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La era monotributo: El arte de trabajar

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El cambio silencioso que busca forzar una nueva normativa, como en Brasil, ya es una realidad: cada vez más gente trabaja con menos derechos. Cuáles son los datos locales y las voces que piensan el fenómeno en clave global. La potencia de los jóvenes, y la lección de las fábricas recuperadas. Por Claudia Acuña.

La era monotributo: El arte de trabajar

Las cifras son claras: empujado por los despidos, cierres de fuentes laborales y retiros voluntarios el trabajo asalariado fugó hacia el monotributo. Así el trabajo con  aguinaldo, vacaciones, indemnización, paritarias, salario mínimo fijado por ley, entre otros derechos, se convirtió en trabajo sin protección, ni continuidad ni ley. Esta fuga del blanco hacia este gris creado en 1988 por el gobierno de Carlos Menem, con esta forma fiscal metafórica –el monotributo- representa hoy mejor que ningún otro actor social ese proceso rápido, brutal y sostenido, que comenzó el primer día de la gestión macrista y aún no terminó.

Los datos:

Entre diciembre de 2015 y febrero de 2017 se perdieron 37.025 puestos en el sector privado.

En ese mismo período se convirtieron en monotributistas 86.256 trabajadores.

El impacto de esta estampida es múltiple y sincronizado en una misma dirección. Por un lado, en cada empresa habrá ahora más trabajadores sin protección compartiendo tareas con aquellos que todavía gozan del beneficio del salario formal, pero que están batallando para que no se deteriore por la inflación. Y una cosa condicionará a la otra, por supuesto.

Por el otro, habrá empresas en las que los trabajadores están batallando por no perder los atributos que los diferenciaba del monotributista, ya sea porque el salario es pagado en cuotas o porque el aguinaldo aún no se cobró. Delay que impacta notoriamente sobre las posibilidades de reclamar actualizaciones salariales, por supuesto.

Sobre esta realidad se acomodan los anuncios de una inminente reforma laboral, forma legislativa-metafórica que anuncia el recorte de derechos laborales, presentado como una operación de sinceramiento: lo que se quita por la fuerza se intentará ahora por ley.

El cuadro de situación se complica aún más si se analiza a las víctimas.

Las personas afectadas por los despidos son, principalmente, aquellas mayores de 40 que deben salir a buscar trabajo en un mercado que no valora precisamente la experiencia. En tanto, los más jóvenes difícilmente hayan conocido otro régimen laboral que no sea el de contrato temporario, vínculo transitorio que fue disimulado por una década de continuidad y que terminó no solo abruptamente, sino en muchos casos, en forma humillante. La ley argentina previó estas situaciones y por eso le otorgó a las personas trabajadoras una protección a la brutalidad patronal: a la salida, se paga. Eso es justamente lo que quiere evitarse ahora cuando desde el gobierno denuncian “la industria del juicio”. Que lo ilegalmente soportado por necesidad no tenga nunca ningún horizonte de reparación.

¿Game over?

La historia argentina  nos enseña que dos más dos no siempre es cuatro.

Cuando está en juego la vida de las personas no hay pronósticos ni victorias fáciles.

Si el trabajo fuera un juego, este “nivel crisis” ya fue jugado.

En los 90, en el neoliberalismo y a escala global.

Fue promocionado con la creativa literatura que siempre acompaña a estos procesos que anuncian lo inevitable y su best seller fue editado en 1995: El fin del trabajo, de Jeremy Rifkin, quien gozó de mucha difusión para divulgar lo que parecía una muerte anunciada. En Argentina, en particular, sonó como un slogan para justificar las políticas de atropello. Algo así como “no soy yo, es el mundo” que se necesitaba para bendecir las leyes que precarizaron el trabajo y, en particular, parieron el nacimiento de un nuevo actor social ciego, sordo, mudo e invisible, al carecer de identidad política, sindical, legal, productiva y social: el monotributista.

Hoy la situación es otra.

No es casual que el último libro de Rifkin, publicado en 2014 – cuyo intricado título en español es  La sociedad de coste marginal cero– no haya tenido la misma difusión: ya veremos por qué.

Cuadro de situación

En Brasil ya es legal que todas las personas trabajadoras soporten la falta de derechos de los monotributistas. Aquí se prepara el debate parlamentario para después de las elecciones de octubre. Los argumentos parecen idénticos a los ya escuchados en otras décadas, pero esa similitud confunde. Nada pasa igual dos veces y el panorama mundial actual es mucho más claro: se ve con nitidez qué oscureció.

No es un juego de palabras.

Así como hablamos de salario “en blanco” y trabajo “en negro”, así hay que mirar el panorama laboral actual: bajo los términos de luz y oscuridad.

No son metáforas.

Son indicadores de aquello que el poder hace ver y oculta.

En palabras del científico Miguel Benasayag lo que podemos ver ahora es la siguiente postal panorámica:

“En el mundo se crea trabajo, en los países centrales o los países periféricos más próximos a esa centralidad, como es la Argentina, se crea trabajo hacia la tercerización, especialmente de los servicios. Y se deriva el trabajo fabril hacia China y la India. Estamos hablando de donde viven dos tercios de la humanidad, donde están los esclavos que producen sin ninguna protección laboral. La desaparición del ‘trabajo’ es la desaparición de toda regla de protección del trabajo”.

“En países como China, India, y otros de Asia, millones y millones trabajan como esclavos para producir mierda. Por eso con lo del fin del trabajo hay que tener cuidado: es cierto que hubo crisis en zonas del planeta protegidas, donde las luchas sociales lograron conquistas que protegían al trabajador, donde el costo del trabajo es muy pesado para los capitalistas, pero hoy tenemos que tener en cuenta que el capitalismo mutó y que al capital financiero que nos gobierna no le importa nada producir, y menos producir bien, cosas buenas, de calidad, y con obreros bien pagos. Todo eso para el capital financiero es una aberración. Lo que está terminando, entonces es el trabajo tal como lo conocimos en una parte del mundo”.

“El comunismo chino o vietnamita o el nacionalismo indio, son regímenes que han fracasado en proteger a sus trabajadores y eso es un hecho histórico. Esos trabajadores viven mayoritariamente en condiciones de horror, produciendo zapatillas o coches, o lo que sea. En los países donde se desarrollaron luchas y cohabitaron con regímenes democrático-burgueses, hubo avances para los trabajadores, pero en los países donde se hicieron revoluciones en nombre del proletariado, con burocracias y vanguardias que tomaron el poder y que se convirtieron en zares o en mandarines, se reprodujo el orden feudal”.

“El derrumbe del trabajo en esta parte del mundo, con la desarticulación que conocemos, hace emerger otro factor importante: la desaparición de la clase media. ¿Y qué pasa ahí? La clase media es portadora de paz: la paz social depende de la clase media, en el sentido de que emplea y da de comer a un montón de gente. Las pyme son de la clase media y son las mayores generadoras de trabajo en términos relativos y absolutos. Y esto vale para Francia, Estados Unidos, Alemania, Canadá, Argentina, etc. La clase media precisa de la paz social (no por ideología sino porque la necesita para comerciar, vender, producir). La de saparición de la clase media empujada por el vértigo del capital financiero en esos países, aumenta la pobreza, y genera una disparidad descomunal de ingresos, con una acumulación de riqueza impensable”.

“Sin embargo, dos tercios de la humanidad viven en situación de esclavitud laboral y para ellos eso no es nada. Es un asunto grave en los países centrales de Occidente y de la periferia, donde se debate cómo conservar un cierto nivel de vida y de consumo. Toca a muchos millones de personas, pero a la vez, mirando el mundo total, es una cantidad mínima”.

En Argentina esa tendencia se está consolidando ahora mismo: el 51% del empleo registrado en el sector privado es monotributista. La proporción es mayor en el Estado. No llamamos todavía a ese tipo de trabajo “esclavitud laboral”, pero refleja el mismo fenómeno: convivimos con dos formas de ser trabajador.

No es un síntoma de esquizofrenia, sino un desafío político: cualquier análisis debe contemplar que no hay ya una sola forma de ser trabajador, ni acá ni en el mundo.

Si fuera un juego, digamos que se complicó.

La salida menos pensada

¿Soluciones? Dirá Benasayag: “Abono a la idea de dejar de pensar soluciones. Las soluciones traen brutalidad o estupidez. Las soluciones hay que hacerlas. Hay que tener mucho cuidado con esas consignas que son de desesperación política y no tienen nada que ver ni con el reparto ni con la justicia social. Son soluciones de desesperación porque estamos en un momento muy especial donde ni los individuos ni los grupos pueden pensar la globalidad. Si uno la piensa, se deprime o se mata, o se vuelve un egoísta contumaz. Creo, sí, que hay que capitalizar la experiencia”.

Dirá: “Estamos en una época donde hay que tener el coraje de asumir que no sabemos lo que va a pasar, de pensar conceptualmente en la globalidad. Y el capital tampoco sabe qué hacer con la globalidad: es un accidente histórico que devino solo, que se le escapó al capital, que transformó el capitalismo en capitalismo financiero, con el impacto de la tecnología avanzada. No hay ninguna medida que por sí sola sea ‘la’ medida, y que empiece una marcha hacia la salida. Lo único que empieza esa marcha son experiencias concretas de solidaridad diferente, de consumo diferente, de sociabilidad diferente. Lo que hay que hacer son desarrollos a nivel cooperativo”

En este punto central coincide el Rifkin de hoy:

Estamos en un proceso de cambio en el modelo económico por el propio desarrollo del capitalismo. Dentro de 35 años, las cosas serán completamente diferentes. Es muy posible que el capitalismo ya no sea el modelo hegemónico y que tenga que cohabitar con otro sistema. El capitalismo convivirá con la economía colaborativa”.

“Hay también un cambio de mentalidad, sobre todo en los jóvenes. Se han acostumbrado a compartir. No buscan tener un coche, sino poder moverse de un sitio a otro. Les gusta viajar, pero no necesitan grandes hoteles, sino sitios baratos donde quedarse. Escuchan música, pero no necesitan ninguna estantería llena de discos. Igual que en el siglo 19 los obreros se movilizaron contra los grandes capitalistas que los empobrecieron, estoy seguro de que miles de millones de personas no se van a dejar doblegar por las grandes corporaciones”.

Queda claro entonces que para el devenir del brutal proceso que se ha puesto en marcha el principal enemigo es quien hoy puede verse en nuestra tapa: un obrero de la fábrica autogestionada

Acoplados al Oeste, cooperativa que recuperó 120 puestos de trabajo, logró producir durante un año y con dignidad y que le otorgaran esa expropiación que la gobernadora María Eugenia Vidal vetó, ordenando el desalojo que hoy –a cinco meses de ese atropello- los encuentra en la puerta, reclamando lo que, pese a todo,construyeron.

Hay que ir hasta esa ruta de los bordes de Merlo para ver la luz que puede conjurar el tenebroso augurio de futuro siniestro: todos los autos y colectivos que por allí pasan los aplauden.

 

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