CABA
Policías en acción. Desaparición seguida de muerte en Tucumán
La periodista tucumana que más siguió el caso reconstruye en esta crónica la historia detrás del crimen de Luis Espinoza, sus implicancias familiares, sociales y judiciales en una provincia infectada por la impunidad. Lo que cuesta la justicia. Lo que se sabe y lo que no. La historia negra de la policía tucumana y el prontuario de los acusados hoy. Qué significa hoy seguir hablando de desapariciones forzadas en democracia. Por Mariana Romero.

Parecía que 2020 pintaba mejor para los Espinoza: la chancha había parido 12 crías y todavía no les habían robado ninguna. Tras el incendio del año pasado, la casa ya tenía paredes y techo; aún faltaban las puertas y ventanas, así que por ahí entraba el fresco de la noche.
Luis Espinoza se había casado joven con Soledad, después de años de andar juntos de chicos; a los 28 de ella, ya tenían seis hijos. “Acá se sentaba”, cuenta Rubén, su hermano, agarrando con las dos manos una silla de plástico que ya está en las últimas. “Así se ponía, mire, cruzaba los brazos y se dormía. Ponía otra silla ahí y subía las piernas. Los changuitos de él se le subían encima, gritaban, correteaban, pero él seguía durmiendo ¡qué calidad que tenía para dormir en medio del barullo!” dice, y con los dedos trata de unir dos pedazos rotos, como cuidando de que no se le vaya a terminar de quebrar mientras él duerme. “Pesaba 130 kilos, lo deben haber arrastrado entre varios por el monte para hacer desaparecer el cuerpo”, termina, ya con la mirada hacia allá, hacia donde desapareció Luis.
Y se calla, quizá porque se acuerda de Luis vivo o porque vuelve a imaginarse el cuerpo quieto de su hermano, panza abajo, dejando sangre por el camino, con las puntas de los pies dibujando el sendero que, más tarde, sería clave para resolver el caso que conmovió a un país y volvió a recordar qué significa una desaparición forzada de persona en plena democracia.
El último grito de Luis
La mañana del 15 de mayo, Luis salió de su casa en su yegua, la Lulú, rumbo a El Melcho, un paraje rodeado de montes donde vive poca gente pero tiene una escuela. Tenía que solucionar dos problemas: uno era el de Micaela, una sobrina que no tiene ingresos y vive de la ayuda de su familia, a quien le llevaba $6.000. El otro era un poco más urgente: a su cuñado se le había roto el auto y necesitaba $10.000 para arreglarlo. Luis decidió prestarle porque era él quien llevaba a su mamá, doña Gladys, a diálisis tres veces por semana.
La Lulú cruzó el río y llegó a la zona de la escuela. Ahí se encontró con Juan Antonio, su hermano, que venía de cobrar y había pasado por lo de Micaela para dejarle plata. Ya eran como las 4 de la tarde cuando vieron a lo lejos que venían unos 10 caballos con sus jinetes cabalgando a toda velocidad. Y se empezaron a escuchar los tiros.
Las yeguas se asustaron y los Espinoza se metieron en un potrero, donde Juan se cayó del caballo. La Policía, desbocada, encontró a Juan y no se le ocurrió mejor idea que molerlo a golpes. A unos metros, Luis se bajó de la Lulú y se acercó a los gritos: “Eh, qué hacen, ‘dejelon’ a mi hermano no le peguen”. Esas fueron sus últimas palabras.
Una bala 9 milímetros se le metió por la espalda, le llegó a la aorta y se la reventó. Quizá Luis nunca supo lo que le pasó o quizás sí, porque la autopsia determinó que, cuando lo arrastraban por el monte para hacerlo desaparecer, todavía estaba vivo.
Comenzó la semana más dura que recuerden los lugareños. La Lulú volvió sola a la casa de los Espinoza, que ya estaban peinando los montes donde crecieron buscando el cuerpo de Luis. Su desaparición no solo afectó a su familia, sino a toda la comunidad. Antes del amanecer, los hombres se subían a los caballos o las motos y llegaban a la escuela del Melcho, a pocos metros de donde fue visto por última vez. Las mujeres venían por detrás, con los hijos que no habían podido dejar en las casas y cartulinas en las manos con la foto del desaparecido. Las más guapas se metían al monte a buscar. Grupos de 20 a 50 hombres se trepaban a camiones que los llevaban, como ganado, a puntos más lejanos, a otros municipios donde bajaban a buscar en medio de la vegetación. Otros se iban al cauce de los ríos y lo seguían hasta la cola del dique el Frontal, donde creían que podía estar el cuerpo. A la siesta volvían todos a buscar comida y un poco de gaseosa, porque el sol era terrible y porque el aire es tan seco que siempre hay nubes de polvo que lastiman la garganta y los ojos.
Volvían con las camisas y las alpargatas rotas por las espinas, con tajos en las manos, a descansar un poco y seguir hasta el anochecer. Mientras tanto, en las casas, los animales se iban poniendo flacos y la leña se iba acabando porque quién podía ocuparse de esas cosas en medio de la desesperación de encontrar a Luis. La justicia nunca ordenó que intervenga Gendarmería para resguardar a los lugareños y la familia, así que los miembros de la misma institución que había hecho desaparecer a Luis, ahora –decían– lo estaban buscando. Pero tampoco eran muchos, ni llegaban muy temprano. En el helicóptero, desde donde no se veía nada, los policías iban sacándose selfies –contaría más tarde Rubén– que hasta el día de hoy se arrepiente de haberse subido a la nave para perder el tiempo.
Lo cierto es que había un desaparecido en democracia y nadie decía nada. Los medios tucumanos apenas reproducían algo de información de los partes del Ministerio de Seguridad, salvo algunas excepciones. Los periodistas y políticos de la provincia no reclamaban en sus redes sociales. Buenos Aires ni se enteraba. Hasta vino el presidente Alberto Fernández en esos días, pero a nadie se le ocurrió preguntarle sobre el tema, así que él guardó un silencio que dura hasta el día de hoy. Nunca pronunció, públicamente, el nombre de Luis Espinoza.
En Tucumán había un desaparecido, sí, lo había matado seguramente la Policía, pero nadie lo nombraba. El revuelo era en el campo y, mientras no llegara a la ciudad y los countries, nada amenazaba la comodidad de quejarse del exceso o la relajación de la cuarentena.
El crimen imperfecto
Los policías, tras matarlo a traición, por nada y para nada, llevaron el cuerpo de Luis a la comisaría, lo lavaron, lo desnudaron y lo empaquetaron. Según testificaron los propios uniformados y figura en la causa, cagaron el cuerpo en el auto del comisario y se cruzaron de este a oeste la provincia, hasta llegar a las montañas de Catamarca, para tirarlo por un barranco. Nadie, en plena pandemia, con la provincia entera bajo vigilancia, se dio cuenta de que llevaban a un muerto en el baúl; nadie les preguntó nada en los 124 kilómetros que hicieron con el cuerpo, en una Tucumán en la que la cantidad de detenidos por incumplir la cuarentena se contaban de a 300 a 400 por día. Mientras cuatro de ellos llevaban a Luis a que lo devoren los animales, los otros se quedaban en la comisaría a decirle a la madre de Luis que no sabían nada de él y que no podían tomarle la denuncia por su desaparición porque no habían pasado 72 horas. Mientras se lo decían, a pocos metros, al pie del mástil del edificio, la sangre de Luis se iba secando.
El pacto de silencio no llegó a durar una semana. Apenas los detuvieron por las evidencias, dos de ellos se quebraron y contaron todo, acaso pensando que así podrían tener alguna ventaja judicial. Más tarde, se quebraron otros dos. Y así fue la traición interna la que permitió encontrar el cuerpo de Luis aunque, para variar, no fueron los expertos quienes lo hallaron sino su hermano Manuel, colgado de un barranco, atado a una soga que le habían prestado y que no tenía más de 10 metros.
Los nueve policías (Rubén Montenegro, Miriam González, René Ardiles, Víctor Salinas, Carlos Romano, José Paz, Gerardo González Rojas, Claudio Zelaya y José Morales quedaron imputados por los delitos de desaparición forzada con resultado de muerte, más las lesiones hacia Juan Antonio. Los quebrados argumentaron que fueron víctimas de Montenegro, jefe de la comisaría, que se niega todavía a declarar. Morales tampoco abrió la boca, quizá porque de su pistola Jericho 9 mm salió la bala asesina, de acuerdo a las pericias.
Junto a ellos también quedó imputado el civil Flavio Villavicencio. “El Villa”, como lo conocen todos, es un conocido personaje de esos parajes con aspiraciones a ser policía pero que apenas llegó a ser vigía de la comuna. Cuentan en la zona que se movía como una suerte de comando parapolicial a la espera de que le saliera la posibilidad de entrar en la fuerza. Y, al parecer, estaba haciendo todo bien para integrarla.
Qué es la justicia
Desde hace 14 años, todos los martes una multitud que varía entre 20 y 5.000 personas –depende de la fecha, el humor social, la lluvia, depende de la pandemia, de la depresión de las familias y sobre todo depende de la cantidad de homicidios que haya habido esa semana– da vueltas a la plaza Independencia y, a los gritos, pide justicia por sus hijos, sus maridos, sus hermanos asesinados. Llevan las fotos de los muertos como escudos y, cuando algún medio de comunicación prende la cámara, se amontonan detrás del entrevistado levantando la imagen ajada para que el mundo la vea, para que nadie lo olvide.
La justicia en Tucumán no es cosa de pobres.
En el caso de los Espinoza, Luis era el sostén de la familia y, muerto él, la viuda quedó librada a la buena voluntad de la gente que se horrorizó con el crimen. Soledad perdió toda soberanía económica y, para ver el expediente, tiene que diseñar todo un operativo: dejar a los chicos (que andan ahora con mocos porque, como no hay puerta en la casa, se les han resfriado) y llegar a pie o a caballo a Villa Chicligasta, a unos tres kilómetros. De ahí, recorre 12 kilómetros de camino de tierra para salir a la Ruta Nacional 157 y hace seis más hasta Monteagudo, donde ya hay señal de celular e internet. Y desde ese lugar, tiene 50 kilómetros más hasta el Centro Judicial de Monteros, que cierra rigurosamente sus puertas a las 12 del mediodía. Si quiere venir a Tucumán para participar de las marchas que se hacen para pedir justicia por su compañero, el auto le sale $ 3.000.
La semana pasada vino a la ciudad. El gobernador Juan Manzur –que había dicho ante las cámaras que debe caerle “todo el peso de la ley” a los policías que mataron a Luis Espinoza– la mandó a llamar. Salió como a las 4 de la mañana, su cuñado Rubén le pagó el auto. Pero Manzur nunca la recibió y, en su lugar, mandó al ministro de Seguridad, Claudio Maley, a que la atienda. Maley, según dice Soledad, le pidió perdón por lo que le ocurrió a Luis y le dijo que ya no hablen más con la prensa. Nunca le preguntó cuánto había gastado para ir a escuchar esas palabras en la Casa de Gobierno. Soledad se volvió con las manos, los bolsillos y el alma vacía.
Nada da resultado en esta justicia tucumana de muros tan altos que solo los puede pasar quien tiene un buen abogado. Y ni aun así. “Yo a ella no la abandono porque, si se tiene que buscar otro abogado, le va a pedir por lo menos $ 400.000 para sentarse a ver los 18 cuerpos del expediente. Ponele que por $ 150.000 arregle, pero, ¿de dónde los va a sacar?”, cuenta una abogada militante por los derechos de las mujeres en un banco de la plaza que queda frente a Tribunales.
Según una investigación de la periodista tucumana Irene Benito, en Tucumán se inician por año más de 100.000 causas penales y solo 256 llegan a juicio con sentencia firme, es decir, el 0,2%. Agrega que el 80% de las denuncias son archivadas en la etapa de instrucción, sin llegar jamás a alguna de las ocho salas penales que hay en la provincia.
“La semana pasada pagué $ 50.000 en fotocopias porque necesitaba revisar parte del expediente para el juicio. Yo la plata la pude conseguir, pero ¿cómo hace una mujer a quien le mataron el hijo, que era el que paraba la olla en la familia? ¡Hay gente que no tiene ni para el boleto para venir a gritar en la plaza Independencia!”, contaba Alberto Lebbos en 2018, durante un cuarto intermedio del juicio en el que un alto funcionario de Seguridad más la cúpula de la Policía fueron condenados por encubrir el crimen de su hija, Paulina Lebbos. Doce años le había costado llegar a las audiencias, en las que tuvo que tener sentado ante los jueces a un abogado durante todo un año, mañana tarde y noche. Emilio Mrad lo hizo y no le cobró un peso porque, si no, no había poder humano capaz de reunir semejante cantidad de plata.
Tucumán arde
La mitad de los policías presos por el crimen de Espinoza tenía antecedentes de violencia y brutalidad, con causas y sumarios abiertos y jamás resueltos. La solución a semejante incomodidad había sido, como siempre, el traslado de los policías hacia otra comisaría. En este caso, a la de Monteagudo. El final de la historia estaba escrito, solo faltaba que alguien venga y le ponga la firma.
Estos datos no son azarosos: la Ley Orgánica de Policía vigente data de 1970 y el Código de Contravenciones, de 1980. Ambos son hijos de dictaduras y, juntos, forman un cóctel explosivo. Mientras el código permite detener a cualquiera sin motivo alguno y transformar esa detención en legal, la ley garantiza que, si el policía delincuente no tiene la mala fortuna de caer en el 0,2% de las causas con sentencia firme, puede seguir siendo policía, ascender e, incluso, cometer otro delito.
Por eso, la comisaría de Monteagudo que mató a Luis Espinoza era un rejunte de uniformes de otros lados, que venían trasladados por sus antecedentes. Montenegro tenía causa abierta por amenazas de muerte y lesiones en contexto de violencia de género; a Paz le habían abierto sumario por defraudación contra el Estado Nacional; Romano había estado con arresto por hacer disparos en estado de ebriedad solo seis meses antes; y Zelaya estaba imputado por vejaciones y apremios ilegales. Para completar el cuadro, el mismo Zelaya y Rojas son acusados por Patricia Saldaño, una mujer de Simoca, de haber golpeado brutalmente a su hijo en la comisaría, provocándole una hemorragia que le costó la vida tres semanas más tarde. Alan Andrada tenía 20 años cuando murió.
En la última década, solo tres casos de homicidios a manos de policías llegaron a juicio y condena en Tucumán. Pero la lista que lleva a todas partes la Mesa Contra el Gatillo Fácil de Tucumán tiene más de 15 nombres, sin contar los casos de víctimas cuyas familias no visibilizan su situación, causas de encubrimiento, apremios, vejaciones y abuso sexual cometidos por policías, con una tasa también bajísima de sentencias.
La justicia, en nuestra provincia, no es cosa de pobres.
La muerte, sí.
CABA
Festival ENTRÁ: Resistencia cultural contra el Decreto 345 que quedó ¡afuera! y un acto performático a 44 años del atentado a El Picadero

A 44 años del atentado en plena dictadura contra el Teatro El Picadero, ayer se juntaron en su puerta unas 200 personas para recordar ese triste episodio, pero también para recuperar el espíritu de la comunidad artística de entonces que no se dejó vencer por el desaliento. En defensa del Instituto Nacional del Teatro se organizó una lectura performática a cargo de reconocidas actrices de la escena independiente. El final fue a puro tambor con Talleres Batuka. Horas más tarde, la Cámara de Diputados dio media sanción a la derogación del Decreto 345 que desfinancia al Instituto Nacional del Teatro, entre otros organismos de la Cultura.
Por María del Carmen Varela
Fotos Lina Etchesuri para lavaca
Homenaje a la resistencia cultural de Teatro Abierto. En plena dictadura señaló una esperanza.
Esto puede leerse en la placa ubicada en la puerta del Picadero, en el mítico pasaje Discépolo, inaugurado en julio de 1980, un año antes del incendio intencional que lo dejara arrasado y solo quedara en pie parte de la fachada y una grada de cemento. “Esa madrugada del 6 de agosto prendieron fuego el teatro hasta los cimientos. Había empezado Teatro Abierto de esa manera, con fuego. No lo apagaron nunca más. El teatro que quemaron goza de buena salud, está acá”, dijo la actriz Antonia De Michelis, quien junto a la dramaturga Ana Schimelman ofició de presentadoras.


Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.
La primera lectura estuvo a cargo de Mersi Sevares, Gradiva Rondano y Pilar Pacheco. “Tres compañeras —contó Ana Schimelman— que son parte de ENTRÁ (Encuentro Nacional de Teatro en Resistencia Activa) un grupo que hace dos meses se empezó a juntar los domingos a la tarde, a la hora de la siesta, ante la angustia de cosas que están pasando, decidimos responder así, juntándonos, mirándonos a las caras, no mirando más pantallas”. Escuchamos en estas jóvenes voces “Decir sí” —una de las 21 obras que participó de Teatro Abierto —de la emblemática dramaturga Griselda Gambaro. Una vez terminada la primera lectura de la tarde, Ana invitó a lxs presentes a concurrir a la audiencia abierta que se realizará en el Congreso de la Nación el próximo viernes 8 a las 16. “Van a exponer un montón de artistas referentes de la cultura. Hay que estar ahí”.


Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.
Las actrices Andrea Nussembaum, María Inés Sancerni y el actor Mariano Sayavedra, parte del elenco de la obra “Civilización”, con dramaturgia de Mariano Saba y dirección de Lorena Vega, interpretaron una escena de la obra, que transcurre en 1792 mientras arde el teatro de la Ranchería.
Elisa Carricajo y Laura Paredes, dos de las cuatro integrantes del colectivo teatral Piel de Lava, fueron las siguientes. Ambas sumaron un fragmento de su obra “Parlamento”. Para finalizar Lorena Vega y Valeria Lois interpretaron “El acompañamiento”, de Carlos Gorostiza.

Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.

Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.
Con dramaturgia actual y de los años ´80, el encuentro reunió a varias generaciones que pusieron en práctica el ejercicio de la memoria, abrazaron al teatro y bailaron al ritmo de los tambores de Talleres Batuka. “Acá está Bety, la jubilada patotera. Si ella está defendiendo sus derechos en la calle, cómo no vamos a estar nosotrxs”, dijo la directora de Batuka señalando a Beatriz Blanco, la jubilada de 81 años que cayó de nuca al ser gaseada y empujada por un policía durante la marcha de jubiladxs en marzo de este año y a quien la ministra Bullrich acusó de “señora patotera”.
Todxs la aplaudieron y Bety se emocionó.
El pasaje Santos Discépolo fue puro festejo.
Por la lucha, por el teatro, por estar juntxs.
Continuará.

Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.

Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.


Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.

Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.
CABA
La vida de dos mujeres en la Isla de la Paternal, entre la memoria y la lucha: una obra imperdible

Una obra única que recorre el barrio de Paternal a través de postas de memoria, de lucha y en actual riesgo: del Albergue Warnes que soñó Eva Perón, quedó inconcluso y luego se utilizó como centro clandestino de detención; al Siluetazo de los 80´, los restoranes notables, los murales de Maradona y el orfanato Garrigós, del cual las protagonistas son parte. Vanesa Weinberg y Laura Nevole nos llevan de la mano por un mapa que nos hace ver el territorio cotidiano en perspectiva y con arte. Una obra que integra la programación de Paraíso Club.
María del Carmen Varela
Las vías del tren San Martín, la avenida Warnes y las bodegas, el Instituto Garrigós y el cementerio de La Chacarita delimitan una pequeña geografía urbana conocida como La Isla de la Paternal. En este lugar de casas bajas, fábricas activas, otras cerradas o devenidas en sitios culturales sucede un hecho teatral que integra a Casa Gómez —espacio dedicado al arte—con las calles del barrio en una pintoresca caminata: Atlas de un mundo imaginado, obra integrante de la programación de Paraíso Club, que ofrece un estreno cada mes.
Sus protagonistas son Ana y Emilia (Vanesa Weinberg y Laura Nevole) y sus versiones con menos edad son interpretadas por Camila Blander y Valentina Werenkraut. Las hermanas crecieron en este rincón de la ciudad; Ana permaneció allí y Emilia salió al mundo con entusiasmo por conocer otras islas más lejanas. Cuenta el programa de mano que ambas “siempre se sintieron atraídas por esos puntos desperdigados por los mapas, que no se sabe si son manchas o islas”.


La historia
A fines de los ´90, Emilia partió de esta isla sin agua alrededor para conocer otras islas: algunas paradisíacas y calurosas, otras frías y remotas. En su intercambio epistolar, iremos conociendo las aventuras de Emilia en tierras no tan firmes…
Ana responde con las anécdotas de su cotidiano y el relato involucra mucho más que la narrativa puramente barrial. Se entrecruzan la propia historia, la del barrio, la del país. En la esquina de Baunes y Paz Soldán se encuentra su “barco”, anclado en plena isla, la casa familiar donde se criaron, en la que cada hermana tomó su decisión. Una, la de quedarse, otra la de marcharse: “Quien vive en una isla desea irse y también tiene miedo de salir”.
A dos cuadras de la casa, vemos el predio donde estaba el Albergue Warnes, un edificio de diez pisos que nunca terminó de construirse, para el que Eva Perón había soñado un destino de hospítal de niñxs y cuya enorme estructura inconclusa fue hogar de cientos de familias durante décadas, hasta su demolición en marzo de 1991. Quien escribe, creció en La Isla de La Paternal y vio caer la mole de cemento durante la implosión para la que se utilizó media tonelada de explosivos. Una enorme nube de polvo hizo que el aire se volviera irrespirable por un tiempo considerable para las miles de personas que contemplábamos el monumental estallido.
Emilia recuerda que el Warnes había sido utilizado como lugar de detención y tortura y menciona el Siluetazo, la acción artística iniciada en septiembre de 1983, poco tiempo antes de que finalizara la dictadura y Raúl Alfonsín asumiera la presidencia, que consistía en pintar siluetas de tamaño natural para visibilizar los cuerpos ausentes. El Albergue Warnes formó parte de esa intervención artística exhibida en su fachada. La caminata se detiene en la placita que parece una mini-isla de tamaño irregular, sobre la avenida Warnes frente a las bodegas. La placita a la que mi madre me llevaba casi a diario durante mi infancia, sin sospechar del horror que sucedía a pocos metros.
El siguiente lugar donde recala el grupo de caminantes en una tarde de sábado soleado es el Instituto Crescencia Boado de Garrigós, en Paz Soldán al 5200, que alojaba a niñas huérfanas o con situaciones familiares problemáticas. Las hermanas Ana y Emilia recuerdan a una interna de la que se habían hecho amigas a través de las rejas. “El Garrigós”, como se lo llama en el barrio, fue mucho más que un asilo para niñas. Para muchas, fue su refugio, su hogar. En una nota periodística del portal ANRed —impresa y exhibida en Casa Gómez en el marco de esta obra— las hermanas Sosa, Mónica y Aída, cuentan el rol que el “Garri” tuvo en sus vidas. Vivían con su madre y hermanos en situación de calle hasta que alguien les pasó la información del Consejo de Minoridad y de allí fueron trasladas hasta La Paternal. Aída: “Pasar de la calle a un lugar limpio, abrigado, con comida todos los días era impensable. Por un lado, el dolor de haber sido separadas de nuestra madre, pero al mismo tiempo la felicidad de estar en un lugar donde nos sentimos protegidas desde el primer momento”. Mónica afirma: “Somos hijas del Estado” .
De ser un instituto de minoridad, el Garrigós pasó a ser un espacio de promoción de derechos para las infancias dependiente de la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia de Argentina (SENAF), pero en marzo de este año comenzó su desmantelamiento. Hubo trabajadorxs despedidxs y se sospecha que, dado el resurgimiento inmobiliario del barrio, el predio podría ser vendido al mejor postor.
El grupo continúa la caminata por un espacio libre de edificios. Pasa por la Asociación Vecinal Círculo La Paternal, donde Ana toma clases de salsa.
En la esquina de Bielsa (ex Morlote) y Paz Soldán está la farmacia donde trabajaba Ana. Las persianas bajas y los estantes despojados dan cuenta de que ahí ya no se venden remedios ni se toma la presión. Ana cuenta que post 2001 el local dejó de abrir, ya que la crisis económica provocó que varios locales de la zona se vieran obligados a cerrar sus puertas.
La Paternal, en especial La Isla, se convirtió en refugio de artistas, con una movida cultural y gastronómica creciente. Dejó de ser una zona barrial gris, barata y mal iluminada y desde hace unos años cotiza en alza en el mercado de compra-venta de inmuebles. Hay más color en el barrio, las paredes lucen murales con el rostro de Diego, siempre vistiendo la camiseta roja del Club Argentinos Juniors . Hay locales que mutaron, una pequeña fábrica ahora es cervecería, la carnicería se transformó en el restaurante de pastas Tita la Vedette, y la que era la casa que alquilaba la familia de mi compañera de escuela primaria Nancy allá por los ´80, ahora es la renovada y coqueta Casa Gómez, desde donde parte la caminata y a donde volveremos después de escuchar los relatos de Ana y Emilia.
Allí veremos cuatro edificios dibujados en tinta celeste, enmarcados y colgados sobre la pared. El Garrigós, la farmacia, el albergue Warnes y el MN Santa Inés, una antigua panadería que cerró al morir su dueño y que una década más tarde fuera alquilada y reacondicionada por la cheff Jazmín Marturet. El ahora restaurante fue reciente ganador de una estrella Michelín y agota las reservas cada fin de semana.
Lxs caminantes volvemos al lugar del que partimos y las hermanas Ana y Emilia nos dicen adiós.
Y así, quienes durante una hora caminamos juntxs, nos dispersamos, abadonamos La Isla y partimos hacia otras tierras, otros puntos geográficos donde también, como Ana y Emilia, tengamos la posibilidad de reconstruir nuestros propios mapas de vida.
Atlas de un mundo imaginado
Sábados 9 y 16 de agosto, domingos 10 y 17 de agosto. Domingo 14 de septiembre y sábado 20 de septiembre
Casa Gómez, Yeruá 4962, CABA.
Actualidad
Discapacidad: “Si la crueldad avanza, salimos a las plazas”

Se concretó este martes la marcha de personas con discapacidad y familiares, frente a quienes el gobierno hizo más de lo mismo: envió Policía y Gendarmería a amedrentarlos y amenazarlos, pese a que no estaban siquiera rompiendo el protocolo. Los gendarmes y policías tuvieron así la notable actitud de empujar y agredir a manifestantes con discapacidad que estaban reclamando pacíficamente por la motosierra aplicada a sus tratamientos, lo cual rompe toda frontera de la palabra «vulnerable».
Compartimos aquí la crónica realizada por el diario autogestivo Tiempo Argentino al respecto, reflejo de lo que está ocurriendo en el país.
Por Tiempo Argentino
Fotos: Antonio Becerra.
En protesta por el veto presidencial a la Ley de Emergencia, organizaciones de personas con discapacidad concentraron frente al Congreso, rodeado por policías y gendarmes. El reclamo se multiplicó en distintos puntos del país.
“Vallaron todo, nos rodearon de una manera exagerada. No es una movilización agresiva, nunca lo fue. No era necesaria tanta policía, tanta militarización”, criticaba Fernanda Abalde mientras emprendía la retirada de la masiva concentración frente al Congreso contra el veto de Javier Milei a la Ley de Emergencia en Discapacidad. Coordinadora de un centro de profesionales en neurodesarrollo y hermana de una persona con discapacidad a quien le recortaron las pensiones, sufre en carne propia el ajuste y el maltrato sobre el sector, que afecta tanto a prestadores como familias.
“Hay mucho maltrato del sistema a las familias, no es un sistema accesible. No solo en lo económico, es agresivo. Este año fue terrible. Hasta junio no estaban autorizados tratamientos presentados en noviembre del año pasado, por ejemplo. Siempre hubo un golpe a la discapacidad, pero este año fue muy atípico, recortaron muchos tratamientos, demoraron las autorizaciones, se planchó el nomenclador”, enumeró Abalde, coordinadora de Pulsar NeuroSocial y miembro del colectivo de Prestadores en Unidad CABA y GBA. “Es un sector con mucha demanda y se lo está desmantelando. Hay muchas familias que no pueden costear sus tratamientos”, lamentó en diálogo con Tiempo.

Represión como respuesta
La protesta había comenzado 11.30. Pasado el mediodía la concentración ya era masiva y comenzó el operativo represivo, con un número desproporcionado de efectivos de Policía Federal y Gendarmería que empujaban incluso a grupos de manifestantes entre los que había personas en silla de ruedas que gritaban contra el veto y solo portaban carteles por los derechos de las personas con discapacidad.

La Ley de Emergencia en Discapacidad busca revertir un panorama que por estos días es desolador. Según un informe reciente de la Red por los Derechos de las Personas con Discapacidad (REDI), la pensión por invalidez laboral está congelada en $217.000 y una maestra de integración en la escuela común cobra solo $3.000 la hora, con una demora de 180 días. Todo esto, mientras se recortaron pensiones por discapacidad y la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) proyecta recortar otros cientos de miles. Se trata de pensiones de 270 mil pesos, más un bono que lleva el total a poco más de 300 mil.
“Uno va pidiendo ayuda en la familia, se hace lo que se puede. Pero esperemos que este hombre recapacite”, pidió ante las cámaras Olga, una jubilada que marchó ante el Congreso, dirigiéndose a Milei. “Hay remedios que tuve que suspender. Hay muchas cosas que tienen que cambiar en la casa para poder subsistir. Para poder seguir adelante por mi hija”, dijo a C5N.

Un reclamo federal
La masiva protesta frente al Congreso se replicó también en distintos puntos del país. “Si la crueldad avanza, salimos a las plazas”, había anunciado la Asamblea De Trabajadores de Inclusión (ATI) al convocar para este martes a una Jornada Federal por la Ley de Emergencia en Discapacidad.
Córdoba fue escenario de las protestas más concurridas. Desde la Plaza San Martín de Córdoba Capital, Virginia Els –presidenta de la Cámara de Prestadores de Discapacidad de Córdoba (Capredis)- destacó el gran número de familias que se sumó a reclamar, junto a prestadores, transportistas y profesionales. “El veto incrementó el reclamo. Ahora estamos intentando alzar la voz para que los diputados escuchen el reclamo y vuelvan a votar la ley con los dos tercios necesarios para que se sostenga. Fue algo multitudinario, con mucha más participación de familias que antes”, resaltó.

Los motivos de protesta son varios, pero todos tienen que ver con frenar el maltrato y el ajuste sobre el sector, ante una política cruel que afecta a todos los actores del circuito. “Reclamamos que se actualicen los aranceles, que se contemplen otros criterios para las auditorías. El tema de las prestaciones está en una etapa crítica: las instituciones están cerrando”, advirtió.
El embate contra el sector es tal que está generando un nivel de unidad inédito: “En Córdoba, prestadores, instituciones, profesionales independientes, familias, personas con discapacidad, estamos todos muy unidos. Estamos todos trabajando a la par. Es algo que nunca había sucedido. Nos unió el espanto”, resumió Els.
Franco Muscio, terapista ocupacional al frente de un centro de día en la zona de Sierras Chicas, se acercó a la capital provincial para participar de la protesta. “El servicio es cada vez más precario, una situación alarmante y angustiante y un Estado nacional que no da respuesta. Este año es imposible sostener las prestaciones. Cada vez hay más recortes. No sé cómo vamos a seguir. Las familias son las más perjudicadas”, sentenció ante las cámaras. “Sin espacios como los nuestros, se pierde calidad de vida. Hace diez años que estoy en esto. Nunca había pasado algo así”.

- Revista MuHace 4 semanas
Mu 205: Hay futuro
- CABAHace 3 semanas
Villa Lugano: una movilización en contra del “Máster Plan”
- #NiUnaMásHace 3 semanas
Femicidios en julio: la noticia es el horror
- ActualidadHace 3 semanas
Mendoza movilizada: sábado de caravanazo contra la minera San Jorge
- ActualidadHace 4 semanas
Mapuches en Neuquén: 10.000 personas movilizadas contra la represión y en apoyo a las comunidades originarias