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Ocupar, resistir, ser: Hotel Gondolín
Quisieron desalojarlas y resistieron a patotas y allanamientos. Hoy las propias inquilinas trans organizadas en una asociación civil gestionan un edificio de tres plantas De las denuncias de los vecinos a una convivencia armónica en Villa Crespo. De las historias de persecución en Salta a una Buenos Aires más libre. De la prostitución, a la educación y la autogestión: historia y presente de un hotel único en el mundo. Por María Del Carmen Varela.
Una sirena de enormes pestañas, de larga y espesa cabellera verde y amarilla, moños, flores y corazones irrumpe en el azul marino que adorna la fachada de un edificio de tres plantas al 900 de la calle Aráoz, en el barrio porteño de Villa Crespo. Está sentada en una especie de nube blanca y tiene dos dedos apoyados sobre su boca rosada. “La pintó una chica que es artista y vive acá, Cinthia Laguna”, nos cuenta Yoko mientras posa para la foto, pegada a la sirena. En la puerta de entrada hay dos siluetas femeninas pintadas en fucsia y dos palabras que le imprimen identidad a este lugar: “Soy trans”. Estamos en el Hotel Gondolín, un sitio que recibe, abraza y contiene a decenas de chicas trans y travestis que buscan un lugar donde vivir y sentirse en casa. Es un espacio emblemático de autogestión trava, experiencia que no registra otra de estas características en ninguna parte del mundo.
Una vez atravesado el pasillo de entrada, hay un patio devenido en peluquería: están peinando a “la abuelita”, como llaman a la mujer trans de mayor edad en el Gondolín. A fuerza de cepillo y secador de pelo, sus cabellos van tomando el lacio deseado. Sobre la mesa, la pava eléctrica y una valija abierta, repleta de productos Avón.
reguntamos por Zoe, la presidenta de la Asociación Civil, figura legal que tomó el lugar y que pone formalidad a la organización de 47 mujeres trans que anidan en las 24 habitaciones que conforman el edificio de paredes azules. Zoe nos conduce a un cuarto con un cartel que dice “oficina”, en el primer piso; la sigue un perrito muy sociable, de un pelaje luminoso y collarcito con los colores de la bandera LGBTQ. Se suman Solange, Daiana, Luz y Naomi. Las historias de las chicas del Gondolín tienen mucho en común: todas son trans y travestis, han lidiado con la hostilidad y el rechazo de sus entornos, la persecución y violencia policial, el esfuerzo por conseguir un trabajo, y la incertidumbre de encontrar un lugar donde descansar tranquilas. Por eso el Gondolín es un refugio, una cama donde dormir, una mesa donde comer junto a otras compañeras, una habitación compartida en la que escuchan y son escuchadas. Un hogar.
Que el Gondolín se convirtiera en un lugar donde vivir es mérito de cada una de las chicas que lo recuperó de la negligencia de su anterior dueño y administrador, que pusieron el cuerpo y la decisión de defenderlo y sostenerlo. En el 96 un español era el tiular del inmueble y lo comercializaba como hotel familiar. De alquilar habitaciones a familias que muchas veces no podían pagar, pasó a alquilar en mayor proporción a trans y travestis en situación de prostitución y a cobrarles el doble, aprovechándose de que nadie quería alojarlas y que tenían dinero en efectivo asegurado. El hotel estaba descuidado, sucio, habitado por ratas y con riesgo de derrumbe y electrocución. Como la situación era insostenible, las inquilinas presentaron una denuncia ante la Municipalidad y la Dirección General Impositiva, como se denominaba a la AFIP en ese momento. Zoe: “Clausuraron el lugar con nosotras adentro. No teníamos luz, ni agua, nos cortaron todos los suministros, no sabíamos dónde ir a pagar las boletas, era todo nuevo para nosotras. Pedimos agua a los vecinos, nos arreglamos como pudimos. El dueño desapareció, luego vino el yerno con una patota a pretender sacarnos por la fuerza. No nos fuimos. Casi se incendia todo, éramos pocas pero estábamos dispuestas a quedarnos. También tuvimos un allanamiento por usurpación pero no cabía la usurpación porque nosotras no rompimos un candado y nos metimos sino que ya vivíamos acá, figurábamos en un libro de actas donde decía que nosotras alquilábamos”. Cuando el dueño volvió reclamando propiedad, las chicas lo ahuyentaron tirándole la basura que encontraron en los tachos y revoleando todo lo que tenían a mano. Huyó y ellas se hicieron cargo de lo necesario para restablecer las condiciones de habitabilidad. Llevó tiempo y esfuerzo, pero bien valieron para asegurar el techo.
En sus más de veinte años de autogestión, también hubo episodios de malestar y riñas con los vecinos que se quejaban del ejercicio de la prostitución en el interior del Gondolín, de la música en horas de dormir, clientes escandalosos y el alcohol y las drogas devastando cuerpos vulnerables. Hasta hubo un allanamiento para desbaratar una banda de proxenetas. Ellas prestaron atención a las quejas vecinales y fueron estableciendo reglas de convivencia. Distintas personas pasaron por la gestión del Gondolín. La actual lleva cinco años. Solange: “Desde que nos formamos como Asociación Civil sin fines de lucro cada una tiene su cargo como responsable de la asociación. Zoe es la presidenta, yo soy tesorera y también me encargo de la limpieza. Llevo más de diez años trabajando, he pasado por varias gestiones”. Cada una aporta un monto mínimo que fijan entre todas para solventar los gastos del edificio. No pueden ingresar hombres, a menos que vengan a realizar algún trabajo de mantenimiento o reparación.
A Zoe la llaman “tía”, por su trato cariñoso y contenedor hacia las demás. Como compañera y presidenta de la asociación, asume el cuidado de cada una de las chicas. Su principal consejo, convertido en acción política de la actual gestión administradora, es que las chicas estudien, que obtengan un oficio o profesión. No promueven la prostitución, pero en algunos casos es la única salida laboral; insisten y se ocupan de que haya cursos, talleres y capacitaciones, articulados con la Red Diversa, dependiente del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Muchas concurren al Bachillerato Mocha Celis y también hay chicas que estudian en la universidad. Un equipo del CENARESO, Hospital Especializado en Salud Mental y Adicciones, viene a tratar las problemáticas de consumo de drogas y dos veces por semana asiste un psicólogo. Zoe: “Nosotras fuimos a buscar los talleres porque siempre lo que hicieron fue acercarse para la foto, para una entrevista y nada más, se iban y se olvidaban del lugar, o venían y prometían cosas. Durante una semana daban talleres de peluquería, de bordado, manicuría, pedicuría y después desaparecían: por eso queremos que venga la gente y se comprometa como también nosotras nos comprometemos con ellos”.
Las reglas de convivencia las pautan entre todas. Luz habla con voz suave y segura: “Hacemos una reunión donde las debatimos. Somos una familia, podemos pelear como hermanas y después, a los dos días, estamos como si nada. Ahora nos estamos organizando para la Marcha del Orgullo. Organizamos cuestiones de limpieza, horarios, convivencia, vestimenta. Somos un grupo de chicas queriendo mejorar nuestra calidad de vida”.
Del norte volando
Como la mayoría de las chicas que habitan el Gondolín, Zoe llegó desde Salta. No es casual que la estadística marque esa tendencia: Salta es una provincia que persevera en una conducta expulsiva hacia las travestis y trans. “Hace más de 24 años que estoy acá. Llegué en los 90. Soy de Salta, allá la policía sigue persiguiendo a las chicas. Acá también te perseguían pero teníamos más posibilidades. Allá te llevaban presa, yo vine escapando de la policía. En Salta son ocho días presa, acá un par de horas. Antes la policía debía tener determinada cantidad de personas detenidas por noche: para ellos era más fácil salir a corrernos a nosotras que tener que ir a correr delincuentes. Antes no podíamos ni cruzar al supermercado porque nos estaban esperando afuera, durante el día no podías salir. Viví en otros lugares antes y estoy muy agradecida a este lugar que me recibió”.
La dirección del Gondolín circula de boca en boca entre las chicas trans y travestis en busca de un hogar. Muchas vienen de otras provincias, toman el micro, preguntan dónde queda Villa Crespo y van directamente a golpear la puerta del Hotel. Zoe: “Muchas se vienen a dedo, te tocan la puerta a la madrugada y no les podés decir que no hay lugar, más sabiendo que han viajado tanto. Tratamos de solucionarlo, le decimos ´bueno, pasá, dormí con alguien y mañana vemos qué solución te podemos dar´. La idea siempre es mejorar la vida de cada una con educación y salud”. Solange: “A todas las que tocaron la puerta se les dio un lugar. Algunas deciden irse y esos lugares los ocupan otras chicas. Pasó que se fue una chica y al toque vino otra, el espacio queda vacío y viene otra, hay una energía que las atrae justo cuando se desocupa un lugar”.
De mirada intensa y ojos bien delineados, Naomi cuenta que está muy contenta y agradecida de vivir en el Gondolín desde hace tres años, cuando llegó de Orán, Salta: “Me contacté gracias a una amiga, ella me trajo. Al principio yo tenía miedo por las cosas que se escuchaban pero ella me dijo que no era así. Vinimos juntas, me prestó plata, yo no tenía ni para el pasaje. Ella conocía a tía Zoe, ya habían hablado, y nos vinimos”.
La historia de Luz: “Hace cinco años que estoy acá. Una amiga me dijo que me viniera para Buenos Aires. Me puse a trabajar viernes, sábado y domingo, dejé una carta en mi casa diciendo que me venía para acá porque ya había cumplido los 18 años. Encontré otras posibilidades que en Salta no las encontrás porque es una provincia muy conservadora, atropella a las personas del colectivo: es una ciudad muy violenta, discriminadora, que te expulsa del sistema educativo, de salud, de trabajo, no tenés posibilidades de nada. Acá en Buenos Aires podés hacer cursos, ves a 20 maricas y te sentís cómoda. Yo estudio en el Bachillerato Mocha Celis. Nunca en mi vida había ido a un colegio donde sean todas lesbianas, gays, trans, personas no binarias, heteros. También hago radio de 20 a 22 en www.radiowicca.com, hablamos de la problemática del colectivo. Acá las puertas se te abren de par en par. Mi mamá me preguntaba ayer qué es una persona no binaria. Allá no se implementa la educación sexual”. Agrega Zoe: “Acá hay más información. Me pasó con una sobrina que vive en La Paternal. No sé si lo hacían para hacerme sentir cómoda, pero con los compañeritos de la escuela hablaban con la e. Era un cumpleaños de nenes de once años y todos hablaban con lenguaje inclusivo. Me hicieron sentir bien, si lo hicieron para eso, lo lograron”.
Daiana también es salteña. Hace un año y medio que vive en la calle Aráoz. Con entusiasmo cuenta: “Quería venir desde que tenía 16 años pero todas me decían que al Gondolín no, que si vas tenés que tener cuidado, que te roban, que te pegan, que las de Jujuy odian a las de Salta, que las tucumanas odian a las formoseñas. Yo estoy acá con una hermana del corazón, le dije que nos vayamos de Salta. Llegó el momento y nos vinimos a ver si había lugar y nos recibieron con los brazos abiertos. Nada que ver con lo que nos decían. De no tener a tus padres que te despierten para ir al trabajo a estar sola, cocinar, lavar tus cosas, es totalmente distinto. Yo vivía con mi familia y trabajaba en empresas de eventos, no se ganaba bien y decidí venirme para acá y tratar de buscar un futuro”.
Poco antes de terminar la charla, aparece una chica trans muy joven, de largos cabellos muy bien peinados, con las puntas teñidas de un color más claro, de impecable maquillaje, labios rosados y brillantes y vestido blanco de fiesta. Es Atenas y viene de Mendoza. Cuenta: “Hace un mes que estoy en el Gondolín. Estuve en situación de calle, no la estaba pasando bien, contacté a unas pibas de Casa Trans y vine acá. Me siento re cómoda, todavía no estoy estudiando, me faltan dos años y medio para terminar mi carrera, el profesorado en Arte Dramático en la Universidad Nacional de Cuyo. Quiero terminar y seguir estudiando. Me interesa capacitarme en plomería, seguir haciendo música, teatro, cosas que me gusten”. Atenas se ofrece de guía para mostrarnos los diferentes pisos y algunas habitaciones del hotel. Se siente a gusto posando y mirando a cámara, a veces con mirada desafiante, con el mentón hacia arriba, otras con sus ojos color café de espontánea inocencia.
Varias chicas bajan las escaleras con rapidez, se juntan alrededor de un par de bolsas negras de las que van sacando ropa. “Subo a probarme”, dice una de ellas y se lleva tres prendas. “Esta me gustó pero la quiero un poquito más escotada”, dice otra. Una de las dos vendedoras nos cuenta que hace casi veinte años que van al Gondolín a vender ropa: “Las chicas son muy simpáticas, muy buenas, venimos siempre y nos compran ropa”. Al rato llega Ana, una vecina del barrio que también las conoce desde que el lugar es autogestivo. Trae un carrito con pan con chicharrón que vende a $50 cada uno. “Conozco a Zoe desde que llegó casi. Le enseñé a mi hijo a respetarlas, son excelentes”. Se va y promete volver en media hora porque algunas le encargaron pan, pero sin chicharrón.
Zoe, Paola y Luz fueron invitadas al encuentro de agosto de Cotorras, el ciclo de los primeros jueves de cada mes en MU Trinchera Boutique. Allí las recibió la activista trans Marlene Wayar, quien vivió durante un tiempo en el Gondolín y colaboró arduamente con las presentaciones de denuncias que iniciaron una nueva etapa en el hotel. Con estas palabras las abrazó Marlene: “Las travas, las trans, las personas no binaries, las tortas, las mariquitas, estamos desde la infancia con un mundo que no nos habla, en donde no nos encontramos, no hay una Caperucita Roja trava, no hay un lobo no binarie, no hay un payaso Plin Plin que sea torta. No nos encontramos hasta que nos podemos hallar en los márgenes a donde nos expulsan y podemos hacer nuestras propias comunidades, como las cotorras. Somos gregarias y hacemos nidos colectivos donde muches vivimos y abrazamos a nuestros pollitos. Somos bandada y una enorme plaga”. “Vos me conocés desde que yo era una pichona”, le responde Zoe.
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