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Comunicación, manipulación & poder: política del caos

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El italiano Giuliano da Empoli escribió Los ingenieros del caos, un bestseller que describe cómo viene operando la derecha sobre las bases de la rabia social y amparada en los algoritmos. Una lógica de show, confusión y caos que excacerba odios, corre límites y cambia paradigmas. Algo que se puede ver actualmente con las campañas y los ataques generados por el oficialismo. Ejemplo obvio y mínimo de estos días: la cuestión del actor Ricardo Darín y el precio de las empanadas, convertida en operación y aaque mediático mientras el gobierno sigue endeudando e hipotecando al país, desguazando trabajo, jubilaciones, consumo y futuro. ¿Cómo pasar de la indignación a la acción, de la resistencia a una propuesta positiva? La tarea que enfrenta el mundo en un contexto de desigualdad y digitalidad empieza por entender qué (nos) está pasando. Esta nota fue publicada originalmente en la revista MU. Por Franco Ciancaglini.

Comunicación, manipulación & poder: política del caos
Da Empoli muestra las confusiones y shows políticos para lograr la manipulación social, y propone: “La única posibilidad de escapar a las garras de los ingenieros del caos consiste en afirmar una visión motivadora del futuro y sustituir el miedo por el deseo, lo negativo por lo positivo”. Foto: Francesca Mantovani

¿Qué está pasando? ¿Cómo puede ser que el Presidente haga esto y aquello, que diga semejante barbaridad? ¿Que se contradiga de manera evidente? ¿Que haga cosas que, en otro momento histórico, serían piantavotos, pero que hoy parecen generarle adhesión? 

¿Qué hacemos? ¿Indignarnos? ¿Siguen siendo efectivas las formas de resistencia que conocemos?

El libro del italiano Giuliano da Empoli no tiene, claro, todas las respuestas, pero analiza el fenómeno a escala global lo cual nos vuelve menos solos y menos originales. Está pasando en muchas partes, e incluso, ya pasó. Este ensayo-investigación deriva de algún modo de El Mago de Kremlin, libro supuestamente predilecto del asesor presidencial Santiago Caputo, cuya discutible “virtud” tal vez sea haber copiado la estretegia de lo que se inició en Italia (Da Empoli llama “la Silicon Valley del populismo), existe en Argentina y continúa con la vuelta de Trump a la Casa Blanca. 

Esas transformaciones, ya se viene diciendo, galopan sobre las nuevas formas de comunicación digital y también sobre las causas estructurales de un mundo cada vez más desigual y violento. En esa intersección es donde precisamente se para Da Empoli para describir cómo operan ciertos líderes que él llama “populistas” en un estilo que se adapta perfectamente al fenómeno Milei. 

¿Cómo se aprovecha de modo paradójico, la derecha de los propios resultados desastrosos de sus planes económicos? ¿Cómo reencauzar esa ira, hacia un imaginario colectivo y positivo? 

Tal vez convenga tomar algunas herramientas que usa este tipo de poder, si no para usarlas al menos para entender a qué nos enfrentamos. 

Así lo escribe Da Empoli.

Ingenieros

Un poco por todas partes, tanto en Europa como en otros lugares, el auge del populismo ha tomado la forma de un baile frenético que anula todas las reglas establecidas y las transforma en sus respectivas antagonistas. Los defectos de los líderes populistas se transforman, a ojos de sus lectores, en cualidades. Su inexperiencia sería la prueba de que no pertenecen al círculo corrupto de las élites y se percibe como garantía de su autenticidad. Las tensiones que se producen a nivel internacional serían un ejemplo de su independencia y las fake news, que nutren su propaganda, el símbolo de su libertad de espíritu. 

(…) Frente a este espectáculo, existe la gran tentación de alzar la mirada al cielo y dar la razón al Bardo: ¡El tiempo ha perdido sus estribos! Sin embargo, tras las apariencias desenfrenadas del carnaval populista, se oculta el duro trabajo de decenas de consultores, de ideólogos y, cada vez más, de científicos y expertos en Big Data, sin los cuales los líderes populistas nunca habrían alcanzado el poder.

Datos

Esta es la historia de un experto en marketing italiano que comprendió, a principios de la década de 2000, que Internet revolucionaría la política, a sabiendas de que la era no estaba todavía lista para un partido puramente digital. De este modo, Gianroberto Casaleggio enrolará a un humorista, Beppe Grillo, para convertirlo en el primer avatar de carne y hueso de un partido–algoritmo, el Movimiento 5 Estrellas, asentado enteramente sobre la recopilación de datos de los electores y la satisfacción de sus demandas, ajeno a todo sostén ideológico. Es casi como si, en lugar de ser reclutada por Donald Trump, una sociedad de inteligencia de datos al estilo de Cambridge Analtytica hubiera tomado directamente el poder y elegido a su propio candidato.

Es la historia de Dominic Cummings, el director de la campaña del Brexit, quien había afirmado: “Si quieres progresar en política, no emplees a expertos o comunicadores, sino más bien a físicos”. Gracias al trabajo de científicos, Cummings pudo embaucar a millones de votantes indecisos de cuya existencia sus adversarios no tenían siquiera sospecha, gracias al envío de los mensajes más oportunos, en el momento más oportuno, para convertirlos a la causa del Brexit.

Algoritmos

Juntos, estos ingenieros del caos están reinventando una propaganda adaptada a la era de los selfis y de las redes sociales y, al hacerlo, están transformando la naturaleza misma del juego democrático. Su acción es la traducción política de Facebook y Google. Esta es naturalmente populista porque, al igual que las redes sociales, no tolera ningún tipo de intermediación y usa con todo el mundo la misma vara de medir, con un solo parámetro de juicio: los “likes”. Es indiferente al contenido porque, como las redes sociales, solo tiene un objetivo: el que los jóvenes genios de Silicon Valley llaman “compromiso” y que en política se traduce como adhesión inmediata. 

Si el algoritmo de las redes sociales se ha programado para servir al usuario cualquier contenido que pueda atraerlo un poco más a menudo y mantenerlo un poco más de tiempo en la plataforma, el algoritmo de los ingenieros del caos los empuja a la posición que haga falta –razonable o absurda, realista o intergaláctica– a condición de que capte las aspiraciones y los temores –especialmente los temores– de los votantes.

Carnaval

Por supuesto, al igual que las redes sociales, la nueva propaganda se alimenta principalmente de emociones negativas porque estas aseguran la mayor participación; de ahí el éxito de las noticias falsas y las teorías de la conspiración. Pero también cuenta con un lado festivo y liberador, demasiado a menudo pasado por alto por quienes hacen hincapié en el lado oscuro del carnaval populista. El escarnio ha sido siempre el instrumento más eficaz para derribar las jerarquías. Durante el carnaval, un buen ataque de hilaridad entierra la pompa del poder, sus reglas y sus pretensiones. No hay nada más devastador para la autoridad que la impertinencia que la convierte en blanco de las burlas. Ante la solemnidad programática del poder, frente al aburrimiento y la arrogancia que emanan de cada uno de sus gestos, el bufón transgresor al estilo Trump o la explosión contestataria al estilo de los “chalecos amarillos” provocan una sacudida que libera energías. Los tabúes, las hipocresías y las convenciones lingüísticas se desmoronan en medio de los aplausos de la multitud delirante.

(…) En este ambiente, no hay nada más pernicioso que interpretar el rol del aguafiestas. El verificador que subraya la falta con bolígrafo rojo, el liberal que señala con un arqueo de cejas su indignación ante la vulgaridad de los nuevos bárbaros. “He aquí el motivo de la infelicidad de la izquierda –dice Milo Yiannopoulos–: no tiene la más mínima inclinación a la comedia o a la celebración”. A ojos de los populistas en plena jarana, el progresista es un pedante con ademán afectado. Su pragmatismo es percibido como sinónimo de fatalismo, mientras que los reyes del carnaval prometen dinamitar la realidad existente.

Ejército

El nuevo carnaval no atiende al sentido común, sino que despliega su propia lógica, más cercana al teatro que a las aulas, más deseosa de cuerpos e imágenes que de textos e ideas, más centrada en la intensidad narrativa que en la exactitud de los hechos. (…)

Desde el punto de vista de los líderes populistas, los hechos alternativos no son un mero instrumento propagandístico. A diferencia de la información fehaciente, son un formidable factor de cohesión. “En muchos sentidos, los exabruptos son un instrumento organizativo más eficaz que la verdad –escribía Mencios Moldbug, bloguero de la derecha alternativa estadounidense–. Cualquiera puede creerse la verdad, mientras que creer en lo absurdo es una auténtica muestra de lealtad. Y quien tiene un uniforme tiene un ejército”.

(…) Las mentiras están en boga porque se funden en un relato político que capta los medios y las aspiraciones de una parte creciente del electorado, mientras que los hechos de quienes luchan contra ellos se insertan en una narrativa que ya no se considera creíble. 

Ira 

Para combatir la ola populista hay que comenzar por entenderla y no limitarse a condenarla, ni tampoco devaluarla como una nueva “época del esperpento”. El carnaval contemporáneo se nutre de dos ingredientes que no tienen nada de irracional: la ira en ámbitos de la clase trabajadora, que se alimenta de motivos sociales y económicos reales; y una maquinaria de comunicación imponente, originalmente concebida con fines comerciales, que se ha convertido en el principal instrumento de quienes quieren multiplicar el caos. 

Si bien he elegido, para este libro, centrarme en este segundo aspecto, ello no implica en modo alguno negar la importancia de las causas reales del descontento. Las acciones de los ingenieros del caos no lo explican todo, ni mucho menos. Lo que hace que estos personajes sean interesantes es más bien el hecho de que fueran capaces de instrumentalizar antes que nadie los signos de la transformación en curso, y la manera en que se han sabido aprovechar para pasar de los márgenes al centro del sistema. Para bien, y sobre todo, para mal, sus intuiciones, contradicciones e idiosincrasias son las de nuestro tiempo.

Indignación

En un libro publicado en 2006, Peter Sloterdijk reconstruía la historia política de la ira. Según él, un sentimiento irreprimible corría a través de todas las sociedades, alimentado por aquellos que, con razón o sin ella, creen que están siendo perjudicados, excluidos, discriminados o a duras penas escuchados. Históricamente, había sido en primer lugar la Iglesia quien había canalizado esta enorme rabia acumulada. Luego, los partidos de izquierda habían tomado el relevo a finales del siglo XIX. Estos últimos habían asegurado, según Sloterdijk, la función de “bancos de indignación”, al acumular las energías que, en vez de liberarse al instante, podían destinarse a construir un proyecto más ambicioso. (…) Según este plan, el perdedor se convertía en activista y su ira encontraba una salida política.

Una década después de la publicación del ensayo de Sloterdijk, es en estos momentos evidente que las fuerzas de la indignación popular se han reorganizado y expresan su voz en el seno de la galaxia de los nuevos populismos (…). Dejando a un lado todas sus diferencias, estos movimientos coinciden en emplazar en primera línea de la agenda política el castigo a las élites políticas tradicionales, a derecha e izquierda. Estas últimas son acusadas de traicionar el mandato popular y cultivar los intereses de una minoría atrincherada en lugar de atender los de la “mayoría silenciosa”. 

Energías

En materia de oferta política, el debilitamiento de las organizaciones que canalizan tradicionalmente la rabia popular, “los bancos de ira” de Sloterdijk: la Iglesia y los partidos de masas. Y, en términos de demanda, la irrupción de nuevos medios que parecen creados a medida para exacerbar las pasiones más extremas, los “fight club” de los cobardes, tal y como los define Marylin Maeso.

El auténtico talento de los ingenieros del caos reside en su capacidad de posicionarse en el vértice de esta intersección. Uno de ellos, el gran asesor de Viktor Orban, Arthur Finkelstein, describía la situación e los siguientes términos ya en la primavera de 2011: “Viajo mucho por todo el mundo y observo una gran cantidad de rabia por todas partes. En Hungría, Jobbik ganó el 17% de los votos con el mensaje ‘es culpa de los romaníes’. Lo mismo está ocurriendo en Francia, Suecia, Finlandia. En Estados Unidos, la rabia se centra en los mexicanos, en los musulmanes. Hay un grito al unísono: nos quitan nuestro trabajo, cambian nuestra forma de vida. Todo esto producirá una demanda de gobiernos más firmes y hombres más fuertes, que ‘detengan a esa gente’, sea cual sea ‘esa gente’. Hablarán de la economía, pero el corazón de su asunto es muy distinto: es la rabia. Es una gran fuente de energía que se está acumulando por todas partes”.

Los ingenieros del caos comprendieron antes que otros que la rabia constituía una fuente colosal de energía, y que podía explotarse para lograr cualquier objetivo, siempre y cuando se entendieran los mecanismos y se dominara la tecnología.

Fuerza

En los Estados Unidos de 2016, los criterios de evaluación de los políticos se habían convertido en los mismos utilizados para definir a otras celebridades: en primer lugar, la capacidad de atraer la atención; y segundo, la capacidad de identificarse con la personalidad en cuestión.

(…) Bajo este perfil, la pose de Trump revelaba por supuesto un componente de puesta en escena, pero también contenía un elemento real de espontaneidad. (…) Por medio de la crudeza de su lenguaje soez y sus provocaciones, a través de sus discursos improvisados y tuits, a través de sus chistes insultantes y su fanfarroneo ingenuo, Trump expresaba una autenticidad que lo diferenciaba de los políticos tradicionales, sobre los cuales todo parecía resbalar con la misma indiferencia inalterable. Donald estaba un poco desquiciado, pero era una personalidad real, y no el ensamblaje artificial fruto de los consejos de expertos en relaciones públicas. Decía las cosas tal y como eran. No tenía tiempo para la corrección política ya que eso –decía– era lo que ocurría en Estados Unidos, donde se perdía demasiado tiempo en debates sobre aseos públicos transgénero y los huertos orgánicos mientras las fábricas cerraban y los empleos se trasladaban a México y al Extremo Oriente. El estilo agresivo de Trump transmitía una sensación de fuerza. Asimismo, si desafiaba las convenciones sin arrugarse, quizá mostrara las mismas agallas a la hora de cambiar las cosas.

Intensidad

El objetivo ahora es identificar los temas que importan a todos y luego explotarlos a través de una campaña de comunicación individualizada. La ciencia de los físicos permite a las campañas contradictorias coexistir sin conflicto, sin reunirse en ninguna ocasión, hasta el momento de la votación. En el nuevo contexto, la política se vuelve centrífuga. Ya no se trata de unir a los votantes en torno al mínimo común denominador, sino más bien de inflamar las pasiones de tantos grupos como sea posible y sumarlas luego. 

(…) La lógica de los nuevos medios, que hace hincapié en los contenidos de suscitar las emociones más intensas, crea obstáculos para los creadores moderados, que afrontan mayores dificultades para generar tráfico en Internet y lograr así ingresos satisfactorios para ellos y para los medios que los alojan.

Inestabilidad

En un entorno de este tipo, el comportamiento de los líderes y los partidos se hace inestable. Incluso para los partidos “clásicos”, la motivación para elaborar una plataforma coherente y un mensaje unificado capaz de atraer al elector promedio disminuye mientras crece la tentación de multiplicar las señales –incluso contradictorias–, con el objetivo de captar los grupos más dispares. 

(…) El líder político se convierte en “un hombre hueco”: “Los temas de su conversación le son otorgados por quienes lo interrogan: ellos son los que ponen las palabras en su boca y crean la conversación”. El único valor añadido que se le pide es el propio del contenido del espectáculo. “Never be boring” (nunca seas aburrido) es la única regla que Trump sigue estrictamente, lo que produce un sainete a diario, como el final en suspenso de una serie de televisión que obliga al público a pegarse a la pantalla a la espera del siguiente episodio. En el fondo, el mérito histórico de Trump fue sobre todo comprender que la campaña presidencial era equiparable a un mediocre programa televisivo.

Rotos

El riesgo reside en que un sistema caracterizado por un movimiento centrífugo es, inevitablemente, cada vez más inestable. El principio vale tanto para los gases naturales como para los colectivos humanos. ¿Cuánto tiempo más será posible gobernar las sociedades plagadas de impulsos centrífugos cada vez más poderosos?

 (…) Las nuevas generaciones que hoy observan la política reciben una educación cívica compuesta de comportamientos liberales y consignas que influirán sobre sus actitudes futuras. Una vez rotos los tabúes, resulta imposible recomponerlos: cuando los líderes actuales pasen de moda, es poco probable que los votantes, acostumbrados a las drogas duras del nacional–populismo, soliciten de nuevo la manzanilla de los partidos tradicionales. Pedirán algo nuevo y puede que todavía más fuerte.

(Des) ventajas

Los ingenieros del caos han sabido leer que este malestar podría convertirse en un recurso político formidable y han usado su magia –más o menos negra– para multiplicarlo y orientarlo en la dirección que mejor se amolde a sus propósitos. En cuanto al programa, la respuesta que los nacional populistas dan a la pérdida de control es la tradicional: el aislamiento. Cerrar las fronteras, abolir los tratados de libre comercio, proteger a los que permanecen en el interior con un muro que marque distancias con el mundo exterior. Pero, como hemos tratado de demostrar hasta ahora, en términos de formas e instrumentos, los ingenieros del caos han tomado una importante ventaja. En palabras de Woody Allen, en la era del narcisismo tecnológico, “los malos han comprendido algo que los buenos no saben”.

Creer

La única posibilidad de escapar a las garras de los ingenieros del caos consiste en afirmar una visión motivadora del futuro y sustituir el miedo por el deseo, lo negativo por lo positivo. Pero si miramos a nuestro alrededor, la prevalencia de las narrativas negativas parece abrumadora. No es solo una fase, ni se debe solo a la política. Ocurre lo mismo en todos los ámbitos: en el mundo de los medios de comunicación las malas noticias superan a las buenas; en el cine y la tevé, las distopías y las películas y series de catástrofes superan a los escenarios optimistas.

(…) Producir mensajes e historias positivas no es difícil en sí mismo. Lo difícil es garantizar que contengan la energía suficiente para captar la atención de las personas a las que van dirigidos e implicarlas activamente. Pero eso en sí mismo no es fundamentalmente nuevo.

(…) Se equivocaba el ingeniero del caos que sugería a los aspirantes a políticos que olvidaran la historia y se centraran en la física (…). La llegada de la tecnología digital y el big data no ha traído un mundo más racional y predecible, sino exactamente lo contrario. Un mundo caótico –ni más ni menos de lo que siempre ha sido– al que todavía se aplica la vieja máxima de Henri Bergson: “De diez errores políticos, nueve consisten simplemente en seguir creyendo verdadero lo que ha dejado de serlo. Pero el décimo, que podría ser el más grave, consiste en dejar de creer en lo que sigue siendo cierto”.

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