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Cómo es la entrada al mundo del trabajo: Bailando por un sueldo
Falsas promesas, pocos derechos, meses a prueba y despidos precoces. Un relato encarnado en Marcelo, un rompecabezas de distintas voces de jóvenes que buscan empleo privado y encuentran cualquier cosa. Por Franco Ciancaglini.
Marcelo vio aparecer en la pantalla de su computadora la respuesta que, creía, estaba buscando:
“Tu CV ha sido seleccionado para el puesto de telemarketer, en la sección ventas. Por lo tanto, te espero este miércoles para una pequeña entrevista”.
Tuvo que fijarse el nombre de la empresa que aparecía junto a la firma de Agustina –la de Recursos Humanos- para ver cuál era de todas a las que había mandado: “Es importante conocer a la empresa”, recordó.
Encontró el mail, que decía: “Si sos afín a la comunicación, a la psicología, a la contaduría, mandanos tu cv”. Aunque después – se da cuenta- da igual: en el nuevo mail dice claramente telemarketer.
Lo mismo de siempre.
Lo que sigue lo sabe de memoria. Tiene que ir vestido entre formal y con estilo, digamos elegante sport: camisa (si no hay, chomba), jean oscuro (no celeste, ni tampoco pantalón de vestir) y zapatos, preferentemente marrones.
Lo mismo con el horario: una vez, en otra entrevista, llegó 20 minutos antes, lo recibieron, pero no quedó en el trabajo. Luego, charlando junto a otro amigo experto en flexibilización, entendió:
-No podés llegar antes. Eso demuestra que tenés tiempo de sobra, o algo peor: que estás desesperado por el trabajo. Ni 5 minutos antes ni 5 después: llegá exactamente a la hora en que te citan.
La entrevista
Llega puntual. Ya sabe que tiene que preguntar por Nuria, y eso es lo que hace en el mostrador que está en la entrada. Atrás se ven oficinas de vidrio y durlock, las típicas.
Como lo suponía, también hay otras personas que esperan a Nuria, y otras que van llegando mientras él la espera. Sin embargo, la entrevista es individual: está tercero de cinco. El primero tarda diez minutos reloj; el segundo, ocho; el tres sale antes de que Marcelo se dé cuenta.
Le toca.
Entra diciendo “buenos días” – es lo que hay que decir- y espera si la respuesta es cordial, amable o simpática, pero que se seca en un “hola, cómo te va”, sin signos de interrogación, es decir, sin interés de escuchar la respuesta. Marcelo sabe qué contestar contestar (“Muy bien”), qué repreguntar (“¿Usted?”) y mantener esa delgada línea entre cordialidad y simpatía, sin hacer – nunca- un comentario sobre el aspecto o la vida personal del otro.
Una de las primeras cosas que le piden es que dibuje el famoso test en el que hay que representar a “una persona debajo de la lluvia”. Pan comido: Marcelo sabe que tiene que dibujar un piso y, al menos, un paraguas para protegerse de la lluvia. También puede ser un techo, aunque, como nunca entendió bien la diferencia entre dibujar un paraguas y un techo, va a lo seguro: paraguas.
La cara de Nuria indica que está ok.
Ahora le piden que se defina, a él mismo, con una palabra. Con el tiempo, con las sucesivas e idénticas entrevistas, aprendió que debe decir “proactivo”. Esa es la palabra que garpa y que, a su vez, ellos (ella) esperan que diga: siempre hay que hablar desde el punto de vista positivo. Sabe que las empresas buscan gente (o palabras) con (o como) compromiso, liderazgo, comunicación, adaptación, cambio.
¿Qué significa proactivo? Que nunca se quedará quieto, ni esperando a que le digan qué tiene que hacer, aunque sabe que -en la práctica- siempre tiene que esperar a que le digan qué tiene que hacer. Al fin y al cabo, qué proactividad, qué liderazgo necesita para un callcenter.
-Proactivo- responde, ya inmerso en el juego de quién miente a quién.
Porque ya sabe: nunca un trabajo es lo que le ofrecen.
Le preguntan por qué le interesan las ventas: dice algo sobre la comunicación interpersonal, que por su carrera es súper importante, que estudia para sugestionar a las personas, para llevarlos por un lado… Se pinta chanta, digamos.
La siguiente pregunta nunca se la habían hecho: ¿Qué partido político tenía el centro cultural en el que trabajaste? Antes de responder duda, piensa: me estoy postulando para telemarketer, no para senador. Recuerda: tenés que ser pragmático, tenés que ser ordenado, tenés que ser apolítico, obviamente tenés que vivir en zonas, Caballito, Puerto Madero, Palermo, Flores… Y responde:
-No era político, era cultural– y es la verdad. Sabe que no debe decir mucho más: la pregunta es capciosa porque, en caso de extenderse en explicaciones sobre su anterior trabajo, se infiere que también podría proporcionar información sobre la compañía de Nuria en un futuro.
Los 3 meses de prueba
Sabe que pasó la entrevista: la propia Nuria se lo confirma, sin delays. Luego le consulta si tiene alguna pregunta: es su momento de aclarar dudas, para demostrar además interés por el puesto de trabajo.
Como Nuria es de Recursos Humanos, puede preguntar por su sueldo (si es personal jerárquico, es un mal plan). Le pagan bien: 10 mil pesos más premios. Aunque sabe que los premios no existen.
Obvio: 3 meses a prueba.
Sabe: lo pueden echar a los 2 meses, 29 días, 23 horas.
Sabe que lo van a echar.
Nuria aclara: “Pero todavía falta la capacitación”.
5 horas durante 3 días.
Si le va bien –que es, básicamente, que no abandone motu proprio antes de esos 3 días- el trabajo es de lunes a sábado, 6 horas. Eso cambió: antes nunca eran los fines de semana, piensa y se lamenta.
La capacitación
Al llegar a la capacitación lo llevan a una habitación con pupitres, junto a otras treinta personas. Les cuentan el speech, les tiran los tips, se los hacen repetir y a la hora – no más- los mandan a otro sector: el de boxes.
Una computadora para cada uno con un software para hablar por teléfono a través del micrófono. Auriculares y una base de datos de posibles llamados a distintas ciudades de España.
Sí: tiene que vender loterías a España.
Loterías.
A España.
-Tienen que poner acento medio neutro – les dicen a último momento.
Empieza, marca un número: nada.
Otro: nada.
Otro: nada.
Otro: lo atienden.(Nervios). –Buenas tardes, lo llamo porque salió beneficiado con un boleto de loter… Le cortan.
Otro: nada.
Otro: lo atienden.
–Buenas tardes, lo llamo porque salió beneficiado con un boleto de lotería.
-¿Qué lotería?
– Lotería España.
– Yo no jugué a ninguna lotería.
–Mediante este llamado usted es beneficiado con un boleto de lotería. Sólo tiene que conseguir a dos personas para obtener el premio. De esa manera, el premio lo tiene asegurado.
– Pero, hombre, ¿qué me está diciendo? No entiendo.
–Que usted ha sido beneficiado con boletos de lotería, y si consigue a dos personas más, usted recibe el premio.
Le cortan.
Escucha que desde algún otro box – que no llega a ver- alguien vendió. Al rato, otro grito, esta vez del supervisor:
-¡Bien, Tomás! ¡Vamos todos como Tomás!.
Marcelo piensa: “Y a mi los gallegos me sacan cagando”.
Al otro día ni siquiera hay una charla previa de capacitación: los mandan directamente a vender.
Al rato entra otro grupo de 30 personas, similar al del día anterior, y la misma historia: los capacitan una hora, y a vender.
Un pibe de dos asientos más allá se saca los auriculares, se levanta y se va.
A Marcelo le cae la ficha: “Nos están haciendo laburar a todos gratis”.
Sale atrás de él.
El laberinto
El mundo laboral no para de sorprenderlo. Y eso que ya trabajó de planillero para Greenpeace (debía conseguir donantes de dinero), de recepcionista (en una empresa de software), de asesor contable (debía perseguir morosos)…
El trabajo que más le duró –es decir, más de los 3 meses de prueba- fue el data entry: digitalizaba fotos de archivo del Estado.
Trabajó allí dos años e hizo, gracias a ese tiempo, algunas amistades, sobre todo con los que ya habían echado antes que a él. Salió de ahí, tiró cvs e instantáneamente lo llamaron para una entrevista. ¿De qué? De data entry.
-Pero, mirá, yo me acabo de ir…
El sueldo resultaba más bajo. Las horas eran más. ¿Cuál es el negocio?
Se dio cuenta de que pasaban los años y en su currículum solo tenía data entry. Y que cuando buscaba un nuevo trabajo, la marca carcelaria lo condenaba: sólo lo llamaban de esos trabajos, y no de otros. Y para pagarle cada vez peor.
El resto de sus empleos fueron siempre por los tres meses de prueba.
Durante esos meses la supervisión es constante. Es decir, el supervisor es un panóptico que monitorea la concentración y la intensidad de trabajo de las decenas de personas que entran al mismo tiempo. Una competencia implícita se despliega en la oficina, en la que todos luchan contra todos, al tiempo que simulan caerse bien. Sobre todo, caerle bien al más odiado: al supervisor.
El supervisor dice cosas como “yo los primeros 3 meses di lo mejor de mí”, o incluso peores, como una vez escuchó Marcelo: “Acá hemos despedido gente embarazada, gente con cáncer terminal, así que nadie tiene asegurado el puesto de trabajo”.
Sus compañeros murmuraban: “Menos mal que tengo trabajo”.
Él elegía callar.
Estudio o trabajo
Ahora elige estudiar: “Con el tiempo, cuando vi que se me iba complicando la posibilidad de estudiar dije: acá hay algo mal. Si estudiás y trabajás parece que sos Superman, cuando debería ser lo normal. Yo estudio, estudio muchísimo. Y lo que me pasa ahora es que, al ver mis buenas notas, se acercan mis compañeros y me preguntan: disculpame, Marcelo, ¿vos trabajás?”
Actualmente los padres de Marcelo mantienen sus sobrios gastos, y su hermano se hace cargo de la facultad en la que él brilla por sus notas.
Con el tiempo aprendió que la ilusión de independencia que genera el trabajo no es más que eso: una ilusión. Y – dice- que en vez de depender de su jefe o de un supervisor, a sus 27 años ahora depende de sus padres.
Cuando tenía 17 años, Marcelo quizás imaginó que a esta edad ya iba a estar recibido y trabajando de lo que le gustaba, es decir, de lo que estudió. “Hoy ese circuito se distorsionó, y esa biografía es mentira”, dirá desde la experiencia, junto a sus amigos que, cerveza de por medio, asienten con la cabeza.
Uno, estudiante de Ciencias Políticas, trabaja vendiendo calzones y medias en la calle. El sociólogo, en una empresa de fumigación, que es del padre de otro del grupo, un profe de guitarra. Dos se mueven por el centro haciendo lo suyo en una oficina contable y una pyme familiar de insumos electrónicos. Uno labura en una fábrica de cerveza y otro trabaja con los padres en un consorcio familiar. Está el kinesiólogo profesor de hockey, un boletero de subte los fines de semana y el que trabaja en una revista cooperativa.
Todos los días, desde hace años, escuchan historias como ésta.
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