Mu148
Aventuras en AMBA
Crónicas del más acá, por Carlos Melone.
El crecimiento pandémico de mis distracciones me llevó a una pequeña hecatombe personal: perdí mis tarjetas de débito. El evento no sería dramático si no incluyera dos variables de peso: Banco Nación y Conurbano bonaerense, ahora renacido en AMBA.
Con el agregado de cuarentena, aperturismo y mamertos que compiten por decir y hacer gansadas…
Mi Polis es Lomas de Zamora, tierra de Eduardo Duhalde, entre otras celebridades de la Cultura, el Arte y la Vida Cotidiana.
Qué cosa Duhalde, ¿no?
Todos lo consultan como si fuera un oráculo y jamás pega una. El ajedrecista es sospechado de todo y no tiene ni una causa abierta. Entroniza candidatos que no ganan. Un periodista escribió un libro donde lo escrachó en algunas opacidades y el periodista se tuvo que ir a vivir al Uruguay.
Nadie parece cuestionarle nada. Ni Unitarios ni Federales. No tiene mayor influencia, incluso en la política local. Es un Papa sin iglesias ni fieles.
Pero intocable.
Raro.
La cosa es que hice mi reserva vía Web y fui el día que correspondía al Banco. Lo encontré cerrado por “desinfección preventiva”. Imagino que deben existir desinfecciones tardías y también desinfecciones punitivas.
El cartel indicaba además que los turnos pasaban al día siguiente por lo que el pronóstico de aglomeración era evidente.
Frente al Nación, el Provincia acumulaba elefantiásicas colas, tal su tradición más distintiva. Al pasar por la puerta de otros Bancos (privados) noté que, envidiosos de tanta notoriedad, también acumulaban gente en largas colas.
Los bancos…
El Nación, Sucursal de Lomas de Zamora no te manda la tarjeta a tu casa: en una genial idea de practicidad de parte de sus organizadores en el marco de confinamientos y distancia social, tenés que ir a buscarla a un Banco que no parece percatarse de que atiende a 1.000 y tiene una estructura de 10.
El resultado matemático es exacto: el Demos aplasta a la institución de la Polis.
Lo que el ciudadano de a pie llama un verdadero y completo quilombo.
Al día siguiente con dos turnos juntos y atendiéndonos en la puerta, sumando a los que iban sin turno porque necesitaban alguna info, estábamos en La Meca en época de peregrinación.
Todos en la calle, todos en la puerta.
Y todas. Las sillas de los primeros días desaparecieron en las olas del desinterés y la negligencia.
Un señor (uno solo) atendía las cuestiones de tarjetas: amable, educado, servicial, digería regularmente prepeadas, pedidos de alquimia burocrática y alguna puteada en voz baja susurrante. Tomaba los papeles, entraba al banco y salía repartiendo panes, peces y tarjetas.
El trámite era lentísimo. Con la prudencia de los estoicos tras años de sufrimiento y mala sangre en los malditos bancos, me había llevado un libro. Me alejé de la multitud apenas pude y leí un rato mientras esperaba que mi tarjeta me fuera entregada.
Dos horas y media de espera.
En un momento suspendí la lectura y me puse a observar.
En la peatonal un pibe pasaba música cristiana a un volumen innecesario y vendía cds. Amplié mi información sobre Jesús; su ayuda; su intervención en este momento (que mucho no se nota) y sus gestiones para cuando se apague la luz; ratifiqué que soy un gil (y algunas cosas peores) porque no creo y que me voy a ir a algunos lugares incómodos y calurosos si no cambio mi agnosticismo por la oferta de temporada.
Nada nuevo pero que te lo repitan por dos horas y media es jugar con la estabilidad psíquica.
Imposibilitado de accionar por mano propia debido a reparos morales de mi educación burguesa, me acerqué a una chica policía y le pregunté qué posibilidad existía de que, en nombre de la Ley y la Justicia, efectuara 4 (cuatro) disparos al parlante (nunca al vendedor) y después fuésemos a un juicio abreviado.
Yo sería un testigo muy favorable.
Nos reímos un poco y me contó que el fulano está todos los días.
Todos.
Vino otro pibe que vendía pañuelitos a cada persona. Amoroso y educado, no voceaba al infinito sino se acercaba a cada quién y los ofrecía con salutación y buenos deseos. Se comió por lo menos 50 negativas al hilo.
Me partió el corazón así que le compré, charlamos sobre la malaria en las ventas, le puse alcohol en las manos y se fue deseándome bendiciones y que Dios se ocupe de mis asuntos, cosa inquietante, considerando lo que escuchaba de parte del vendedor de cd.
Alrededor mío (y de otros) empezó a circular un personaje: gorrita, camiseta del Milan, jogging y zapatillas, pelo largo, muy delgado, de escasa estatura y sin barbijo. Todo en él era humilde. Miraba ansiosamente hacia el interior del Banco, como esperando que saliera alguien de ese lugar al que entraban unos pocos privilegiados.
No se quedaba quieto, iba y venía. No hacía ninguna cola. Su presencia no convocaba fantasmas de la seguridad personal. Rato después llegó una chica joven, también de traza humilde, se saludaron, ella se sacó el barbijo y él le dio un sonoro beso en la mejilla. Supuse que eran pareja.
Error.
Eran vecinos. Y hacía un tiempo que no se veían. Entrecortadamente escuché que ella necesitaba un ropero para sus chicos, que él le ofreció uno que tenía en su casa, que ella aceptó, que él le dijo que se lo pagara cuando pudiera, que ella aseguró que el marido lo iba a pasar a buscar con el carro, que él con 200 pesos se arreglaba.
Todas las fragilidades en imágenes de una charla de ¿3? minutos.
Ella esperaba a su mamá que estaba dentro del Banco y comentó que a los chicos se los cuidaba la señora de enfrente.
Qué esperaba él no lo supe. En algún momento se acercó (sin ponerse el barbijo) al modesto dispenser de alcohol en gel que había en la entrada del banco. La gente de Seguridad le advirtió que se colocara el barbijo.
El tipo sacó uno de su bolsillo, lo empapó en alcohol y lo volvió a guardar en el bolsillo.
El Agente de Seguridad lo miraba cual plato volador. La actitud no era desafiante ni agresiva. Tampoco había una intoxicación evidente. Se ve que es así nomás.
Siguió dando vueltas sin barbijo. En un momento (no suelo hacerlo), le dije: “¿Por qué no te pones el barbijo, mirá que la gente se asusta…” –mentí. No me contestó y se lo puso sin mirarme.
Al rato se me acercó (nuevamente sin barbijo) y me dijo: “¿Qué leés?”.
Le conté brevemente que estaba leyendo sobre la Prehistoria. Me miró como si yo sufriera una deformación facial.
Debe ser lindo.
“No me gusta leer”, me dijo.
Giró y se fue.
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