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Mu106

Enchufar el aula

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Crónicas del más acá, por Carlos Melone.

La primavera, lejos de enardecer las almas y desatar las pasiones o, al menos, las hormonas, estaba fría como la mirada de un finado.

Mi viaje en el maldecido 266 -línea que ignora los beneficios de la aclimatación ambiental, dejándola librada a las decisiones de Las Moiras y el estoicismo de sus filosóficos pasajeros- llegaba a su fin en la estación Bernal.

Estación vacía de todas las vaciedades. A pocos metros de ella estaba construido el “andén provisorio”, sobre elevado para los nuevos trenes chinos. Los chinos son bajitos, pero hacen trenes altos.

El “andén provisorio” es un tarimado de estructura metálica, sin techo, con maderas ordinarias y con piso destemplado y anodino, como los propios chinos. La cosa  sirve para forjar el carácter y el temple: no hay reparo ni para la inflación.

La vieja estación esperaba su adecuación silenciosa, sin un solo cristiano, musulmán o ateo trabajando en ella.

La ciencia había renunciado a sus posibilidades y la magia neoliberal esperaba que la estación se reconfigure solita.

Otra que Tolkien.

Crucé por el paso a nivel y mientras me dirigía a la sede del profesorado repasaba en mi cabeza algunas de las propuestas para despeinar neuronas que me había imaginado esa mañana, con el apoyo de los soportes tecnológicos de la era 2.0.

Cuando entré, en la oficina de la Dirección estaba Eugenio, uno de los regentes. Eugenio: unos 60 años largos, un metro 65 corto, una panza testimonial indisimulable, una barba bíblica. Un tipo de modales pausados, siempre amable, siempre educado, siempre dispuesto.

Eugenio es bonachón y querible: puede putearte y le das las gracias.

Saludo por medio, le dije: “Eugenio, necesito el cañón”. Si bien en más de una ocasión me seduce la idea de tener uno tipo Panzerfaust, le pedía lo que en el Paleozoico se denominaba proyector.

Es importante hacer notar a las personas normales, impregnadas de sentido común y con una vida más o menos razonable, que había existido una expresa reserva del bendito cañón con 2 (dos) meses de anticipación, presentación de certificado de grupo sanguíneo, autorización de la ACNUR y compromiso explícito de no pasar videos de ISIS o de Osho.

Eugenio me miró, sonrió levemente y me dijo: “Seguime. No es tan fácil”.

Fuimos a otra oficina administrativa. Eugenio manoteó un enorme llavero que llevaba en su cintura y empezó a probar llavecitas en el cajón de un escritorio.

Finalmente logró abrirlo.

De allí sacó otro manojo de llaves con el que empezó a probar otras llavecitas para abrir otro armario.

También lo logró.

En el armario, sacó de detrás de unos biblioratos un nuevo juego de llaves (ya no era un manojo) que tomó con calma, mientras relojeaba con una media sonrisa mi gesto de estupefacción ante los signos evidentes de que estábamos en  transición del Ser hacia La Nada.

Cruzamos un largo pasillo en diagonal hasta llegar a otro cuarto con una puerta ciega que fue abierta con menos dificultades. A continuación, como en un juego kafkiano, una puerta metálica, mallada, fue abierta con otra llave.

Empecé a preguntarme cuántas películas pueden hacer los yanquis con esta escena. ¡Si para detonar una bomba atómica pedorra tienen dos llaves y una clave y te meten una peli de tres horas!

Se nota que no son argentinos.

Esto es seguridad.

Sacándolo de un caos de cajas y cables de todo pelaje, el cañón (en una coqueta bolsa) me fue entregado cual Santo Grial, con mis manos temblando de emoción.

No me abracé a Eugenio porque me pareció una exageración.

Con el sentimentalismo latinoamericano no se puede construir la Sociedad Digital.

Mientras caminaba hacia el salón de clase, a pesar de 30 años de docencia, cometí un pecado borgeano: la ingenuidad de creer que todo había terminado.

Llegué al aula donde los chicos me esperaban con la computadora lista y (extrañamente) ansiosos: los monstruos estaban realmente interesados en ver lo que les llevaba.

El enemigo no descansa.

Sospeché una conspiración.

Nadie puede estar interesado en nada a las 8 de la mañana.

Y entonces me hicieron notar que El Único Toma del aula se encontraba a la ridícula altura del borde superior del techo donde va enchufado el ventilador (que no funciona hace algunos años).

El Único.

Así, con mayúscula, como Neo en La Matrix.

La arquitectura escolar es un enigma a descifrar en el siglo 18.

Ahora, ya es tarde.

Había que conseguir un alargue.

Mandé a los 25 angelitos sedientos de conocimiento, a buscar un alargue a como diera lugar, sin importar si había daños colaterales, muertes de inocentes o exacciones ilegales.

El alargue debía conseguirse.

La dirección estaba misteriosamente cerrada. Y Eugenio, cual Moisés, había cerrado las aguas del Mar Rojo.

No estaba.

En la biblioteca no había nadie.

Las porteras miraron a los pibes que les pedían el alargue como si les hubieran requerido un Rolls Royce.

Finalmente, una morocha chiquita, muy mona y despierta, me extendió el alargue y con una sonrisa iluminadora me dijo: “Profe, no me pregunte como lo conseguí”. Un caballero no tiene memoria ni preguntas.

El enchufe hacía falso contacto con el Único Toma, por lo que un voluntario, parado arriba de una mesa sostenía el cable para que hiciera un contacto decente.

La escena deambulaba entre Chaplin y Terminator.

Finalmente, menos el héroe de la mesa al que le resultaba imposible ver la pantalla, empezamos a ver el bendito video…

Por supuesto que aproximadamente a los 20 minutos se cortó la luz para nunca más volver. La tradición oral volvió al centro de la escena escolar y el Cosmos se acomodó perezoso, a la espera de la llegada de la Revolución Industrial.

Cuando tomé el 266 sin aclimatación de regreso a casa, la única reflexión fue saber que ya no hay metáfora.

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