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Víctor Penchaszadeh: el gen de la resistencia
Es uno de los creadores del “índice de abuelidad”, crucial en la recuperación de nietos y nietas hijos de desaparecidos arrebatados por la dictadura. A los 82 años repasa su increíble historia: el secuestro de la Triple A, su exilio y carrera científica en Estados Unidos, la pregunta que le hicieron las Abuelas. El rol de la genética: de arma de discriminación, a herramienta de los derechos humanos. ¿Con qué “genes” mirar el futuro? Por Sergio Ciancaglini.

El día en que lo iban a matar, el médico pediatra y genetista Víctor Penchaszadeh se levantó a las 6 de la mañana para ir a su trabajo. Era jefe de servicio de genética del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez, ubicado en la calle Gallo al 1300 de una ciudad en la que se respiraba un aroma amenazante pese a su nombre: Buenos Aires. Se puso una remera polo, se despidió de su entonces esposa, Graciela, de sus hijos de 6 y 3 años, y partió en su Fiat 1600 azul. Pensaba en las noticias y en cromosomas.
Era viernes 19 de diciembre de 1975. Trabajó en el hospital y después de las 16 fue hasta Callao 1064, entre Santa Fe y Marcelo T. de Alvear. En el piso 11 funcionaba su laboratorio de genética, al que colegas pediatras le derivaban pacientes. El día anterior había comenzado la sublevación encabezada por el brigadier Jesús Capellini para destituir al jefe de la Fuerza Aérea, Héctor Fautario, el único comandante que no estaba de acuerdo con Jorge Videla (Ejército) y Emilio Massera (Marina) en dar un golpe de Estado contra el gobierno de Isabel Perón. Ese día la fecha del golpe quedó definitivamente agendada para el 24 de marzo siguiente.
Víctor no lo sabía, obviamente, ni sabía que las partículas de su destino se habían acelerado porque el día en que lo iban a matar era ese mismo viernes prenavideño. Sentía que lo sobrevolaba una especie de mal presagio, y pensaba a la vez en los estudios que debía realizar esa tarde con su microscopio sobre los cromosomas de un niño con un posible síndrome de Down.
Vio a una persona en la entrada del edificio. Le pareció raro, pero a finales de 1975 ver gente sospechosa ya era parte del paisaje callejero. Cuando llegó al piso 11 escuchó el portero eléctrico. Atendió, le hablaron de un paciente del interior que necesitaba verlo. Le pareció raro también, pero contestó que subieran. El mal presagio inundó su cabeza. Tomó velozmente una serie de publicaciones de aquella época tan plagada de descamisados, crisis, militancia, transformaciones y demás, y las tiró por la ventana al pulmón de manzana. Pensó en salir del departamento, pero no le dieron tiempo. Tocaron el timbre. Abrió la puerta y cuatro visitantes armados, incluyendo al que estaba abajo, se abalanzaron sobre él golpeándolo de un modo que no puede llamarse salvaje, porque lo salvaje no tiene crueldad. Lo sacaron hacia el ascensor deshecho a golpes, con costillas quebradas, las manos atadas atrás, una cinta adhesiva sobre los ojos y otra tapándole la boca. No necesitó microscopio para ver la genética de lo que le pasaba, condensada en un nombre: Triple A, el grupo parapolicial creado por el ultraderechista José López Rega, dedicado a la persecución y fusilamiento de opositores al gobierno.
Pese a la cinta adhesiva Víctor alcanzó a ver a uno de los agresores: era un supuesto visitador médico que merodeaba el hospital. Bajaron en el ascensor y al llegar a la calle sintió que sus captores se detenían. Dos de ellos habían ido a buscar un auto. Los otros lo llevaban agarrado de los codos diciéndole: “Cualquier cosa que hagas sos boleta”.
Llegó el auto y no hubo respiro porque intentaron meterlo a la fuerza pero él empezó a sacudirse y a forcejear y apoyó una pierna sobre el guardabarros trasero para impedir que lo introdujeran en el auto. pero los secuestradores volvieron a pegarle y la gente que estaba alrededor dejó un rato de mirar vidrieras navideñas y empezó a gritar “suéltenlo, no le peguen”, según alcanzó a escuchar Víctor que clamaban unas mujeres en medio de esa zona supuestamente elegante y tan concurrida. Gritos que desconcertaron a los atacantes en ese momento de caos en el que él cayó al piso y escuchó que desde adentro del auto gritaban “déjenlo, rajemos”.
El vehículo partió chirriando las gomas. Él quedó tirado en la vereda. Se acercaron a ayudarlo a levantarse. El que le quitó la cinta adhesiva de los ojos lo miró asombrado: “¿Pencha, sos vos?”. Víctor tampoco lo podía creer: era Horacio Mani, médico inmunólogo, antiguo profesor suyo y amigo, que lo tomó del brazo con una estrategia sencilla: “Tenemos que irnos de acá”. Esa noche aparecieron decenas de cadáveres de personas acribilladas por la Triple A, sello que desapareció durante la dictadura, incorporado al aparato del Estado terrorista.
Desde entonces Víctor Penchaszadeh tiene dos cumpleaños: el de su nacimiento el 6 de abril. Y el 19 de diciembre, segundo nacimiento que algunos amigos y sus hijos le celebran por haberse liberado de los malos presagios, para empezar la crónica de una vida anunciada.
De Vietnam al whisky
Mira el mundo desde sus vitales 82 años y su estatura basquetbolística. Vive con su segunda esposa, Nora, y no deja asombrarse de su propia historia, cuyos significados cada quien podrá enlazar o no con el presente.
Desde aquel intento de secuestro con garantía de asesinato, su biografía dio un vuelco que lo llevó años después a formar parte crucial de un dispositivo científico inédito en el mundo que podría parecerse a un acto de magia: recuperar a quienes fueron bebés secuestrados, desaparecidos y entregados ilegalmente a familias afines a la dictadura en los 70, al poder determinar su identidad años después a partir del llamado “índice de abuelidad”: si los padres están desaparecidos, se descubrió cómo recurrir a los abuelos para determinar la identidad real de una persona. “Estela Carlotto decía siempre: ‘ahora nosotras buscamos a los nietos, pero muy pronto van a ser ellos quienes nos busquen a nosotras’. Y eso es lo que está ocurriendo”.
Lo desaparecido se hizo visible. La mentira se transformó en verdad y pudo fluir ese proyecto que suele tener demasiados enemigos: la vida.
Se describe como hijo de una clase media judía, progresista, fugada de la Revolución Rusa, que en Argentina instaló una fábrica textil que tuvo épocas florecientes durante el peronismo de mediados del siglo pasado. Víctor estudió medicina en la UBA a partir de 1958 y siempre se interesó por explorar horizontes nuevos. En la ciencia: “Me dio por estudiar genética que en aquellos años era algo extravagante, pero tuve un maestro que fue Carlos Gianantonio, el pediatra más importante del país en los 60. Me entusiasmó porque me había visto leyendo unos estudios sobre el tema. Era un campo de conocimiento muy inexplorado y a mí me interesaban la investigación y el conocimiento. En 1968 Víctor McKussi, un genetista norteamericano que vino a dar una charla me ofreció una beca en su país y me fui hasta 1971”. Allí cursó la Maestría en Ciencias de la Salud en la Universidad de Johns Hopkins, y se le acrecentó además otro horizonte: el político. Penchaszadeh ya había participado en el movimiento estudiantil universitario. “Yo era un independiente de izquierda, si tal oxímoron es posible” ríe. “Y en Estados Unidos me pasé más tiempo en la calle manifestándome contra la guerra de Vietnam que en el laboratorio”, cuenta.
Volvió a Argentina en 1971, como instructor de residentes en el Gutiérrez. “Y en la parte política tenía mucha visibilidad pero no estaba en ningún partido ni en las orgas –Montoneros, la JP, el ERP, el ERP 22– pues la lucha armada no era lo mío. Trabé una relación muy estrecha con el interventor que puso el gobierno en la Facultad de Medicina de la UBA, Mario Testa, y el otro interés que tuve siempre se tradujo en un cargo en la Escuela de Salud Pública de la facultad. No era peronista, como nunca fui prosoviético ni comunista, en el sentido que tenía acá el PC, que era una sucursal de Moscú”.
Esa independencia partidaria y orgánica generó un efecto: “Tenía la confianza de los dirigentes y estudiantes de izquierda, del campo que fuese, tanto de la JP como del PC o lo que fuera, y por eso estuve más visible de lo que me hubiera convenido”. Esa visibilidad, y el encontronazo con un comisario a partir de la visita de un genetista venezolano (Sergio Arias), pusieron a Víctor en la mira. “Para los ojos de la policía yo era un comunista porque detectaron que en los 60 había viajado a Uruguay y volví con literatura que para ellos era de izquierda. Quedé marcado con ese prontuario”.
El día en que lo iban a matar salió maltrecho de Callao y Santa Fe con Horacio Mani, que lo llevó a la Escuela de Salud Pública en la que Víctor oficiaba como profesor. La salud pública era su otra pasión médica. “Allí me recibió Aldo Neri, el director de la Escuela –cuenta emocionado sobre quien luego sería ministro de Salud de Raúl Alfonsín– que fue un salvavidas emocional en aquel momento. Primero, en forma de un scotch, un whisky que me sirvió”. Más repuesto, ese fin de semana hubo cónclave familiar. Víctor el 22 de diciembre ya tenía su pasaje a Venezuela a donde marchó ese mismo día, solo, hasta que un par de meses después llegaron su mujer y sus hijos.
El patatús y la pregunta
Venezuela era entonces una de las democracias más sólidas del continente. Víctor fue recibido para trabajar tanto en áreas relacionadas con la genética como la salud pública. En 1981 viajó a Nueva York iniciando una carrera intensa que llevó 25 años. Fue genetista clínico de hospital, profesor asistente en la Universidad de Cornell, profesor asociado y luego titular en la Escuela de Medicina de Mount Sinai, en el Hospital Beth Israel y el Albert Einstein Medical College, y llegó a la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Columbia como profesor de epidemiología. “Yo era un poco un genetista vergonzante, no exhibía mis credenciales de genetista aunque ya planteaba durante todos esos años mi visión sobre los derechos humanos y el derecho a la salud”.
Con otros argentinos exiliados como él, a comienzos de los 80 Víctor participó en un centro de denuncia de la dictadura argentina y entró en contacto con los organismos de derechos humanos. Conoció en Nueva York a Emilio Mignone, uno de los fundadores del CELS, y en noviembre de 1982 a Isabel Chicha Mariani y Estela Carlotto, entonces presidenta y vice de Abuelas.
El recuerdo de Víctor: “Para mí fue un patatús saber que las iba a conocer. Pensé: caramba, en esto quiero estar, esto es lo mío. Ellas me preguntaron: ¿qué puede haber más importante para un genetista argentino que buscar y encontrar la manera de identificar genéticamente a los nietos robados? Tenían razón. Fue un parteaguas. La genética había sido utilizada en el pasado para discriminar, para esterilizaciones forzadas, para la eugenesia, hasta llegar al Holocausto justificado por los nazis y una doctrina falsa de higiene racial. El desafío de Abuelas significaba vincular la genética a la defensa de los derechos humanos, y no a su violación. Desde aquel momento pude sentir el orgullo de ser genetista”.
Aclaración de este señor que muestra lo que pasa cuando la personalidad es más importante que el ego: “Nada de esto quiere decir que fue un logro mío. Todas son creaciones colectivas, con Abuelas y con cantidad de colegas de distintas especialidades”. Otro nombre relevante en esa construcción fue el de una colega de Víctor, la genetista norteamericana Mary-Claire King. El primer caso en el que se aplicó el índice de abuelidad fue el de Paula Eva Logares, cuando el Poder Judicial utilizó como prueba los análisis genéticos y en diciembre de 1984 se le restituyó su identidad, su nombre, su historia. Lo mismo ocurrió con las 139 personas recuperadas por Abuelas. Y acaso con la sociedad argentina.
Perros, Musk y transgénicos
Su autopercepción: “Soy un trabajador de la genética y no el genetista típico, porque estoy contra el reduccionismo y el determinismo impulsados por el complejo médico-industrial-farmacéutico que aplica la genética como producto de mercado”. Conviene aclarar que hasta la IA reconoce que Víctor Penchaszadeh es el científico más importante del país en términos de genética aplicada a la identidad y derechos humanos. “Para mí se ha alimentado el desarrollo de la tecnología sin cuidar lo que le pasa a la gente. Entonces planteo que la ciencia no solo debe respetar a los derechos humanos, sino que debe servir a su funcionamiento. Por eso me dediqué a la bioética”, tema en el que obtuvo otra maestría.
¿Qué significa eso? “Que hay gente a la que solo le importa su crecimiento individual y económico. Hay mucha plata que lucra con las falacias genéticas que yo intento desacralizar. No se puede pensar al ser humano y al mundo sin ciencia y tecnología, queremos que haya progreso científico, pero observando principios éticos cruciales para la especie humana, como la solidaridad y la equidad. Un desarrollo que esté disponible para todo el mundo y no como con los últimos medicamentos de la industria farmacéutica que tratan enfermedades genéticas y cuestan arriba de dos millones de dólares. Yo soy un teórico de lo que se llama la determinación social de la enfermedad, que es mucho más poderosa que los genes”.
Mientras tanto se venden perros de diseño, se clonan pichichos libertarios, se habla de la inmortalidad como proyecto. “Esas son estupideces. Porque te encontrás además con otra falacia, la de querer mejorar al ser humano genéticamente. Me explico: cada vez son más los bebés de probeta a los que se les puede hacer un estudio genético. Hay objetivos éticamente aceptables, como curar una enfermedad hereditaria con la edición genética. Te dicen: ¿Por qué no hacerlo desde el embrión? El problema es que se presta a abusos. ¿Y si quiero que mi hijo sea más inteligente? Por suerte esa posibilidad no existe porque la inteligencia, como tantos rasgos humanos, depende de las interacciones y del genoma con el medio ambiente que tienen mucho más peso que los genes. Somos seres sociales. El genoma contribuye porque sin él no seríamos seres humanos, pero todas las características humanas dependen de la interacción del genoma heredado junto con el medio ambiente social, político, económico, químico, biológico, que nos rodea desde antes de nacer y durante toda la vida”.
Advierte sobre el regreso a la eugenesia (que busca “mejorar” poblaciones humanas según rasgos “deseables”, eliminando los supuestamente “indeseables”). “Eso nos retrotrae a la época nazi, por supuesto, los asesinatos sistemáticos de enfermos que prepararon el terreno para los crímenes en los campos de concentración. Y todo esto está en riesgo mayor con el auge de la ultraderecha en el mundo. Tenés a alguien como Elon Musk, cada vez con más poder gracias a Donald Trump. ¿Qué se puede esperar de bueno de alguien así? Nada. Cero. Entonces hay que abogar por una tecnología genética que sirva para el bien de la gente, de las poblaciones y no para el enriquecimiento ilícito y sin fin de los que tienen el poder”.
Sobre la genética aplicada a los monocultivos como el de soja y el trigo, con el saldo de primarización económica, deterioro de los suelos, desertificación, contaminación y poblaciones sometidas a fumigaciones: “Estamos en una ley de la selva o de la soja, con un poder económico que elimina bosques masivamente expandiendo la frontera agropecuaria, con transgénicos resistentes a agrotóxicos que afectan a los pueblos fumigados. Hay muchas experiencias al respecto, están los trabajos de Andrés Carrasco y los grupos académicos que han hecho estudios epidemiológicos que demuestran aumento de malformaciones congénitas y enfermedades como el cáncer. La propia Organización Mundial de la Salud, de la cual nos estamos yendo, categoriza al glifosato como cancerígeno. Todo esto no es mi área de trabajo, pero es evidente que requiere una mirada que también puede hacerse desde la bioética”.
Con tanta vida vivida, ¿cómo percibe esta época? Después de unos segundos, responde: “Apocalíptica. A nivel mundial creo que nunca hemos estado tan cerca de una guerra nuclear desde la crisis de los misiles de 1962. Y si eso pasa, sería el fin de la humanidad tal como la conocemos. Y a nivel local es terrible tener a alguien como Milei de presidente, votado por promesas falsas por la mayor parte de la población. Uno habla de Milei, pero habría que hablar de la sociedad argentina que generó esta cosa distópica”.
¿Las causas? “No soy un cientista político, pero aunque a mis amigos kirchneristas no les va a gustar, creo que básicamente fue un fracaso del kirchnerismo, sobre todo los últimos gobiernos, lo que implica un fracaso del liderazgo que impuso a Alberto Fernández y que tiene un nombre: Cristina. Entonces creo que se hicieron las cosas muy mal. Los politólogos y sociólogos podrán analizar los puntos en los que peor se estuvo. Pero hubo hitos como la fiesta de Olivos o las vacunaciones VIP. O sea: vos predicás una cosa y hacés otra. Y eso la gente no lo perdona. Como especialista en salud púbica no tengo dudas de que mantener a la gente en sus casas fue una medida adecuada, pero no tomaron en cuenta las consecuencias. La gente que no pudo trabajar. Sumale el hartazgo y la corrupción, que existió aunque se la niega. Todo eso fue un cóctel explosivo. Te encontrás con gente que prefiere cualquier cosa antes que volver al pasado. Hasta darle la oportunidad a este gobierno para que siga hundiendo al país, con tal de que no vuelva lo anterior. Pero claro, todo esto no tiene nada que ver con la genética”.
Futuro pos-Apocalipsis
Difícil saberlo. Lo que faltaría descubrir es dónde encontrar pistas para reconstruir futuro. Las que encuentra al menos un hombre dedicado a la bioética, la ciencia, y que aprendió a escaparle a la muerte: “Las Abuelas son un ejemplo de lo que tiene el ser humano, que es capaz de producir cosas que nadie piensa que pueden ocurrir. Hay algo de la voluntad, que no quiero exagerar pero es muy importante. El pensar positivo, el dar ejemplos de cómo vencer obstáculos políticos, económicos, climáticos, lo que fuere. Es una cuestión también de optimismo. Saber que esto no puede durar toda la vida. Es importante defender el trabajo del Banco Nacional de Datos Genéticos por todo lo que sigue aportando, y de la CONADI (Comisión Naciónal por el Derecho a la Identidad) que resulta un asesoramiento indispensable desde el Estado. Pero vuelvo a lo anterior: es importante la confianza, la solidaridad entre la gente, porque esta ultraderecha lo que busca es el conflicto, la división, la agresión, que vivamos peleados y confundidos”.
Hace rato que no sé si esto es una charla sobre genética o mucho más. Dice Penchaszadeh: “La solidaridad es para mí un valor ético fundamental de la especie humana. El miedo es contraproducente, te paraliza. El optimismo y la confianza es lo que te energiza. Y en estos tiempos esa energía es la que estamos necesitando”.
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Estilo Estela
Su utopía era la de una vida normal. No pudo ser: la directora de escuela “antiperonista y aburguesada” sufrió el secuestro de su marido primero (liberado tras el pago de un rescate a los grupos de tareas) y más tarde el de su hija Laura, que parió en cautiverio y luego fue fusilada por la espalda. Para Estela comenzaba otra historia. Desde los gritos ante la Rosada, los cumpleaños simulados y las búsquedas insólitas, hasta el hallazgo de 139 vidas e identidades. ¿Qué simbolizan Abuelas? Modos posibles de ser y de hacer, frente a lo peor, y sin odio. Acción más que los discursos. Carácter, eficiencia y alegría. El efecto Milei y un consejo abuelístico. Por Sergio Ciancaglini.
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