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Crónicas del más acá

E s un sábado con poca carga mítica, más bien burocrático, previsible, estremecedoramente posmoderno. El tren está a medio camino de la desolación y Ella, sentada frente a mí, tiene ojos muy verdes, pelo muy corto, una belleza indescifrable y una indiferencia devastadora.
No la miro discretamente porque los dioses me han negado las virtudes del encarador clásico y desenfadado, tan caro a nuestras tradiciones de guacho pistola. Apenas me permito alguna fantasía tibia, casi inocente.
Sorpresivamente Ella se levanta y en un gesto veloz y preciso, escupe voluminosamente por la ventanilla con talento y precisión de camionero y vuelve a su indiferencia psiquiátrica.
Mi estupefacción, mi cara de estúpido, mi asombro ante el veloz y contundente gesto me indica que, definitivamente, estoy afuera.
De todo.
Cuando estoy llegando al Hotel Bauen, paro en un kiosco de la esquina a tomar una diminuta naranja, cobrada en cifras que indican que su procedencia debe ser israelí, por lo menos, y escucho un segmento de una charla entre un cana muy joven parado en la esquina, vestido con esas chaquetas-semáforo que desfila la policía macrista y otro pibe, muy joven también, pelos parados, aros, tatuajes, musculosa negra, chancletas y birra en la mano, ya consumida:
– ¿Cuánto ganás en la cana?
– Unos tres mil, más… (no escucho qué dice)
– Che, está bueno, es buena guita
– Claro que está bueno. Metete, si no hacés nada…(no escucho, maldito tránsito y maldita sordera)
Me parece que Troya queda muy lejos y ya no llego. Lo asumo: está difícil de entender el Mundo o lo que sea.
Pienso en la mujer del gargajo indescifrable.
¿Era así?
Llego al Hotel Bauen y a la Sexta Muestra Anual de Tatoo y anexos.
Mucha gente. Mucha. Joven, muy joven. Maldita juventud… Me asumo en mi condición de triceratops desubicado, pero me vengaré, malditos jóvenes, que seguro son drogadictos y alguna cosa más, según la Doctrina Posse que leo todas las mañanas.
En el bar, un gorila inmenso con unos músculos que parecen sifones y una pinta que te hace entregarle la billetera sin que te la pida, mimosea una bebé, rubia polaca, que –culo en pañal y chupete en boca– lo abraza con un amor que me emociona como un pelotudo (que soy).
Sigo entre los malditos jóvenes. Mucho negro en la ropa, mucho calor, mucha gente, ya dije. Mucho de mucho y mucho de nada. Los stands donde venden los implementos para tatuaje parecen una feria del horror. Será que soy un poco impresionable o, es posible, definitivamente cagón. Aparatitos que taladran, laceran, cortan, ayyyyyyyyyyyy….La tortura se ejerce alegremente en los puestos de al lado.
Están los que ponen cara de indiferencia, superados de la vida; los macho-pared, que aprietan los dientes como diciendo “me duele, pero me la banco”; los cobardes asumidos con cara de susto y sufrimiento, pero que ahí están (jodete); los que miran a su pareja con cara de publicidad berreta “lo hago por vos amor”; en fin, una cofradía respetable de marmotas aunque semejante calificación me coloque en el territorio de la intolerancia y la incorrección política.
Se ve que el arte duele.
La cosa es bastante higiénica y los cuerpos son prolijamente lacerados por entusiastas tatuadores que lucen sus propios cuerpos como muestra de marketing, supongo.
Los íconos que predominan son tan bellos como un cartel de “Callao al 500”.
No veo transgresión o desafío a alguna cosa.
Hace rato que no veo bien.
Está claro que algunos tatuajes nada tienen de su carácter marginal, suponen tanta fuerza identificatoria como tomar Coca Cola y se transforman en otro elemento más de consumo.
Otro ladrillo en la pared.
En una punta se realiza el body painting o algo así (mi inglés es afgano): pintan cuerpos allí mismo y, mirá vos qué casualidad, son dos morochas con un lomo nac & pop, ideal para etapas de crisis. Por supuesto, una multitud sacando fotos hasta con los dientes, muy interesados por el arte y sus manifestaciones.
Uf.
Empiezo a irme bostezando y entonces, en una especie de rapto convulsivo-esclarecedor-ideológico me digo: “Idiota, estás en el Bauen”. Hablo con la señora que atiende la recepción a ver cómo están las cosas en la lucha de los laburantes: “Seguimos siendo okupas” me editorializa con una sonrisa triste.
Llama a otro compañero de apellido Vera. Flaco, cordial, respetuoso, me regala un relato sobrio donde se abrazan la esperanza, el cansancio, la pelea.
Charlamos en el sillón de entrada mientras desfila la juvenil fauna de tatuadores, ferreteros, cuerpos pintados y litros y litros de cerveza (¿qué le pasa a todo el mundo con la cerveza?) en vasos gigantes que insisten en caerse de manos algo frágiles.
Me despido.
Camino hacia el Congreso.
Hay tatuajes que no se ven.

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