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Los secretos de la universidad pública
¿Puede una universidad pública trabajar en secreto para una empresa multinacional que tiene millonarios conflictos legales con el Estado argentino? Puede. El ejemplo que aquí se revela no es el único. Representa un caso de los muchos que obligan a sintonizar los conocimientos académicos con los intereses privados.
Vayamos al grano. La Universidad de Lomas de Zamora, como toda universidad nacional, tiene un área dedicada a las investigaciones científicas. La última auditoría disponible de la Sigen señala que todas esas investigaciones “se ajustan a la normativa vigente”. Constató 23 y una curiosidad: a pesar de contar con cinco facultades, todos los proyectos correspondían a una sola, la de Ciencias Agrarias. Como toda facultad perteneciente a una universidad nacional, el conocimiento que así se produce es de todos. O dicho de otro modo, público. Pero no.
Según puede apreciarse en uno de los convenios que esa facultad suscribió con la empresa multinacional Monsanto –vigente hasta noviembre de 2010– está obligada a “no copiar, comunicar, distribuir, diseminar, exponer o, de cualquier otro modo, revelar la información confidencial” que resulte de los estudios y proyectos de investigación que realiza para Monsanto. Se obliga, además –según señala expresamente el convenio– a realizar trabajos de asesoría y consultoría, investigación y desarrollo y a mucho más: “colaborar en la ejecución de trabajos de Tesis de Grado o Posgrado por alumnos de la Facultad en temas de interés para ambas partes”. Dicho en criollo: a poner en sintonía con los intereses de esa empresa los objetivos y contenidos académicos.
Hay que decirlo rápido para poner esta información en su debido contexto: esa Facultad no es la única que ha firmado acuerdos de este tipo con Monsanto. Es sólo la única cuyo convenio tenemos posibilidad de hacer público.
Vayamos al otro grano: Monsanto no es cualquier empresa. Como un villano de dibujito animado, sus prácticas no son ni sutiles ni inocuas. Dueña monopólica de las semillas de soja y maíz transgénicos, actualmente mantiene un litigio millonario contra el Estado argentino, pero en tribunales europeos, para reclamar su tajada de la exportación de lo producido con “sus” semillas. La demanda ilustra, además, sobre los modales de esta empresa: en 1996 incautó en Europa cuatro embarques de harina de soja proveniente de Argentina, comprobó en esa carga la presencia del gen transgénico y exigió 18 dólares por tonelada en concepto de regalías. Si se atendieran estas pretensiones, Monsanto tendría derecho a multiplicar esos 18 dólares por los 40 millones de toneladas anuales que exporta Argentina. Un detalle: el gen Monsanto no está patentado en el país. Otro detalle: las semillas que produce Monsanto son suicidas. Es decir, no pueden reproducirse. Sólo comprarse. Así, la máquina de facturar de Monsanto se garantiza científicamente la vida eterna.
Monsanto sabrá cómo cobrar, pero demuestra menos interés en pagar sus propias deudas. En febrero de 2008 la afip allanó sus oficinas en el marco de una causa que le inició por evasión impositiva.
Resumiendo, y sin entrar siquiera en los detalles de las denuncias que riegan el país por el uso de su letal herbicida glifosato, estamos participando del siguiente juego:
Primer acto: una empresa extorsiona judicialmente a los productores agropecuarios criollos en Europa, con el consecuente costo económico del litigio para el Estado argentino que patrocina la defensa.
Segundo acto: esa misma empresa está acusada de no cumplir con obligaciones impositivas que el Estado argentino le reclama judicialmente.
Tercer acto: la producción académica del Estado argentino acepta sin condiciones abrir generosa y secretamente sus puertas a esa empresa.
¿Cómo se llama esta obra?
La repuesta debería escribirse en japonés, en honor a quienes la crearon.
Ser inteligente
Vayamos al granero: entre todas las porquerías que nacieron durante los años 90 está la literatura de managment empresarial. Subvalorada por el mundo intelectual, conviene tenerle respeto. Sus gurúes no serán Foucault, pero lo han leído. Y lo más importante, han escrito. Uno de esos manuales que hoy pueden consultarse libremente en la web resume en castellano la doctrina que inspiró los movimientos de las empresas en tiempos globales. El que nos interesa ahora tiene un nombre de película de ciencia ficción: Vigilancia Tecnológica e Inteligencia Competitiva. “Para la teoría actual de la gestión empresarial el conocimiento es información con significado. Bajo este paradigma la empresa debe organizarse para recibir los flujos informacionales que se generan a través de cuatro grandes interacciones:
sistema científico: universidades, institutos de investigación;
sistema mediador: consultores, asesores, investigadores;
autoridades públicas: oficinas de patentes, organismos de regulación, promotores financieros;
mercado”.
Este concepto le corresponde a Juergen Hauschildt, director del Instituto de Administración de Empresas de la Universidad alemana de Kiel. Pero fue Steven Wheelwright, de la Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard, el encargado de definir los alcances del nuevo paradigma. “La vigilancia tecnológica está constituida por el conjunto de técnicas que permiten organizar de manera sistemática la acumulación, el análisis, la difusión y la explotación de las informaciones técnicas útiles para la supervivencia y crecimiento de la empresa. Tiene la misión de alertar a los responsables de la empresa de toda innovación científica o técnica susceptible de modificar su entorno”. El autor, además, identificaba un exitoso modelo que había convertido a esta herramienta en una política de Estado: Japón.
Paciencia: nos fuimos lejos, pero estamos cerca de entender por qué esta teoría en un par de párrafos nos aterriza en La Plata.
El escaner global
“Iremos al mundo entero a buscar el conocimiento con el fin de reforzar los fundamentos del poder imperial”, dice la Constitución japonesa. Y así fue. Para concretar esa premisa, a finales de los 50 creó dos organismos: la Central Japonesa de Ciencia y Tecnología (jicst), principal entidad gubernamental responsable de obtener y difundir entre las empresas locales información sobre investigaciones científicas extranjeras y la Agencia Japonesa de Cooperación Internacional (jica), que, entre otras misiones, gestiona y fomenta acuerdos de transferencia tecnológica con otras naciones. Es decir, un organismo escanea el globo hasta detectar qué y dónde y el otro abrocha el acuerdo para transferir ese conocimiento a la industria local.
Volvamos al juego:
El 26 de julio de 2002 se difundió la noticia de que científicos de una universidad argentina habían desarrollado un arroz con un 40 por ciento más de valor proteico y rendimiento por hectárea. El nombre de la variedad parecía una clave: H316.
El 18 de febrero de 2003, apenas ocho meses más tarde, se conoció otra noticia: una universidad argentina cerraba un acuerdo de cooperación internacional con la jica japonesa.
¿Cúal era el nombre de esta universidad argentina?
Así es: llegamos a La Plata.
El modelo norteamericano
Los japoneses inspiraron otro modelo, que es el que en realidad nos interesa, porque convierte la teoría de la vigilancia tecnológica no en política de Estado, sino en herramienta de mercado. Para ilustrar los alcances de este cambio el manual que puede consultarse libremente en la web lo sintetiza con un gráfico para que quede más claro. En un extremo y como punto inicial del circuito está la palabra “universidades”. Luego, se desata la siguiente cadena:
Así describen los autores del manual el modelo norteamericano. Con esas palabras y con esa lógica. Quien sospeche de cierta ideologización en la forma de presentarlo deberá leer el pie de página: el esquema está tomado del “Plan de Intteligence Economique” de Francia. Aclaran los autores: “En estos momentos probablemente sea Francia el país líder mundial en materia de inteligencia/vigilancia, tanto en el desarrollo de nuevos conceptos teóricos como en la elaboración de programas informáticos para rastrear y sistematizar información. Muchos de los grandes grupos industriales franceses han creado también sus unidades de inteligencia, entre ellos Elf Atochem (la más importante industria química productora de pvc, dueña de 170 compañías); Renault, Telecom y L’Oreal”, que justamente distinguió en noviembre de 2008 a la doctora Liliana Forzani, de la Universidad Nacional de San Luis, por su investigación titulada “Reducción suficiente de dimensiones: teoría y aplicaciones”, una metodología “para reducir la dimensión de datos sin perder la información útil”, según explica el Conicet, patrocinante del premio junto con la unesco y, por supuesto, L’Oreal. Relacionar la investigación de la doctora Forzani, “especialista en resolver problemas difíciles”, según su propia definición, con la inteligencia corporativa no intenta de ninguna manera criminalizar su trabajo sino todo lo contrario: resaltar cómo su valor logró ser detectado. Pero volvamos al grano.
Contaminadas
Una investigación publicada en setiembre pasado por el diario Hoy da cuenta de que los servicios a terceros prestados por la Universidad de La Plata reportaban 20 millones de pesos. Menciona también dos datos: que la mayoría de las facultades de esa universidad prestan estos servicios a través de las secretarías de extensión (con la excepción de la de Ciencias Naturales y la de Ciencias Económicas) y que la ordenanza que regula la contratación de esos trabajos es la N° 219, aprobada en 1991 por el Consejo Superior. Esa norma establece que sólo el 2% del dinero recaudado por esos servicios está destinado a la universidad, otro 8% le corresponde a la facultad que los brinda y el 90 por ciento restante es para “la unidad ejecutora que realiza el servicio”. La “unidad ejecutora” puede ser un instituto, un laboratorio o un grupo de investigación. Generalmente, ese dinero es destinado a otorgar becas y financiar los proyectos de investigación.
El otro dato es quiénes son esos terceros que reciben los servicios de la universidad. La lista: Acindar, Covieres (empresa que tiene la concesión monopólica de la Autopista Buenos Aires-La Plata), el Ceamse, General Electric, General Motors, Papel Prensa (la empresa que monopoliza la producción de papel de diario, propiedad de Clarín y La Nación), Repsol, Techint, Renault y, por supuesto, nuestro villano de dibujito animado, Monsanto.
Otro paradigma
Releyendo la lista se puede reconocer a los protagonistas de las industrias más contaminantes de Argentina, las más cuestionadas y, por cierto, las más denunciadas por esos damnificados directos llamados “vecinos”. Y sí: corresponde al menos una pregunta: ¿puede una universidad pública que asesora a estas empresas asesorar también a la comunidad que esa empresa perjudica? La respuesta viene de lejos, de la Universidad Nacional de Misiones: “Existe un complejo sistema destinado a impedir la publicación de hallazgos adversos. Gigantescas empresas imponen el tipo de ciencia e investigación científica que se debe hacer”. La frase pertenece al investigador y director del Instituto de Terapia Neural y Medicina Integral, Jorge Kaczewer. Es justamente esa universidad la que recibe anualmente cerca de 600 mil pesos en concepto de regalías de la Entidad Binacional Yacyretá y Alto Paraná, las dos que son denunciadas por producir contaminación en esa zona. ¿Qué debería decirse, entonces, de la Universidad Nacional de San Juan, que firmó un convenio de asistencia y transferencia tecnológica con la minera Barrick Gold, resistida fervientemente por los pobladores de Famatina? ¿Y de la Universidad Nacional de Tucumán, que tiene el privilegio de sentarse en la mesa que administra las regalías por la explotación de la mina Bajo La Alumbrera, productora de un verdadero drama ambiental? ¿Cuáles y cuántos son los convenios secretos que obligan a otras universidades nacionales que ni siquiera aquí mencionamos? ¿Por qué el conocimiento generado desde una universidad pública es así privatizado sin que medie, cuanto menos, un debate sobre el tema?
Suena pomposo, pero conviene recordar una posible respuesta: la Universidad Nacional de Lomas de Zamora estableció en el artículo 1 de su estatuto que uno de sus principales objetivos es “formar y capacitar científicos, profesionales, docentes y técnicos capaces de actuar con solidez profesional, responsabilidad, espíritu crítico y reflexivo, mentalidad creadora, sentido ético y sensibilidad social”. Palabras todas que forman una excelente definición de lo que realmente significa inteligencia según los paradigmas que no dictan los mercados.
Otra posible respuesta es la lección del sabio médico sanitarista MarioTesta: “En mis clases, una de las preguntas que les hago a mis alumnos es:
–¿La tasa de mortalidad infantil es un problema?
–Síiiiiiii, es un problema muy grave– contestan siempre a coro.
–La tasa no es un problema. Se transforma en un problema en tanto alguien se haga problema con eso. Por ejemplo, ustedes.”
Retomando entonces el enigma que nos plantea ir directo al grano: ¿la promiscua relación entre las universidades públicas y las multinacionales de prácticas nefastas es un problema?
Depende.
Por ejemplo, de ustedes.
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La casa de los espíritus
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Infierno grande
Barrio Ituzaingó, Córdoba. Contaminantes, suelo con cromo, plomo y arsénico. Y la frutilla de un postre que nadie debería comer: fumigaciones con agroquímicos. Hasta que un grupo de mujeres se organizó para denunciar lo que consideran un genocidio silencioso.
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Sobre vivir y otras cosechas
Un establecimiento agrícola modelo se convierte en la prueba de que es posible otro tipo de relación productiva con la tierra. Sus hacedores son Irmina, Remo y sus hijos. Una familia que aprendió una lección: el significado de sobrevivir. Por eso, es imposible comprender lo que hacen hoy en ese paraíso natural que construyeron en Guadalupe Norte –muy cerca de Reconquista– sin recordar cómo huyeron de la dictadura, en una fuga de película. Hoy producen absolutamente todo lo que consumen a partir de un proyecto agroecológico rentable cuyos resultados están a la vista: Naturaleza Viva es un espacio frondoso y fértil rodeado de sequía. La clave: comprender a la naturaleza.
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