunta es: ¿tiene que haber una justicia contravencional? En términos prácticos, parece una maquinaria que termina funcionando por encima de los derechos constitucionales, porque con la excusa de la contravención se discrimina, se intimida, se fijan límites concretos al ejercicio de esos derechos. Y en algunas fiscalías, cuando se va a reclamar, contestan: “Es lo que hacemos siempre acá”, como si ese “acá” fuera otro sistema.
Es muy preocupante. Siempre me molestó en Tribunales esa actitud de defender algo que está mal, con la excusa de que siempre se hizo así. Ese tipo de respuestas me pone frenética. Es esa tendencia a decir “estoy cómodo con lo que siempre se repitió, entonces no quiero largar mi cachito de seguridad para ver si puedo hacer mejor las cosas”. Lo grave, además, es que esa discriminación y ese castigo lo pide mucha gente. No creo que hayan decidido poner en el Código Contravencional la persecución a los vendedores ambulantes por una ocurrencia del legislador, sino porque una parte de la sociedad lo pide.
Como pide mano dura…
Y muchos legisladores lo aceptaron, y aumentaron las penas en el Código Penal, inventaron causas agravantes, hicieron un desastre lleno de parches. Otra vez, frente a los pedidos sociales, la reacción espasmódica del legislador. Y en la Ciudad con el Código pasó lo mismo. Nos falta interés por mejorar para todos cediendo lo que a lo mejor nos tiene más tranquilitos en nuestra quintita. Es difícil que la gente diga “voy a ceder mi tranquilidad para conseguir que esta sociedad mejore”.
Pero el problema es qué hace mientras tanto ese vendedor ambulante que no tiene mucha defensa y cae en una burocracia incomprensible. Kafka puro.
La justicia contravencional no está pensada en esa forma, no es una cosa de sillones, aparatos y formalidades, sino una cosa práctica de solucionar un problema entre vecinos. Casi una mediación, que simplifique. Desgraciadamente las cosas se deforman o la gente piensa que el hecho de ser juez o fiscal implica que uno tiene que tener el escritorio y la parafernalia, que no sirve para nada si no se hace lo que hay que hacer.
Usted votó contra la inconstitucionalidad del indulto. En un país que ha sido una máquina de impunidad, con casos como el que usted misma sufrió, con un desaparecido de esta época como Julio López, ¿no hubiera sido conveniente un pronunciamiento como signo de ruptura con esa impunidad?
Es la interpretación de mis colegas. Lo que pasa es que yo difiero. Creo que no se combate la impunidad dejando de lado principios jurídicos como el de la cosa juzgada. Por otra parte, la impunidad de este señor (se refiere al general Riveros) no pasa por esta causa de los indultos, porque tiene otras como los de robos de bebés y va a ser juzgado. O como en otros casos como el de Massera (el almirante que condujo a la Marina durante los primeros años de la represión ilegal), no hay juicio porque no está en condiciones, está absolutamente loco. Tuvo algún episodio cerebrovascular y nos dicen que es como una planta, un tronco que respira. Yo no llamaría impunidad al hecho de que no sea juzgado. La impunidad pasa por esa sensación de que todo vale, puedo hacer cualquier cosa y nadie me va a decir nada. Puede ser en casos graves o en casos leves. Pero siempre es impunidad.
¿Y la justicia no tiene su dosis de impunidad? Muchas personas tienen la sensación de que les hacen cosas frente a las cuales no tienen cómo defenderse. Los detenidos en la Legislatura, por ejemplo, que eran inocentes, fueron absueltos pero antes pasaron 14 meses privados de su libertad en la cárcel.
Eso sí que es grave, la sensación de que la justicia puede hacer cualquier cosa y no pasa nada, no puedo defenderme. Esto es mucho más grave que no poder juzgar al señor equis.
¿Y qué se puede hacer? Porque si esas situaciones continúan, parecería que las designaciones en la Corte son como un mejoramiento de la fachada, sin que cambie el sistema de fondo.
Yo creo que no, que la justicia está cambiando. Que nombren a algunas personas no es lo más importante, sino generar una transformación. Yo digo que los jueces somos todos iguales, pero tenemos distintas competencias. La de la Corte es ser cabeza de esto. Si la cabeza no da el ejemplo, tampoco se puede pedir que cambien los otros. Lo que también es cierto es que hay cuestiones de leyes, y se depende de los legisladores, y ahí entran a jugar factores relacionados con las motivaciones políticas, intereses creados, muchas cosas que hacen que una ley necesaria pierda estado parlamentario, se cae, y todo queda descolgado.
Hace poco hubo una movilización alrededor de Congreso, con vecinos de todo el país, reclamando contra la minería a cielo abierto por el atraso, la contaminación y la muerte que les significa. Adentro del Congreso no se sabe qué ocurría. Y uno siente que esas personas están haciendo justicia por su cuenta, por mano propia, no en el sentido de la venganza, sino diciendo: “Si yo no me planto, nadie me escucha”.
Es cierto. ¿Y dónde estarían los legisladores de las provincias desde las que venían esas personas? Porque si los legisladores estuvieran defendiendo a sus conciudadanos, esa gente no tendría que venir, tendría sus representantes que están acá para poner la cara. La representatividad tiene que ser en serio.
Pero está en tela de juicio. A veces parecería que la representatividad está impidiendo la democracia.
Claro, es una de las cosas que hay que tratar de hacer funcionar. Los representantes tendrían que traer y pelear por las cosas que reclaman las comunidades. Para eso están, no para cobrar un sueldo y poder irse el fin de semana con pasajes más baratos a sus provincias.
Después de 2001, cuando las asambleas estaban en su apogeo, uno de los puntos principales que reclamaban era el cambio total en la Corte Suprema. El “que se vayan todos” funcionó al menos en un caso: la Corte.
No con respecto a los demás, porque si uno mira, todos siguen: las mismas caritas. En todo caso, creo que ese reclamo de las fuerzas populares llevó al gobierno de Kirchner a buscar una respuesta.
Opinión pública o privada
Pero volvamos al Poder Judicial: la gente se moviliza para reclamar por sus derechos y después se la criminaliza por salir a reclamar, por hacer cortes y manifestaciones.
Estamos hablando mucho en nuestros encuentros anuales con todos los jueces del país sobre esos temas. La criminalización de la pobreza es una tendencia muy seria, muy grave. Nosotros, desde donde podemos, decimos: “Esto no se puede hacer”. No podemos meternos en los fallos de cada juez, hasta que llegan a la Corte, pero todos los debates e intercambios que proponemos sobre estos asuntos son útiles y pueden impulsar los cambios que nosotros queremos que se hagan.
¿La escuchan?
Claro que nos escuchan. Pero a uno no lo escuchan si uno no trabaja. Si uno va a dar clase, a levantarles el dedo y decirles “Pórtense bien porque si no los voy a sancionar” la cosa no funciona. Siempre hay resistencia al cambio, pero también noto mucho interés en muchos jueces en hacer las cosas mejor.
El escepticismo que se genera es que aquí hubo un Estado lo suficientemente impune como para tener, además, jueces, fiscales y Corte Suprema que miraran para otro lado.
En mi caso, además de mirar para otro lado, me echaron.
¿Cómo cambiar entonces la impunidad en un aparato estatal que ha podido ser capaz de quebrar los derechos más elementales, a la vida y la libertad?
Hay muchos resabios, no sólo de personas sin de modos de ser. Y también hay una cuestión social que no hay que olvidar y que influye. A la sociedad le hace falta un examen de conciencia muy serio sobre lo que pasó, cómo se permitió soportar esto. Nunca se ha puesto sobre la mesa. Yo creo que la sociedad tiene mucha culpa en esto, no solamente los políticos que golpeaban la puerta de los cuarteles. ¿Por qué nadie sabía nada, cuando todos sabíamos todo? No digo “Todos somos culpables”. No. Pero creo que hace falta examinar por qué esta sociedad toleró o buscó, según los casos, que pasara lo que pasó.
Sin debate, no cambia el patrón de conducta. Seguimos siendo obedientes a las leyes, aunque estén mal, como usted decía antes…
Y pasado mañana tenemos otro golpe. Porque esto se desquició. Se llegó a la idea de que había que purificar y venir con la espada flamígera. Yo no quiero una sociedad monolítica, donde todos opinen lo mismo. Pero sí tenemos que poder debatir estos temas. Hubo gente que apoyó, otra que estaba totalmente en contra y lo sufrió. Y otra parte se hizo chiquitita, y se guardó hasta mejor tiempo, no abrió la boca, no dijo nada ni salió a golpear cacerolas ni a pedir que se fueran todos. Toleramos la guerra de Malvinas y casi con Chile y cuántas cosas más que mejor ni enumerar. En esa actitud está la raíz de muchos problemas actuales. Para colmo, para justificar muchas cosas, después vienen y te hablan de la “opinión pública”. Yo no sé qué es eso, o mejor dicho: sé que la opinión pública es lo que los periodistas dicen que es la opinión pública, que además está formada por esos mismos periodistas. Es decir que lo que llaman la opinión pública, es la opinión de los periodistas y nada más.
Nadie se mete a Bajo Flores a preguntarle a la gente qué opina.
Claro, ya no es opinión pública. Son frases que suenan y no se sabe qué significan.
Pero con ese panorama, donde hasta la opinión pública es una falsificación, ¿no ocurre que si las propias comunidades no se mueven, no se hacen oír con temas como la minería en toda la Cordillera, con casos como Gualeguaychú, el Riachuelo, quedan lejísimos de las instancias institucionales?
Es verdad, por eso hay que acercarse a la sociedad, no podemos aislarnos. Y mientras se dan debates como el que yo estoy planteando sobre lo que pasó tras el golpe, no podemos quedarnos cruzados de brazos sin hacer nada con respecto al presente.
No esperes regalos
En términos prácticos, a un vecino de La Rioja, de Esquel, a una mujer en estado de prostitución que se rebela, a un trabajador frente a sus reclamos, parece que lo único que les queda es salir a defender sus derechos, sin una instancia donde resolver de otro modo la cuestión que no sea la calle, el espacio público. ¿Usted qué les recomendaría?
Yo le diría: seguí así. No esperes que te lo vengan a regalar.
¿Por qué pasa eso? ¿No es una distorsión de la democracia que termina funcionando como un sistema de funcionarios autistas con capacidad de tomar medidas que afectan a todos?
Hay filósofos y politólogos en este momento que discuten la idea de democracia, que piensan incluso que es una idea perimida. Lo que no sé es si encontraremos otra, o si lo que hay que hacer es mejorar la democracia. A veces no se trata de cambiar algo, sino de mejorar un sistema que puede no estar funcionando bien en algunos detalles.
¿Usted en qué posición se anota?
Creo que es mejorable, no creo que esté perimido. Pero hay que trabajar mucho para mejorarlo
Imaginemos que le damos la posibilidad de hacer lo que no puede como jueza: ser legisladora. ¿Qué tipo de leyes cree que habría que promover o cambiar para lograr avances en el sentido que estamos hablando?
Es urgente en materia del Poder Judicial la revisión de los códigos como el Penal y el Civil. Yo conozco más del Penal. Hay que suprimir una cantidad de delitos y poner otros. Por ejemplo, mucha gente no sabe por qué prescriben (vencen en el tiempo) las causas de corrupción. La gente dice que no se llega a ningún lado, no se condena a nadie y hay cada vez más corruptos. ¿Qué pasa? Son delitos de penas muy cortas, porque cuando se dictó el primer Código Penal los legisladores no pensaron que pudiera llegarse a escandalotes de corrupción como los que vinieron después. Si la pena es baja, la prescripción llega pronto y ya no se puede juzgar. Los abogados traban las investigaciones, son delitos difíciles y complejos de investigar, hay ocultamiento y protección, y los culpables se salvan por prescripción. Yo creo que ahí sí debería haber castigos mucho más severos. Porque el que los hace está abusando de un cargo público que le ha confiado la sociedad. Si me traen dos ladrones, uno es un pobre chico de la calle sin educación y el otro es un doctor, yo le doy mucha más pena al señor doctor porque es mucho más responsable. Es una responsabilidad discriminada. No todos son iguales. Y si un funcionario público comete el hecho delictivo es mucho más responsable que un particular cualquiera.
Usted fue víctima de violación de derechos humanos durante la dictadura. ¿En qué medida el debate sobre derechos humanos ha quedado sesgado en la idea de que las violaciones son el secuestro, la tortura, el asesinato…?
Y se olvidan de las presentes.
¿Cuáles serían?
Una que me preocupa muchísimo es la de los presos. Una dice que la cárceles deben ser sanas y limpias y no para castigo, pero ahí se acaba destruyendo la dignidad humana. Ojo: cuando se destruye la dignidad del otro, se destruye también la propia.
Sigamos. ¿Qué más agregaríamos a una agenda actual de derechos humanos?
La educación, es gravísimo. Si bien se hacen muchos esfuerzos uno sigue viendo que hay muchísimos chicos que no tienen acceso a la educación, y esto es un drama para el día de mañana porque sin educación no vamos a ningún lado. Y no me refiero a repetir cuántos soldados llevaba San Martín cuando cruzó los Andes. Educación en el sentido de convivencia, de poder respetar ideas ajenas, de poder pensar por su cuenta.
La autonomía de la persona.
Eso, exactamente. No hablo del saber enciclopédico, porque me voy a Internet o a un libro y saco el dato que no conozco. Me interesa la convivencia y la educación de la autonomía de la personalidad, que yo no me tenga que tragar todo lo que me quieren vender porque no sé pensar. Ésa es la primera fórmula para una dictadura. La gente que no piensa puede ser dominada.
Educación, cárceles…
Salud. Tema tremendo que tiene que ver con el medio ambiente, las explotaciones mineras, la contaminación del agua, del suelo. Y también con la falta de atención en los hospitales. No es culpa de los médicos, sino que el sistema está mal pensado. El Hospital de Clínicas (de Buenos Aires) es una monstruosa arquitectura fascista, terrible, con mármoles y corredores, y creo que no andan ni dos ascensores. Los médicos prestan sus cosas para poder atender a los pacientes. Típico: construimos, y no mantenemos, y todo se nos viene abajo. La salud es central en una sociedad no diré justa, pero por lo menos más vivible.
La agenda pendiente
¿La situación del trabajo? Es notable la precarización no sólo de los empleos, sino también del tipo de trato que se les da a los trabajadores.
Yo no digo que el Estado se tenga que hacer cargo de proveer trabajo a todo el mundo, pero sí tener una legislación que no permita todos los abusos que se conocen. Empresas que toman gente a prueba y nunca la incorporan, que no se hacen cargo de nada, la inestabilidad, la gente que es tirada afuera del mercado laboral, los talleres clandestinos. Es todo un universo que forma parte del tema de derechos humanos.
¿La situación de la mujer?
En todas las agendas de problemas, la situación de la mujer siempre queda atrás porque hay cosas más importantes que pensar… en la agenda de los hombres. Hablar de violencia contra las mujeres, no sólo la doméstica, es una cosa rara. La cantidad de mujeres campesinas que viven en la más absoluta pobreza también es violencia. La cantidad de mujeres que no tienen para darles de comer a los hijos. La cantidad de niñas introducidas a la prostitución o a la trata, todos los años, todo es violencia. Y la imposibilidad de la gente de salir de ese medio violento que la está sometiendo.
En términos concretos, ¿usted siente que se avanza o nos alejamos en términos prácticos del ejercicio de los derechos humanos?
Creo que nos estamos alejando. Pero para colmo aparece esa distorsión de creer que sólo se trata de hacer juicios a los militares. El mal uso de las palabras las devalúa. Y no podemos dejar que eso nos pase cuando hay cada vez más gente en situación vulnerable por un sistema económico y social preponderante en el mundo.
Enciende otro cigarrillo. Cuenta que hace poco leyó una novela que le encantó, El último encuentro, del húngaro Sándor Márai, y sufre con el ensayo Retorno a la barbarie en el siglo xxi, de Therese Delpech, que analiza los conflictos actuales con respecto a las tecnologías nucleares, epidemias, guerras bacteriológicas y terrorismo (y siguen las firmas). “Es tan pesimista que se me paran los pelos. Claro, el análisis es muy lúcido pero uno quiere apostar a que las cosas no salgan tan mal.”
¿En qué le cambió la vida lo que le pasó en 1976?
En mucho. En hacerme cambiar la perspectiva y poner las cosas en su lugar debido. Vienen acá y me dicen “Doctora, se rompió tal cosa” y yo digo: ¿qué problema hay? Se reemplaza. No podemos vivir tan pendientes de las cosas, o hacer historias por estupideces. En la cárcel aprendí a compartir maneras de pensar, de ver. Aprendí convivencias que en la vida diaria a uno no se le exigían. Aprendí a dejar de lado las pavadas sobre quién tiene un libro más o un lápiz menos. Nada de eso tiene importancia. Sólo tiene importancia algo: si yo te puedo ayudar.
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Hitler y los 7 enanitos
Es el autor de los comerciales más recordados y el responsable latinoamericano de una agencia global. El Día del Marketing, ante empresarios y colegas, anunció: “la gente nos ve como chantas”. Y en esta charla explica por qué. Así es desde adentro ese mundo que –confiesa– muchas veces usa la mentira y el miedo para vender. Políticos, tomates y sentimientos.
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