Mu146
De ángeles y caballos
Crónicas del más acá, por Carlos Melone.
El alazán era un caballo bravo, impredecible, loco. Solo Ella le conocía las mañas y a veces no alcanzaba.
Le gustaba el alazán.
Las tardes en que la tristeza la agobiaba, el alazán no se dejaba montar, se ponía peor que nunca. Ella lo insultaba y muchas veces lo hubiese matado. Se alejaba gritándole de todo y se iba sola a ver qué hacía con su melancolía, maldiciendo a ese caballo intolerable. Entonces el alazán (que jamás estaba atado) la seguía, a distancia. Ella se detenía, él también.
Siempre a distancia.
Entonces ella sonreía pero no lo llamaba.
El alazán la miraba.
Cerca. Siempre cerca. Era un pueblo perdido en la desértica autovía puntana, esa paradoja llamada San Luis. La noche se había recostado sobre la llanura y, cansado, busqué en el pueblito un hotel donde tirar mi humanidad.
Cuando entré, ella estaba sentada, tejiendo, en un enorme sillón del recibidor. El televisor sin volumen mostraba peripecias de bailarines y bailarinas ante un jurado de clowns devenidos peritos artísticos.
Junto a ella, dos gatitos de negrura imposible jugaban descansadas batallas. Pelirroja, joven, seria, notablemente bonita. Se levantó con gesto cansino y amabilidad seca y me facilitó la llave de la habitación.
Le pregunté dónde comer fuera del hotel, me indicó; hice otra pregunta, vaga y ambigua acerca de la tranquilidad del pueblo, me miró con ojos de tierra y fuego y me dijo: “Acá nunca pasa nada, este pueblo está más muerto que su nombre”.
El pueblo se llama Nueva Esperanza.
Se sentó a continuar tejiendo, acarició a uno de los gatitos y pareció percatarse de que Yo aún estaba allí. Sin mirarme, dijo: “Ellos son lo único que vale la pena”, y algo parecido a la ternura se reclinó en su voz ronca.
El sol quemaba, negligente. Se paró sobre los estribos de la gastada montura inglesa espiando el horizonte. La lomada le daba ventaja. Las orejas del caballo le avisaban lo que no veía.
Cansancio. Un cansancio sin nombre no la abandonaba hacía meses.
Extrañaba. En silencio, sin caracolear una palabra.
El alazán refregó las patas contra la tierra pedregosa. Mierda, pensó, mierda, mierda, mierda. “Allá, como hormigas rojas, lejos como la ilusión y la vida, venían. La transpiración humedecía sus pechos aún jóvenes”.
El sol le secaba el alma.
Su alma, ¿dónde la había perdido?
Tocó la empuñadura del sable de su padre en su cintura. Su padre, un cobarde en toda la línea que coleccionaba sables. Ella, la niña bien devenida casi india. No le gustaban las indias y ellas lo sabían. Guardaban silencio y obedecían sus órdenes. A veces pensaba que ese silencio obediente refugiaba un odio que se volvería puñal contra su corazón una noche. Otras, creía que ese silencio era la obediencia de siglos.
Siempre elegía creer que se burlaban de ella.
La verdad es que no sabía. Nunca sabía…
La estación de servicio estaba desolada en una mañana fría y transparente. La empleada, amable y dinámica, no tendría más de 30 años. Me acerqué al mostrador y le conté que el pueblo donde había estado me había asombrado por su limpieza y prolijidad. Me contó que era mamá de dos pequeños varones y que con ellos había iniciado una intensa campaña junto a los compañeros de escuela de sus hijos y algunos vecinos para que el pueblo estuviese limpio porque no siempre había sido así. Lo decía con orgullo mientras preparaba un reparador capuccino, contándome de las acciones junto a otras mujeres y madres, solas, casi sin ayuda masculina porque había ausencias paternas abundantes y de variada génesis.
Un policía joven entró y la saludó con familiaridad y tuvo la peregrina idea de hacer un comentario pretendidamente gracioso acerca de las ausencias varoniles y un supuesto “no tener nada que hacer” femenino.
La furia de Palas Atenea.
Ella se acomodó los lentes y arrancó: “Vos, de todos los hombres de este pueblo, sos el más inútil de todos”. Y continuó, helada y quirúrgica.
La argumentación recorría desde el machirulismo contemporáneo hasta el corazón represivo de la institución policial. Todo sin consignas, seco, una masacre metódica, sin pasión, implacable. El policía, callado, quieto, con aire de pesadumbre e (imagino) una posible multitud de reproches internos hacia su estupidez multidimensional.
El capuccino fue uno de los más ricos que tomé en mi vida.
Acarició suavemente el cogote inmenso del alazán que cabeceó como si entendiera. Desmontó en un solo movimiento y empezó a caminar con el caballo a su lado hasta la sombra frágil de un algarrobo. En esa tierra maldita, nada verde duraba mucho.
Recordó aquel cuento de su infancia del ángel que repartía dones en el mundo y por su bolsa agujereada, la piedra y la arena había quedado en esta tierra. Y que el buen Dios entonces, para compensar el descuido, había desparramado la palabra más bella y el coraje más temerario en aquella región.
¿Ese coraje era estúpido? ¿Esa palabra era inútil? ¿Quién le había contado? ¿Quién?…
Estaba a unos 20 km de General Deheza cuando la vi haciendo dedo a la vera de la ruta. Subió. Unos 40 años, morena, pelo recogido, facciones suaves y una voz profunda. Me contó que venía de la escuela donde estudiaba enfermería. Yo, hijo de enfermera y docente, abrí la charla donde se instaló rápidamente una corriente de afinidad que desanudó la conversación.
Viajaba siempre a dedo por cuestiones económicas y mantenía su casa con un empleo part time en un comercio. El dinero era más que justo en una vida rodeada de austeridad espartana. Me dijo que era mamá de una nena de 6 y otra de 15.
Que el padre buenas noches, muchas gracias y si te he visto no me acuerdo (sic).
Que las nenas se cuidaban entre ellas cuando iba a estudiar. Había una abuela llena de buena voluntad y vacía de responsabilidad y pericia.
Que a veces estaba cansada y lloraba sola. Que las nenas eran un amor pero no se trataba de eso. Que no quería ningún hombre en su vida.
Que a veces no tenía fuerzas ni para estudiar.
Dije alguna cosa breve y dejé que el pudor de la ruta le permitiera alguna lágrima que me pareció ver.
Cuando llegamos a destino supe un poco más acerca de la tristeza.
Solo un poco.
Las hormigas rojas ya no lo eran. Eran muchos, muchísimos bajo el sol. Como siempre, eran demasiados, demasiados, demasiados.
Volvió a montar en un arabesco de bailarina y de serpiente. Tenía mucho calor. ¿Dios no se habría equivocado y les había dejado el sol?
Dios siempre estaba confundido.
Siempre.
Empezó a bajar la cuesta al paso de su caballo, que ahora estaba calmo, manso. Qué caballo loco el alazán. Bajó sin cubrirse de la mirada posible de las hormigas, con el brutal sol del error divino, el malentendido de Dios. Sintió detrás otros cascos de caballos que la seguían.
¿Quién le había contado la historia del ángel?…
#NiUnaMás
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Esta es uno de los textos de la última edición de MU. Lo compartimos para que la cuarentena no signifique encerrar las ideas y para que puedan circular historias, experiencias y sueños. Lo podemos hacer gracias a lxs lectorxs y suscriptorxs, el gran secreto y la gran alianza para que la comunicación sea posible y que los virus no impidan que respiremos juntos. La suscripcion a MU puede hacerse aquí.
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