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Súper trampa: El nuevo libro de Soledad Barruti
Acaba de publicar Mala leche, libro que desnuda el sistema alimentario. Yogures, cereales, galletitas, bebidas y todo lo demás: una recorrida por el supermercado para descubrir apariencias, engaños y emboscadas del neuromarketing. El detrás de la escena: las fábricas de olores, sabores y químicos de una industria que no alimenta sino que rellena. Los efectos en la salud, especialmente en la niñez, cada vez más alejada de la comida de verdad. POR SERGIO CIANCAGLINI
Dominica es una dama sub-1 que observa serenamente a su mamá Soledad y hace lo suyo a fuerza de labios y cachetes: succiona la buena leche materna, en el mejor de los mundos.
Soledad es una periodista y escritora que este año logró el triplete vital.
-Compuso una higuera en el fondo de su casa, que ya está dando flores,
-Plantó en el mundo a Dominica el 19 de abril,
-Acaba de parir tremendo libro: Mala Leche. El supermercado como emboscada.
No conseguirá Soledad Barruti sponsors entre Nestlé, Coca Cola, Danone, La Serenísima, Tang, McDonald’s, Gatorade y cientos de empresas y marcas mencionadas en el libro en el que se lee que “la alimentación moderna es una industria pujante hecha por fabricantes de cosas que no son comida”, o que “el menú industrial es el primer obstáculo que debe sortear hoy un niño para llegar sano a la vejez”.
La investigación sobre la alimentación infantil se abrió a los laberintos de góndolas coloridas de los supermercados que Soledad recorrió con tenacidad y celular en modo lupa para intentar leer en los paquetes y envoltorios la letra chica de lo que nos tragamos.
¿Qué descubriste con esta investigación?
-El horror– responde Barruti a MU, como el coronel Kurtz de Marlon Brando en Apocalypse Now. Lo que el libro pone en juego no es una cuestión de consumo o de marketing, sino una grieta de las reales: la vida y la salud de un lado, la muerte y la enfermedad del otro.
Mala leche describe muchas cosas en 450 páginas, incluyendo cómo se capturan los sentidos y los deseos de esos seres naturalmente inmaduros y demandantes, a veces caprichosos y siempre ingenuos llamados “los adultos”.
Mentiras ultraprocesadas
La beba Dominica rankea entre las más serenas de la región. Mira todo con ojos muy abiertos asimilando lo que la rodea. Algo así le pasó a Soledad con su primer libro: Malcomidos. Cómo la industria alimentaria nos está matando, una crónica sobre los territorios, el sistema de monocultivo, los transgénicos, los animales (vacas, pollos, cerdos, pescados) sometidos a una maquinaria drogadependiente, y cómo esa industria afecta al ambiente y a la sociedad.
“Cuando terminé Malcomidos en 2013 –cuenta Soledad- me puse a revisar la alimentación de Benjamín”, dice sobre su primer hijo, que crió sola, quien entonces tenía 11 años. “Yo pensaba que hacía todo bien. Decía: ‘No le compro el jugo azul para ir al cole sino el de manzana, que es más sano’. Buscaba qué galletitas eran mejores, porque creía que eran distintas. Y comía con Benjamín patitas de pollo con ensalada y jugos sintéticos. Pero empecé a investigar, a entender lo que nos venden, y no lo podía creer”.
¿Por qué? “Porque el jugo de pera, con sabor, color y olor a pera, no tiene pera en ningún lado. Tiene agua, 48 gramos de azúcar, colorantes, conservantes, antioxidantes,10 ó 5 por ciento de alguna fruta que en general no es la que se anuncia en la etiqueta, pero con saborizantes para que parezca esa fruta. Es un espejismo y vos te lo creés”, explica Soledad con aire perplejo.
“Las patitas de pollo son maíz y vísceras más los aditivos y conservantes. Las hamburguesas de carne tienen más soja que carne, además de todos los químicos. Las galletitas tienen cientos de variedades pero son todas harina, sal mezclada con azúcar para lograr sabores extremos, aceites y más saborizantes, colorantes y aromatizantes. Pero digo: ¿vos le pondrías a algo 23 cucharadas de azúcar? Es el triple de lo admitido por la Organización Mundial de la Salud. Eso lo hacen con estos productos sobre todo para atrapar a los niños desde bien tiernitos, sabiendo que el 75% de las compras del hogar se hacen pensando en los chicos”. Saldo: hoy, a los 8 años de edad, un niño ya ingirió más azúcar que su abuelo de 80 años en toda su vida.
“Si hace pocos años la comida infantil era un tímido nicho –se lee en Mala leche- hoy es un negocio pujante. Ser querido, escuchado, atendido, es para un niño moderno tener leche chocolatada con galletitas a la mañana y patitas de pollo al mediodía, jugos azules o rojos en la escuela, un alfajor para el recreo, y cada tanto alguna que otra Cajita Feliz”.
Soledad deja que Dominica gatee por el piso investigando el mundo, y explica: “La dieta base de chicos y adultos está compuesta por alimentos de síntesis que son sustitutos de comidas. Se engaña la mente pero el cuerpo que no recibe alimento sino químicos. Las marcas están revestidas siempre de inocencia: la idea de que el malo es Monsanto y el bueno es Nestlé. Pero el detrás de la escena de lo que ves en el supermercado es bastante más perverso de lo que una se imagina. De ahí viene el título: la mala leche es la de las empresas con respecto a nosotros”.
Aclara Soledad: “No me desdigo de Malcomidos. A la carne, los pollos y el pescado hay que salvarlos y defenderlos para que se produzcan de modo sano. Pero no podemos confundirnos: los ultraprocesados no son comida de verdad y al no estar alimentándonos bien, las enfermedades detonan como bombas”.
Las bombas que detalla Mala leche: obesidad infantil (pandemia que ya afecta a 40 millones de niñxs en el mundo mientras Argentina tiene la tasa más alta del continente de obesos menores de 5 años), sobrepeso (disparador de otras 200 enfermedades), diabetes tipo 2 (aumenta en la región un 8% anual), hipertensión, hígado graso (afecta al 10% de los adolescentes), disfunciones hormonales (cada vez más niñas con menstruaciones precoces), daños cardiovasculares, diversos tipos de cáncer. Enfermedades que en algunos casos corresponden a ancianos, pero que ahora acorralan a la infancia. Diagnóstico de Soledad: “En lugar de alimentarnos estas empresas nos rellenan. Secuestran el paladar de chicos y grandes. Frente a eso nos comportamos como creyentes o como zombis en el supermercado”.
Neuromarketing de la grasa
La neurocientífica argentina Jimena Ricatti estudia los efectos de la manipulación sensorial sobre el gusto. Con ella recorrió Soledad un supermercado. El ejercicio: mirar las cajas de cereales con tigres, osos, promesas de fibra, vitaminas y bajo colesterol. Postrecitos, comida congelada, lácteos con dinosaurios y pastillas de colores. Sachets con siluetas de mujeres flacas con “nombres como mandatos: Ser, Activia, Regularis”. Jugos con combinaciones exóticas y contenidos inciertos, snaks en paquetes lustrosos.
Las galletitas “son el resultado del estudio de nuestros cinco sentidos. Más que generar placer lo que buscan es disparar una excitación irrefrenable” explica la científica en el libro “con una intensidad tal que pueden provocar adicción”. Muchas fueron diseñadas para crear el contraste entre las capas negras y más saladas de supuesto chocolate, y el relleno blanco extremadamente dulce: “Se llama contraste dinámico, un lindo sacudón a la mente”, explica Jimena.
La maniobra: el cerebro necesita glucosa para funcionar bien. Se encuentra en frutos secos, cereales, frutas, verduras, pero hoy se la consume en fideos, panes, galletas, jugos, yogures, productos con calorías vacías que deslumbran al cerebro generando dopamina, y vuelven al consumidor insaciable. Al azúcar le agregan grasa para multiplicar el efecto y generar un bienestar que es una trampa sensorial hecho de pizzas, chocolates y helados, por ejemplo. Soledad: “No estoy en contra de que alguien coma esas cosas o tome una bebida azucarada, el problema es cuando todo eso se transforma en la base de tu alimentación. Y si son los chicos es peor”.
El dispositivo industrial se nutre de neuromarketing, equipos de exploración biomédica redestinados a saber cómo puede resultar aún más sabroso el helado del próximo verano, cuántos chips de chocolate dan la sensación de muchos chips o cuál es el límite de grasa que hace que algo pase de irresistible a revulsivo”. Soledad cuenta que conectan a personas voluntarias a detectores de movimientos faciales, electrocardiogramas, encefalogramas y resonancias magnéticas para estudiar las reacciones. Un informe revela que agregaron naranja a los Cheetos cuando los electroencefalogramas develaron que “los dedos manchados daban una sensación de subversión vertiginosa”.
El consumo de productos ultraprocesados en la niñez, señala la neurocientífica Ricatti, causa una reducción en el coeficiente intelectual: “Se tratará de personas con menos posibilidad de poder elegir, menos libertad, más condicionamiento” y agrega que “el mejor modo de mantener a salvo a los niños de todo esto es intentar no exponerlos. Evitar que se topen con esta forma absurda de comer”.
El supermercado no lo hace sencillo. Soledad describe el sector de verdulería con “bananas duras como el plástico, zanahorias y tomates que parecen haber estado congelados una eternidad, lechugas chamuscadas, naranjas golpeadas, productos atemporales, casi sin sabor y regados con venenos”. El cerebro pasa de la psicodelia industrial a una verdulería no apta para depresivos. ¿Causas del contraste? “El supermercado gana tres veces más dinero vendiendo ultraprocesados que comida de verdad”.
Pegamento para lechugas
Otro hallazgo de Mala leche se produce con Emi Pechar, cocinera, estilista y encargada de la imagen visual de marcas como Nestlé, McDonald’s, Unilever & afines. Para que luzcan, los productos son acondicionados con un instrumental que Soledad define como hospitalario: tanzas, agujas, jeringas, pinzas, espátulas, pinceles, pastas, sprays: “Nada es improvisado –le cuenta Pechar a Soledad-. Si le tenés que sacar una foto al comestible puro, al natural, te querés matar”. Por eso le agregan chips a las galletitas, aceites brillantes, cristales para que los productos brillen y pegamento para dientes postizos para que “la lechuga quede firme y enrulada”, ilustra Pechar que además trabaja con empresas dedicadas a efectos especiales.
Su nuevo desafío son los videos para redes sociales como Instagram. Dice la cocinera estilista: “Hoy las marcas tienen su energía puesta en que las madres sientan que no son malas por darles a sus hijos un puré instantáneo con unas salchichas o un paquete de caramelos. La idea, en contra de tanta mala prensa que tiene esa comida, es ofrecerla como más libertad y juego para toda la familia”. Nuevamente el marketing, para disolver cualquier síntoma de pensamiento crítico sobre el contenido de una salchicha. Pechar reconoce ante Soledad su propia contradicción con respecto a sus hijos: “Te diría que no tendría que llevarles nada de todo esto que ves a tu alrededor” y “la comida de mis hijos es un desastre”. Mala leche detalla que a los 36 meses un bebé puede reconocer el logo de cien empresas, 400 a los 10 años y a los 12 habrá estado expuesto a 40.000 comerciales de productos alimenticios de los cuales el 85% promocionarán productos altos en grasa, azúcar y sal.
La fábrica del olor
Otro momento fuerte del libro es el viaje a Garín, a la International Flavors & Fragances (IFF), laboratorio que fabrica sabores y olores para los ultraprocesados.
Revela Mala leche: “Gracias a ese trabajo de adulteración de la realidad, la industria logra que una gaseosa parezca de ananá o naranja, que las galletitas de ‘avena’ no luzcan ni sepan idénticas a las de ‘chocolate’ –aunque estén hechas prácticamente de lo mismo-. La única experiencia real serán las sensaciones”. Por eso en IFF reconocen que hay miles de aromas a chocolate, o guardan frascos de químicos para adultos con olor a aceite de oliva, trufa negra, queso ahumado, notas de roble, todo elaborado en base a fórmulas secretas.
Mala leche enseña la cantidad de químicos y petroquímicos que logran esas sensaciones y sabores “idénticos al natural” con solventes, emulsionantes y conservantes. Para lograr el gusto a manzana de los juguitos, cuenta Soledad, se utilizan unos 50 químicos (acetatos, aceites, ácidos y demás) sumados al azúcar, estabilizantes, caramelo y absolutamente nada de manzana.
Esos aditivos están autorizados según un supuesto nivel de tolerancia. Pero el libro explica que nadie consume un solo aditivo sino muchos. Quienes transitan la niñez “tienen más tiempo de vida para acumular sustancias tóxicas en el organismo y desarrollar efectos adversos”.
Mala leche describe los colorantes y sus efectos en la hiperactividad de niñas y niños. O menciona estudios del Centro para la Ciencia del Interés Público de Estados Unidos que los relaciona con impurezas cancerígenas por tratarse de derivados del petróleo. “Investigaciones independientes han encontrado que los aromatizantes pueden contener benzofenona, eugenilo, éter metílico y mirceno. Todos compuestos cancerígenos, pero que nadie evalúa ni comunica en los rótulos”.
En la fábrica de olores y sabores le muestran a Soledad éxitos como las Lays con sabor a asado, los Dorito- barbacoa, los Cheetos- Pizza.
Otro dato que comentan en IFF: el testeo de los productos se hace con chicos en escuelas, revelación y negocio sobre el cual alguna vez alguna persona con sabor a autoridad tendría que tener la gentileza de rendir cuentas.
Pedófilos + gimnastas
¿Qué ocurre en otros países? Soledad viajó a conocer la lógica del modelo en la región. En México la explosión de ultraprocesados y bebidas azucaradas en la dieta está en la base de unas 80.000 muertes anuales por diabetes (más que las producidas por el narco), y 75.000 amputaciones también por año. Recorrió el Amazonas y descubrió que el porcentaje de brasileñas pobres con obesidad subió del 12 al 40% en 30 años.
En Chile -30% de población con obesidad y la mitad de los niños con sobrepeso- se promulgó una ley que advierte sobre el contenido de ultraprocesados gracias a la cual el 80% de los consumidores dejó de adquirir productos “altos” en azúcar. Además, se obligó a cambiar el packaging de los productos destinados a la niñez para dejar de relacionarlos con caricaturas o con superhéroes. El senador que promovió la ley, Guido Girardi, definió a las empresas como “los pedófilos del siglo 21” y el tema quedó planteado como una cuestión de derechos humanos de la niñez.
“La situación de la comida es como la del cigarrillo en los 70”, razona Soledad. “La dieta es absolutamente dañina y la industria lo sabe, como lo sabían las tabacaleras. Ponen un montón de dinero para ocultarlo, para generar confusión y desviadores de la atención, como decir que el problema es que lo que falta es ejercicio físico”.
¿No es un problema la falta de ejercicio? “Claro, pero la industria alimentaria hace que un problema sistémico y colectivo, parezca individual. Ningún ejercicio físico puede contrarrestar la mala alimentación. Es un absurdo. Para eliminar una gaseosa un niño debería correr dos horas. Y si comió cualquier snack tiene que pasarse el día corriendo o levantando pesas. Pero ahí se ve la mala intención: que no seamos críticos y autónomos sobre lo que comemos, sino que salgamos a hacer gimnasia. Es una máquina de adormecimiento de la voluntad de las personas. Hace falta más información. Estamos comiendo publicidad”.
Biología y tetas
“Hay una industria que vive de que desconfíes de tu cuerpo como máquina perfecta para alimentar a tu hijo”, plantea Soledad, con fastidio, mirando de reojo a Dominica: “Me da furia. Aparecen en la tele esos médicos que son como los de Los Simpson. Y les creés. Pero te intervienen la vida en nombre de un negocio. Nos patologizaron. Una no duda de que el riñón va a funcionar, pero dudamos de nuestras tetas. ¿Por qué? Porque la industria y los expertos te hacen desconfiar de tu cuerpo. Me pasó con mi primer hijo: que no te alcanza la leche, que necesitás ayuda, que estás un poco pasada, y ante esa psicosis ya en muchas clínicas lo primero que le enchufan al bebé es una mamadera con leche de fórmula”.
Por eso cree Soledad que la leche representa una ideología alimentaria que nos acompaña toda la vida, más allá de los debates actuales sobre las enfermedades que podría estar generando. “Si tu primer alimento puede ser hecho por la industria alimentaria, imagínate todo lo demás. Si puede imitar la leche humana ¿cómo no va a poder hacer galletitas? Y no: la industria no sabe hacer la galletitas, ni puede reemplazar a la leche humana”. El libro plantea que en el país solo amamantan durante seis meses el 38% de las madres.
La cuestión llevó a Soledad a dar un giro completo a su investigación: “Como la humanidad no come lo que necesita para estar alimentada, empezando por la lactancia, se rompe una matriz interna que es nuestra microbiota: miles de millones de bacterias que tenemos en el cuerpo y principalmente en los intestinos, que se consideran un súper órgano que regula en un 70% nuestro sistema inmunológico y también el psíquico, el emocional, la salud. La ciencia está apuntando a esa cuestión, como si fuésemos un ecosistema. Esas bacterias necesitan los alimentos que acompañaron a la humanidad siempre. Pero al alejarnos de la comida de verdad, se erosiona la microbiota y nos deja expuestos al estallido de enfermedades extrañas e inusuales: cánceres, celiaquía, diabetes, esclerosis, tiroiditis, cantidad de problemas que cada vez más se estudian desde la microbiología. Las investigaciones todavía no son concluyentes, pero van en esa dirección”.
La ecuación: alimentación artificial, menos nutrientes, colonias de microorganismos que desaparecen del cuerpo, debilidad, cansancio, enfermedad, y la necesidad de remedios y tratamientos que provee el mercado siempre tarde, muchas veces mal.
Soledad: “Pensar desde la microbiología es una revolución de las ideas. Es encontrar el reflejo interno de lo que está pasando afuera. Pero ese universo que llevamos en el cuerpo es un sistema de convivencia, cooperación, colaboración, de interrelación horizontal, de fusiones y simbiosis que nos convirtió en humanos. No de guerra, darwinismo, o individualismo. Nuestro propio funcionamiento corporal nos muestra otro paradigma para pensar la vida. Pero a la vez, si no alimentamos ese sistema microbiano, si rompemos nuestra propia diversidad biológica comiendo siempre esta no-dieta, salta el alerta mundial y el temor de que las nuevas generaciones vivan menos y peor. No por escasez de alimentos sino por malnutrición”.
¿Y las historias de enfermedades masivas previas a la industria alimentaria? “Eso tuvo que ver con las colonias, el comercio de ultramar, el apropiamiento de tierras, el sometimiento de pueblos, el nacimiento del capitalismo. Cuando los pueblos están en sus territorios y con su cultura, cambian totalmente la alimentación y la salud”.
Dónde está el futuro
Si pienso cuál es el problema, la hipótesis y la solución que plantea el libro, no hay mucha vuelta: estamos comiendo sustitutos de comida, volvamos a comer comida de verdad”, dice Soledad, quien postula que una dificultad es la confusión, definida como la principal arma de destrucción masiva de la actualidad: “La posverdad, la autoverdad, la publicidad y las ilusiones ópticas. Nos creemos que el agronegocio está en el campo, pero toda la industria es agronegocio: Coca Cola tanto como Syngenta o Monsanto. El problema es que estamos entregando nuestro poder de mando, nuestra capacidad de negarnos a que las cosas sean así, y a creerles”.
Soledad impulsa la legalización del aborto (como las acciones de Las Criadas en las que participó con Dominica), en plena marea verde: “No es otro tema. Las mujeres somos violentadas por una industria médico-alimentaria que es un sistema de control de nuestros cuerpos, que impide también que podamos tener acceso al aborto seguro, legal y gratuito. Otra vez, se trata de no entregar ese poder”.
¿Cómo recuperar el poder de mando? “Es difícil pelear contra todo el sistema, por eso no propongo librar una batalla individual y solitaria sino volverla colectiva, compartir información, juntarnos. En el caso de la alimentación, dejar de ser consumidores aislados que esperan que les digan lo que deben hacer, o esperando que el mercado sea piadoso. Lo que tenemos que recuperar es nuestra autonomía, nuestra libertad”.
¿Qué significa la autonomía?
Lo que nos va a salvar, porque es la capacidad de gestión y organización del tiempo, espacio y recursos. Todas las personas tenemos esa capacidad, pero la estamos entregando a industrias, estados y expertos. Las personas solas no pueden, pero sí pueden en comunidad. Hasta en la mesa se ve: el mantelito es individual. La mesa y la comida se destruyen con la industria alimentaria, entonces hay que hacer al revés. Dicen que no hay tiempo, pero eso también es algo de lo que te convencen. El tiempo para prepararte algo, para comer, para reconstruir lazos, existe: lo tenés que buscar.
Sostiene Soledad que en sus viajes ha visto cantidad de experiencias y movimientos que recuperan las producciones sanas, alimentos “y la capacidad de volver a creer en que las personas nos den de comer, y no las empresas. Los organismos internacionales están reconociendo que la industria alimentaria no nos dio de comer. Ya falló. Pero el libro me ha hecho recordar que no sólo podemos y debemos salir del supermercado para refundar el sistema alimentario, sino que estamos en un continente del que salió la mejor comida del mundo. Con territorios que hay que recuperar para la producción sana. Con grandes movimientos indígenas, campesinos, de cultura y soberanía alimentaria, de producción agroecológica. Para mí, Latinoamérica es el futuro de la comida”.
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