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Sin patrones: malnutrición y cuerpos disidentes

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El trastorno alimentario es una de las principales patologías argentinas. De la anorexia a la obesidad, pasando por la sexualidad y el feminismo, ¿cómo sacudirse los mandatos? El derecho a la salud. Qué es lo sano, lo enfermo, y la violencia contra el cuerpo. Por Elisa Corzo.
Aramis tenía entonces 16 años. Era un día de calor, tan húmedo y agobiante como pueden ser los veranos en Berisso. Él evitaba la pileta, pero esa vez los amigos le insistieron y quiso probar suerte. En el camino a la revisación médica su cabeza era masacrada por la convicción de que le sobraba carne para estar ahí. De repente, se cruzó con un amigo del hermano, el típico lindo, atlético y ganador. Lo miró de arriba a abajo, y dijo una frase que lo marcaría para (casi) siempre: “Miralo, se parece a una campana”.
“Esas palabras me causaron una cicatriz que de vez en cuando se resquebraja, y se llama anorexia”, escribió Aramis Lascano muchos años después en la revista platense Otro viento. Allí y por primera vez en su vida pudo hacer público lo que vivió en los años siguientes, cuando llegó a pesar 47 kilos tras un año y medio de saltear comidas y hacer mucho deporte.
Su historia no es un caso aislado: la Asociación de Lucha contra la Bulimia y la Anorexia (ALUBA) dio a conocer los estudios internacionales de Mervat Nasser, según los cuales en Argentina el 29% de la población sufre algún tipo de trastorno alimentario. El estudio ubicó a nuestro país en el segundo lugar con más casos después de Japón. Los datos locales fueron aportados ALUBA y su titular, Mabel Bello, aclara a MU que surgieron de encuestas realizadas en escuelas secundarias.
Aramis hoy tiene hoy 27 años, es abogadx y activista LGBTI, y trabaja junto a travestis y trans de La Plata. Le cuesta reconstruir algunos hechos de sus tiempos flacos, pero sí detecta con claridad algunos factores desencadenantes: el cambio de la escuela pública a la privada, el no sentirse cómodo en ese ambiente “cheto y discriminatorio”, una familia muy atravesada por el machismo, y la adolescencia misma: “Yo era gordo y en ese momento, que me consideraba heterosexual, sentía que no podía generar atracción hacia ninguna mujer”.
El click llegó tras una reunión de trabajo con dos compañeras de militancia. En un momento de la conversación, una de ellas reveló: “Yo fui anoréxica”.
La otra le responde: “Yo también”.
Y Aramis: “Yo también”.
Lo más importante, dice Aramis, es “salir del silenciamiento”.

Modelos de salud

María Teresa Panzitta es psicóloga, danzaterapeuta, docente e investigadora. Coordina el servicio de Trastorno Alimentario (T.A.) y Obesidad del Hospital municipal Durand.
Panzitta explica que el trastorno alimenticio se desata en la adolescencia y cada vez a edades más tempranas. Así lo confirma el estudio realizado en 2014 por la Facultad de Psicología de la UBA y coordinado por la Dra Guillermina Rutsztein, entre más de 1.000 jóvenes de entre 13 y 19 años de Capital Federal y Gran Buenos Aires. El mismo estima que casi el 10% de las chicas y el 1,6% de los chicos sufren algún Trastorno Alimentario No Específico (TANE).
La especialista aclara que la irrupción del trastorno tiene que ver con el despertar sexual, que pone en primer plano la mirada del otrx. También hay una psicopatología de base y condiciones culturales que van preparando el terreno.
Entre estas últimas apunta a los cánones de belleza y cuerpo. Sobre las mujeres, dice, recae el mandato de ser atractiva, que en nuestra sociedad es sinónimo de ser delgada. Como contracara, se construye la idea de “que ser gorda es ser desagradable”, asegura Panzitta. Los estereotipos también recaen sobre los varones aunque mayormente como “vigorexia, que es la obsesión por tener mucha masa muscular, de ser fibroso, pero no gordo”.
Maximiliano Luna, jefe de Salud Mental en el Hospital Fernández, aporta su mirada desde la psiquiatría: explica que la bulimia y la anorexia hablan de una “falla primaria en la configuración de la identidad, donde no se pudo construir un sujeto de deseo que pueda armar su vida en relación a su cuerpo, y entonces lo niega”.
Por su parte, Mabel Bello, titular de ALUBA, también psiquiatra, hace hincapié en que se trata de “patologías sociales”, que se originan al haber fallas en la comunicación y, en consecuencia, en los encuentros sociales. Ese fracaso, detalla, lleva a que la persona dirija su energía al ideal de ser flaco como garantía de éxito social.
Lxs tres especialistas subrayan la importancia del trabajo en equipo, coordinado e interdisciplinario para responder a una problemática asimismo compleja. En ese sentido, el Durand tiene un servicio modelo: se sostiene desde hace más de 30 años, produce investigaciones y organiza congresos específicos.
Además del diagnóstico, el tratamiento que proponen es individual, grupal e incluye al grupo familiar. Hay talleres de danza para trabajar la percepción del cuerpo y talleres de sensorialidad para distinguir el hambre de la saciedad y recuperar el vínculo alimentario.
Panzitta aclara que si bien la bulimia y la anorexia no son problemas con la comida, sí se expresan en ella. Por eso, insiste en la importancia de cuidar el vínculo alimentario desde la niñez. Al hablar de la “no dieta”, perspectiva desde la que trabajan, dice: “El trastorno alimentario siempre empieza con una dieta”, sentencia. “Al niño no le tenés que generar la sensación de que tiene que estar a dieta porque está gordo. Estar a dieta no es tener que adelgazar”.
Por su parte, Bello describe que buscan trabajar con un enfoque social: “No es solo enseñar a comer, sino que lo difícil es re-socializar porque de lo contrio, en la siguiente frustración en el encuentro social, van a volver a la patología alimentaria. Por eso hacemos mucho énfasis en los encuentros, en bailes, teatro. Y hay talleres de entrenamiento con las familias para que sepan cómo ayudar”.
Este tipo de abordajes supone “un gran desafío para el sistema público de salud”, plantea Maximiliano Luna. La complejidad de la patología lo demanda: “Un hospital no puede funcionar con gente ad honorem y eso pasa en los hospitales de la Ciudad”, apunta. En efecto, el servicio de Trastorno Alimentario del Hospital Fernández que él integraba se disolvió el año pasado por esa causa.
Pese a los problemas, en los hospitales públicos hay equipos que abordan la cuestión interdisciplinariamente, a diferencia de los hospitales privados. “Para acceder a un tratamiento hay una cuestión burocrática muy compleja. Hay una admisión, un cupo de sesiones y no se trabaja en equipo, se trabaja con una cartilla”.
Bello, que también tiene una gran trayectoria en el sistema público (desde 1983 dirigió el servicio de salud mental del Hospital Udaondo) también es crítica sobre la respuesta de los gobiernos. Para ella “hay un prejuicio que aún perdura de que es una enfermedad de la raza blanca y de la clase alta. Y eso no es así. Nosotros hicimos un trabajo en la villa La Cava y encontramos una cantidad enorme de chicas con bulimia y anorexia. En las clases menos favorecidas la ilusión de triunfar a través del cuerpo predispone mas fácilmente a la patología. En el Estado no se le da la importancia que tiene. Son patologías un poco misteriosas, otro poco vergonzantes, de las que no se habla mucho, pero causan estragos en chicos que debieran crecer con seguridad”.

El sistema en el cuerpo

La ley 26.396 declara de interés nacional la prevención y control de los Trastornos Alimentarios. En los medios, circuló como `la ley de la obesidad´ y fue impulsada por el médico y empresario mediático Alberto Cormillot. Fue aprobada y promulgada en 2008, pero nunca reglamentada. Para Mabel Bello es un dato del desinterés de los gobiernos en el asunto.
El otro aspecto crucial es el rol de una industria alimentaria que culpabiliza a los consumidores mientras vende productos y bebidas que rellenan y enferman con químicos, saborizantes, colorantes y aditivos que recubren lo esencial: grasa, sal y azúcar, todo de baja o nula calidad nutricional. La obesidad es solo la manifestación más visible de los efectos de la mala alimentación (MU 129: Súper trampa).
En tanto, el análisis de la normativa permite dar cuenta de los discursos que circulan socialmente en torno a la temática. Por ejemplo, ya la definición de Trastorno Alimentario deja bastante tela para cortar. En su artículo 2º, la ley señala que se debe entender a “la obesidad, a la bulimia y a la anorexia nerviosa” como enfermedades relacionadas con “inadecuadas formas de ingesta alimenticia”. Esto deriva en que las intervenciones que plantea se acoten a promover estilos de vida y de alimentación saludables, a incluir los tratamientos en las prestaciones de las obras sociales o a regular ciertos nichos del mercado/publicidad.
Nicolás Cuello y Laura Contreras se autoproclaman “activistas gordxs”, definiendo así una militancia que reivindica y parte de la politización de sus trayectorias bio-clínico-políticas. Ellxs dedican un capítulo del libro Cuerpos sin patrones a denunciar lo que enmascara una ley que patologiza los cuerpos gordxs siguiendo las prerrogativas de organismos internacionales como la FAO (Organización de Alimentación y Cultura Alimentaria de la ONU) y la OMS (Organización Mundial de la Salud).
Disparan: “Lo curioso es que al mismo tiempo que se define y ataca a la gordura como una enfermedad por sí misma, la propia corporación médica-farmacológica tiene serias dificultades a la hora de señalar algo básico: las causas de la presunta enfermedad y su tratamiento”. La patologización abstrae a la gordura de cualquier complejidad social e invisibiliza a un “sistema neoliberal de producción y control de cuerpos/subjetividades”, dicen en el libro, que establece parámetros de normalidad y patologiza corporalidades que señala como “impropias”, “inadecuadas”, “descalificadas”.
Otras claves que proponen para la lectura crítica de la Ley son: la culpabilización de las personas gordas, la asimilación de lo “saludable” como aquello “no engordante”, el silenciamiento de la discriminación, y la equiparación de experiencias singulares y complejas como la bulimia, la anorexia y la obesidad. En ese marco, denuncian “la fuerte carga moral y discriminatoria del discurso médico” que se materializa en la ley, así como “los intereses comerciales de quienes lucran con la venta de tratamientos y productos adelgazantes, tengan o no aval médico”.
Laura y Nicolás declaran: “Nosotrxs queremos hablar de diversidad corporal y discutimos esa ficción de cuerpo normal/saludable que es delgado/atlético y fibroso, y que representa únicamente dos extremos desviados: gordura y anorexia. Como desde hace décadas movimientos de la diversidad funcional, feministas, lesbianas, trans e intersexuales, ponemos en cuestión el modelo paternalista de la medicina y su jurisdicción absoluta sobre los cuerpos de lxs pacientes/padecientes”.
Así, la propuesta no pasa por el discurso de la aceptación, del llamado a no discriminar, a quererse a unx mismo, sino que busca provocar una “revuelta de los cuerpos gordos contra la policía de la normalidad corporal”.

Recetas feministas

Florencia tiene 21 años, vive Avellaneda y estudia Comunicación en la UBA. En el verano de 2017 comenzó un tratamiento por bulimia. Con su pañuelo verde atado a la mochila, relata: “De chica era muy gorda, luego bajé mucho de peso. Durante seis meses comía una o dos veces por día, y andaba a las corridas, porque trabajaba en Mc Donald’s. Mi alimentación era horrible: comida chatarra. Y los comentarios no eran ‘che, ¿estás comiendo?, ¿comés verduras, leche, nutrientes?’. Me decían: ‘Estás re linda, estás re flaca’. Y ahí te das cuenta que ser flaco está bien visto, aunque te estés alimentando muy mal”.
Para Florencia la bulimia y la anorexia son enfermedades sociales. Cando bajó de peso a la mitad, de golpe, nadie se asustó: “Si es al revés, y acá a enero engordo el doble, la gente se preocuparía. Me pasó: cuando empecé a engordar sentí el contraste de ser o no flaca. Y empecé con la bulimia”.
Parafrasea a Señorita Bimbo -actriz y comediante-: “El amor propio no alcanza para enfrentarte a la sociedad y decir me quiero así como soy. Porque constantemente te sentís excluida. ¡No está bueno ser gorda!, aunque estés sana. Te dicen: ‘sos linda, pero si fueras flaca serías hermosa’”.
Cuando la familia de Florencia descubrió que tenía bulimia, acordaron iniciar un un tratamiento en ALUBA que abandonó al poco tiempo. Le daba culpa que su mamá gastase allí casi todo el sueldo. La modalidad de internación le dificultaba cursar y no se sentía cómoda con las reglas del lugar. Entonces, acudió a la clínica de su obra social donde consigue turnos con los distintos especialistas cada tres semanas. Florencia admite que ese tratamiento le ayuda, pero “porque no llegué, todavía, a un punto tan grave”.
Otro factor que la ayudó a salir fue la facultad. “Me interesé más en conocer otras cosas, estudiar y leer. Mi cuerpo y el cómo me ven pasó a un segundo plano: se trata de ver a qué le das importancia”. Su relación con el feminismo también fue clave: “El feminismo te cura un montón de cosas sobre vos misma. Te dejás de odiar. Yo pasé 20 años metiéndome en la cabeza que tengo que ser flaca y, cuando lo logré, poco más me muero en el intento de mantener ese peso. El feminismo va peleando con todas esas opresiones y apunta a que podamos decir ¿cuál hay si soy gorda?, ¿cuál hay si no me depilo?, ¿cuál hay si no soy la piba que querés que sea? Tiene que ver con una violencia capitalista: para ser perfecta tenés que gastar un montón de plata”.
Aramis Lescano también habla del “hermoso feminismo” como el que le dio herramientas y lxs compañerxs con lxs cuales deconstruir el género, la sexualidad y también, repensar la anorexia: “La anorexia me parece una cuestión de salud pero no sé si una enfermedad: me cuesta verla en el consultorio. La veo como parte de un sistema que disciplina cuerpos que están atravesados por un montón de vulnerabilidades: no es que a mí se me ocurrió dejar de comer de un día para el otro”.
Florencia comenzó su relación con el feminismo en 2015, cuando descubrió “un mundo nuevo”.
“Era de esas chicas que decían: ‘mirá lo que se puso, es re puta’. Nos educan para odiar a la otra pero, si nos unimos todas, somos más fuertes que cualquier Cacho Castaña. De a poco fui rompiendo esas cadenas invisibles. Es como dicen: el que no se mueve no siente sus cadenas, y yo no me daba cuenta de que estaba tan atada al sistema machista. Llevar a la práctica eso que ves en los carteles de las marchas es lo que termina siendo muy liberador”.

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