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Marmotas

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Crónicas del más acá, por Carlos Melone.

Santa Elena recuesta su cabeza sobre el hombro del Paraná. Al norte de Entre Ríos, el pueblo devenido ciudad mira con nostalgia su cadáver exquisito: las abandonadas y gigantescas instalaciones de lo que fue su joya de la corona, el frigorífico Santa Elena.

Atado a esplendores fluctuantes típicos de las Provincias Unidas del Sud, el frigorífico fue primero orgullo y luego desaliento de los lugareños y testigo mudo y perplejo de una insólita promesa de reapertura del actual Presidente de la Nación. El viejo frigorífico es un coloso lisiado irremediablemente, a ojos vista con una clara evidencia de la imposibilidad de ponerlo en marcha con los esplendores de antaño. Y menos con las políticas actuales en marcha.

Sigo sosteniendo que los dioses tienen un extraño sentido del humor. Los presidentes, no.

Allá fuimos, con dos muchachos del juvenil equipo de cátedra que conformamos (yo vengo a ser la parte no-juvenil) a dar una charla–taller para docentes y fauna variopinta, invitados con la benevolencia de nuestros hermanos del Interior. Encontrarse siempre es bueno.

Cuando el arrojo es imprudencia y la sensatez termina enredada en las sábanas de lo bizarro.

En el viaje de ida a unos 70 km de Gualeguay, en un cruce de caminos, una maestra nos hace dedo. Conscientes de nuestro deber cívico/pedagógico/patriótico nos detuvimos a llevarla. La muchacha no tendría más de 30 años.

Subió sin ningún reparo ni duda a un auto con tres tipos arriba. O no le importaba o no se dio cuenta o no le metemos miedo a nadie, tal como dice mi mamá.

Saludó respetuosamente y contó que realizaba el periplo habitualmente (los mencionados 70 km) a dedo porque en transporte le salía una fortuna y que era maestra de Inicial, esa suerte de heroína que lucha contra esos seres pre humanos llamados niños.

A partir de allí, probablemente sus pensamientos le hicieron ver la profundidad de sus pecados actuales y pasados. Tras los intercambios sociales de rigor y presentaciones, nosotros continuamos, cual grupo de fanáticos, enfrascados en una intensa discusión acerca de la ética y la moral, donde habían sido convocados Spinoza, Kant y Caruso Lombardi. La discusión era cruzada por conceptos educativos, filosóficos y alguna que otra puteada digna de La Doce o Los Borrachos del Tablón. Todo cordial pero intenso, muy intenso. Voces elevadas, argumentaciones vehementes (no siempre consistentes), gesticulaciones teatrales.

Aún no queda claro si la actitud era de nerds o de marmotas aunque hay una fuerte tendencia hacia la segunda opción.

La maestra callaba y miraba. Dejó su celular y se dedicó a observarnos. La invitamos a participar de la contienda. Con sabiduría infinita, contestó: “No, gracias, prefiero escuchar”. Las Lomadas Entrerrianas eran el eco del problema del Bien y de Dios  y una joven maestra de Gualeguay asistía a las candilejas de enfebrecidos habitantes del Conurbano.

Cuando llegamos a la ciudad, la disputa no había cedido un ápice. 70 km a los gritos. La educadora de la Patria descendió, agradeció con sencillez y -a mí me parece pero jamás podrá comprobarse- se largó a correr.

Cuando el absurdo deviene perplejidad, desasosiego y puro asombro ante lo que no debe ser.

La tarde empezaba a recostarse en la ruta y el camino estaba poblado de máquinas viales, pozos monumentales y cuadrillas en un sistema de organización algo desconcertante porque disimulaba su condición de sistema: era un despelote de conos, banderas y carteles para reparar lo irreparable.

En un punto, un banderillero hacía señales de detención a nuestro vehículo mientras otro obediente, resignado, pequeño, estaba ya detenido delante de nosotros. Uno solo.

El que suscribe venía a velocidad moderada y frenó, frenó, frenó. La grava suelta de la ruta insistió en jugar al viento y el auto se desplazó, silente, suave, incontenible, directo hacia el único vehículo estacionado en el medio de la desolada ruta.

El único.

Delicado como una caricia a la panza de un bebé, mi auto tocó la puerta trasera del pequeño estacionado, haciéndole un bollo de proporciones significativas.

Ya se sabe cómo se hacen los autos hoy.

La conductora, rubia, de unos 40 pirulos bien llevados, descendió del coche con el genuino impulso filosófico en su rostro: el asombro. Miraba el baúl y me miraba a mí (que balbuceaba disculpas en todos los tonos) como quién mira un barco al atardecer.

No había furia. Ni siquiera enojo. No hubo un gesto desorbitado. Una templanza que quisiera tener Yo cada vez que entro a clase.

Ella ignoraba cuál era el procedimiento administrativo y nosotros también. La ignorancia mutua derivó en intercambio de teléfonos, fotos a los coches y compartir el frío de la tarde cansada. Faltó sacarnos una selfie.

La rubia, al despedirse, dijo algo acerca de esa ruta de mierda que nunca terminaban, con el desdén de un río mirando de reojo los árboles que lo beben.

El banderillero sonreía cínicamente en la penumbra pero no puedo asegurarlo.

La rubia se perdió en la ruta a velocidades muy superiores a la nuestra. Huir puede ser la musculatura de la inteligencia.

Cuando la sonrisa mata a la alegría y el estilete feroz del dolor atraviesa el infinito de la vida.

Volvíamos felices del poblado de los pagos de Urquiza y Pancho Ramírez. La charla había sido un éxito y el trato recibido, excepcional.

Una feroz tormenta de viento y lluvia había lentificado el trayecto de regreso pero no importaba demasiado. Para mis compañeros, era su primera experiencia de este tipo y estaban más que felices aunque las características bíblicas del temporal literalmente sumergían al auto en largos períodos de silencio.

El susto acalla los intercambios.

Ya cerca de Panamericana, nos detuvimos en una estación de servicio para repostar combustible, descargar contenidos corpóreos, estirar las piernas y buscar que El Destino desistiera de ensañarse con los incautos. En esto último, no hubo éxito.

Estacioné, descendimos y vi el cartel de estacionamiento. Lo vi claramente. Un chapón clásico, inhóspito, desangelado. Resolví pasarlo por debajo, agachándome levemente, yo diría que sobradoramente.

La suerte y el sentido del cálculo son de las muchas cosas que me han ido abandonando. Me comí el cartel en plena frente junto con mi orgullo y mi dignidad, cayendo de culo al pasto sin elegancia ni donaire. Una empleada de la estación de servicio, con una media sonrisa alarmada, se acercó en seguida a ver si necesitaba algo.

El golpe había sido espectacular y el cartel traidor aún vibraba al viento, socarrón por el épico cabezazo.

Dos niños, a pocos metros, de esa edad indefinida en la que disfrutan del mal y son agentes del Caos  y el Apocalipsis, se cagaron de risa de mí, de forma estridente, sin decoro ni piedad.

Rápidamente, se subieron a un vehículo contándoles a los gritos a los ocupantes del coche acerca del espectáculo que habían presenciado.

Dejad que los niños vengan a mí.

A veces, solo a veces, Las Moiras tejen y destejen sin cortar el hilo, burlándose de los mortales.

Un día de estos las voy a agarrar…

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