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Sin corona, virus: La pandemia en la Villa 31
La pandemia en la Villa 31. Fue el epicentro de contagios durante varias semanas, pero logró reponerse gracias a la organización barrial. El costo fue altísimo: referentes muertos y aislados, mientras los gobiernos de Ciudad y Nación siguen sin entender la complejidad del territorio. Qué dicen quienes viven allí sobre lo que pasó y lo que viene. Por Claudia Acuña.
Analizar lo qué pasó y cómo pasó. De eso se trata. Lo hacen todos los países que ya fueron azotados por la pandemia: China, Alemania, Reino Unido o Italia son ejemplos concretos. En cada uno de estos países, una vez controlada la crisis, un equipo de renombrados especialistas puso el ojo en el centro del huracán: pequeñas ciudades donde se sufrió el foco más cruel del coronavirus. ¿Por qué? Para saber y para aprender. Supieron así que las premoniciones algorítmicas no eran certeras. Que el virus no crece exponencialmente, sino que aumenta hasta que merma, no solo en la cantidad de personas que infecta sino en la forma en la que lo hace. Supieron también que la cantidad de infectados fue mayor que la que fueron capaces de medir las autoridades sanitarias en plena pandemia y que su nivel de propagación está incentivado por las grandes multitudes: el hacinamiento es su mejor hábitat. También establecieron un promedio: la tasa de mortalidad fue del 0,37% en Gangelt, Alemania, 0,43% en Bergamo, Italia, 6,2% en todo Reino Unido y 1,4% en Wuhan, donde comenzó esta historia.
Analizar qué pasó y cómo en la Villa 31 nos permitiría saber y aprender, pero no hay todavía ningún equipo de expertos haciendo ese trabajo, aunque sí se ven por todos lados empleados precarizados por del gobierno porteño luciendo un mameluco blanco, barbijo, máscara y un termómetro digital. Es sábado y eso significa uno de los tantos milagros que produjo este barrio a un costo brutal: 25 muertes, 2.286 personas infectadas.
El mayor y más bestial de los daños lo mide una experta en este tipo de tragedias: Eli, la cocinera del jardín Sueños Bajitos. “Llegué a las 6 de la mañana y ya había una cola de 10 personas para retirar la vianda que entregamos recién a las 12. Cada semana llegan más temprano porque cada día hay más hambre”. Son las once y la cola ya acumula más de cincuenta mujeres, niños, niñas –no hay hombres– que envueltas en frazadas mitigan el viento helado. A pesar del abrigo, tiritan. El estómago vacío es la intemperie.
Joaquín Cara es médico y desde el 2004 colabora en el barrio. “Bauticé a mis tres hijos en la parroquia Cristo Obrero. Trabajé voluntariamente hasta diciembre del año pasado y me fui a provincia, pero cuando estalló la crisis volví para dar una mano”. Su conclusión de lo vivido allí estos meses de pandemia: “Se hizo todo tan mal que hoy podemos decir que la situación en el barrio está mejor, porque peor no se puede estar”. Lo peor lo resume así: el gobierno porteño había montado una Unidad de Detección Febril de Urgencia (UFU) que atendía hasta las cuatro de la tarde, a la que luego se sumó otra del Ministerio de Salud de Nación, montada en un camión. Al principio solo recibían entre 4 y 8 personas por día a las que les hacían un hisopado cuyo resultado estaba listo en el transcurso de la tarde. Pero cuando comenzaron a llegar 100 personas por día los resultados del hisopado comenzaron a demorar y en ese lapso o bien los hacían regresar a sus casas o los trasladaban en micros escolares a hospitales, sin contención, ni información ni suficiente comida, mezclando personas con y sin síntomas. “Si no tenías el virus te lo agarrabas ahí” sintetiza. La crisis estalló con la muerte de Ramona Medina y dejó así en evidencia que el virus atacó en la zona más vulnerable: la que soportó la pandemia sin agua durante 15 días.
Apenas comenzado el aislamiento social obligatorio el barrio creó un Comité de Crisis conformado por los comedores, merenderos, organizaciones sociales y partidos políticos más las iglesias, en un esfuerzo por unir fuerzas para ser escuchados. No lo lograron hasta que estalló la muerte evitable de Ramona, que les abrió las puertas del gobierno porteño y nacional, empujadas por la indignación que sembró esa noticia en las redes sociales. Hoy la familia de Ramona ya no está en el barrio y su casa está vacía, como varias de esa cuadra. El porqué es una llaga: el 14 de diciembre de 2018 la Legislatura porteña aprobó la ley de urbanización de la villa 31, que anunciaba “la construcción de unas 1.200 nuevas viviendas y un plan de mejoramiento de las existentes que consistirá en dotar a las unidades de conectividad de infraestructura para la red de agua potable, energía eléctrica, desagüe cloacal y pluvial; y la disposición de oferta educativa, sanitaria y de movilidad”. La cuadra de Ramona es una de las tantas que tendría que haber sido trasladada a las viviendas prometidas. La pandemia dejó en evidencia que la ley y la inversión de 800 millones que el gobierno porteño asegura haber invertido en el barrio eran nada.
Cargando todo este contexto y no a pesar de él, el Comité de Crisis se reunió con las autoridades del gobierno porteño y planteó un protocolo que hoy se convierte en modelo de intervención territorial, único en el mundo. Fueron las personas organizadas quienes definieron cómo enfrentar la pandemia estableciendo principios claros:
- Búsqueda activa: en lugar de esperar la demanda de casos, salir a buscarlos.Conciencia social: brindar información clara y confiable. Según las palabras de una vecina integrante del Comité “Se trata de que cada uno aporte para salir de esta crisis todos. Fomentar la responsabilidad social, pensar en el otro –el amigo, el vecino–, y saber que con mezquindad y egoísmo no combatimos este virus.
- Difundir medidas claras y posibles para cuidarse. “El barbijo es muy importante; no los guantes, que te cuidan a vos pero no a los demás porque el látex arrastra al virus. Lavarse las manos, dejar los zapatos en la puerta. Si no hay suficiente agua para bañarte cada vez que volvés a tu casa, al menos lavarte bien las manos y la cara con agua y jabón. Desinfectar con lavandina: una tapita en un litro de agua es suficiente”.
- Comprender que en un territorio así no llegás a 55 mil personas con un spot de tevé. La comunicación debe ser por los canales de difusión que ya tiene el barrio: sus paredes, comedores, merenderos, organizaciones sociales y medios: un ejemplo, el canal de la villa Urbana tevé transmitió en directo todas las reuniones del Comité de Crisis con las autoridades.
- Comprender que el problema real y de fondo que deja en evidencia esta pandemia es que no puede haber asentamientos como estos: si no existen condiciones dignas de vida no hay salud.
Lograron así que de aquellos 100 casos diarios se bajara hoy a menos de 10.
Lograron también que las 55 promotoras de salud -que atajaron el peor momento de la crisis con contratos precarios- sean formalmente incorporadas a la planta interina del Estado porteño y cuenten con un salario más digno y un seguro. Falta todavía que las familias aisladas reciban la comida y elementos de limpieza en forma suficiente, pero al menos lograron que los comedores reciban más mercadería para enfrentar lo peor, que siempre en ese barrio es el hambre y sus consecuencias: la falta de horizonte, esa pandemia social a la que resisten como esta y como siempre, inventando lo que les niegan.
No lograron, por cierto, que las respuestas lleguen a tiempo y todavía ni siquiera en forma suficiente, pero han logrado otro increíble milagro: sucedió en “El Comedor del fondo”, la trinchera que desde hace años da comida y contención a adolescentes y niñes que sobreviven en containers oxidados y consumen paco. “El virus comenzó a golpearnos porque al comedor vienen a buscar comida las personas en situación de calle que pasan la noche en el parador de Retiro que tuvo los primeros infectados de la zona. En ese momento a los chicos la policía les incautaba los carros y les decía: quédense en sus casas. Y los pibes respondían: ¿qué casa? Luego, el brote llegó a afectar a muchos colaboradores del comedor y tuvieron que venir funcionarios. Lo que produjo esta situación es que por primera vez nos vieron. Por un lado, vieron cómo explotó el comedor: de entregar 100 raciones diarias pasamos a tener que responder a 400 demandas de comida diaria. Y por otro lado, vieron a los pibes. Esta semana fuimos a buscar al Centro de Aislamiento de Costa Salguero a 20 pibes que pasaron ahí 15 días aislados. Para ellos fue increíble tener por primera vez cama, abrigo, comida, techo. Cuando les dieron el alta, planteamos ¿y ahora dónde los mandan? Y les dieron un subsidio habitacional. Ahora recibimos de lunes a lunes 450 raciones de comida, nos dieron anafes, garrafas, recursos. Desde ese punto de vista, el de los pibes, y después de estar durante ocho años remando en dulce de leche, logramos que el coronavirus provoque eso: que nos vieran”, resume Javier, uno de los tantos expertos que en este territorio le han ganado una batalla decisiva a esa pandemia que deja ciego, sordo y prepotente al Estado.
Superado el pico, obtenidos algunos recursos centrales para darle batalla al virus, ¿qué otras puertas abre esta brutal experiencia? Responde Julián, de El Campito, respuesto ya del contagio que lo recluyó quince días en un hotel en una habitación donde el solo entraba el sol durante un minuto y medio: “Lo que tenemos que pensar es que estas condiciones de vida son las que producen estas enfermedades. Y que la solución de fondo es una sola: terminar con el hacinamiento y la indignidad que representa este tipo de asentamientos”. El barrio tenía un proyecto de urbanización que las autoridades porteñas ignoraron. Contemplaba, por ejemplo, la construcción de un hospital que ahora el coronavirus justificó con notables argumentos. “La crisis dejó en evidencia que la llamada urbanización que quiso imponer el gobierno porteño es un cuento”. La falta de agua fue la prueba evidente, porque el virus lo marcó territorialmente: ahí donde faltó, fue en donde hubo más infectados y más muertes. También el aislamiento obligado dejó en evidencia que, por ejemplo, no funcionaban las antenas que tenían que darle conectividad satelital al barrio. En una reunión admitieron que de las 37 colocadas, 23 no funcionan. Pero no es tan evidente para el resto en este barrio en el que todas las noches frías se corta la luz, porque no hay gas natural y la red instalada no soporta que en muchas casas se enchufe al mismo tiempo una estufa eléctrica. Y esa falta de gas implica que todas las casas necesiten una garrafa, que es cara y no todos pueden comprarla, mucho menos ahora cuando es imposible generarse un ingreso. La lista sigue y conduce siempre a un mismo horizonte: lograr que el barrio tenga todo lo que le falta.
El coronavirus, entonces, es también el nombre de una oportunidad para lograrlo.
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