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El grito sagrado

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Gabo Ferro. En su nuevo libro Degenerados, anormales y delincuentes investiga cómo se diseñó el límite entre los incluidos y los excluidos de la patria, en tiempos clave de la formación del Estado-nación. En esta charla analiza ese pecado original y qué representa en el debate político de estos días. Un ejemplo: cómo los mismos medios de comunicación que difundieron los parámetros que construyeron la criminalización de las identidades sexuales diferentes, hablan hoy del “matrimonio gay”. Y dice: “Tenemos la oportunidad de tomar conciencia de que la Historia es una construcción cultural y que, por lo tanto, puede haber otras”. En su último disco, Boca arriba, lo expresa de otra manera. El 25 de Mayo estará presentándolo en Berlín y luego en España. Un trayecto que construyó solo, desafiando al mercado y poniendo a prueba a su propio público, que es el que mejor lo entiende.

El grito sagradoDos formas distintas de decir la misma cosa. La combinación es original y por eso mismo Gabo Ferro es algo más que la suma de un cantante y un historiador. El todo y no las partes le permiten esa mirada con la que fue construyendo un lugar propio y, por eso, único. Ahora mismo está presentando su quinto disco y su segundo libro, y las dos cosas son tan intensas que marean hasta que él las ordena. Con esa voz armónica de cantante hiper afinado y esa paciencia didáctica de profesor universitario dirá: “Siempre arranco desde el suelo: clase, raza, género”.
Clase, raza, género.
Esa santísima trinidad sostiene, entonces, toda su obra, aunque no es el qué sino el cómo lo que convierte a su autor en el más interesante de su generación. Lo nuevo, lo genuino es eso: su contemporaneidad. “Estar afinado con mi propio tiempo y lugar”, dirá Gabo para explicarse. Una sincronía que es, sobre todo, poética. Entendiendo por poética la manera de sentir y expresar una época y de curar sus heridas con aquello que calma, pero no consuela.
Así, Gabo nos canta desde su mejor canción, Soy todo lo que recuerdo:
 
La verdad es perro fiel
que vive en todas las casas
que muerde a quien no lo atiende
y defiende a quien lo guarda.
 
Así, Gabo nos muerde desde su último libro, Degenerados, anormales y delincuentes: “Resultará degenerado todo aquel individuo cuyas anomalías físicas o morales atenten no solamente contra la especie o la raza, sino también contra los elementos propios del proyecto de la elite”.
Dos formas distintas de decir la misma cosa.
Veamos qué.
 
Mataderos rosa
Gabo nació en el barrio de Mataderos y el dato no es menor. Construye una raíz que planta a su familia –padre jefe de personal de un frigorífico, madre ama de casa, hermano 11 años mayor– y construye su trayecto: desde ahí salió Porco, una banda hardcore que lo tuvo como cantante y que hoy puede entenderse casi como la contracara de La Renga. “Mataderos es rosa” gritaba entonces Gabo para exasperar. Hay en Youtube un video de aquella época que lo muestra aullando, mientras el bajista azota el piso con su instrumento. Literalmente. “Fuimos aquellos que nacimos a nuestra vida erótica cuando se estaba instalando el HIV, y el gobierno no hacía nada porque ni sabía cómo hacer una campaña. Nos veíamos más en un velorio o en hospital que en una fiesta. Teníamos esa angustia de haber sobrevivido y haber perdido muchos compañeros y compañeras, que el Estado, de alguna manera, negaba. Por eso veo el primer disco de Porco como un disco de época, como un documento. A la crítica le gustaba mucho, pero a la gente no tanto porque éramos chocantes, era feo. Pero ésa era una estética elegida en un momento en el que la mayoría de las bandas tenían un discurso súper complaciente. También fue la época del surgimiento del rock barrial, con un universo semántico muy pobre: la esquina, la birra, la yuta”.
El 31 de marzo de 1997 y en pleno ascenso, Gabo se bajó de Porco. Literalmente. Dejó el micrófono en el piso y se bajó del escenario. Dejó también y durante varios años, la música –“no tocaba ni escuchaba”– y se dedicó a la Historia, hasta que obtuvo un diploma con honores y un doctorado con premio. Fue su manera de darle la espalda a una época y a una escena con la que no tenía interés en sintonizar. “No había lugar para un discurso reflexivo. No había lugar para una inquietud que no fuera más allá de la celebración de la frivolidad. Los tacos y las boas de Babasónicos estaban buenísimas, pero no te podías quedar sólo ahí”. Fue también su manera de revelarse contra un sistema de producción que aborrece. “A los grandes sellos que controlan la televisión y el cine les dije siempre que no. No por capricho, sino porque no me interesa el intercambio del uso de mi canción por plata. ¿Para que? La plata me la gasto y mi canción queda presa. Prefiero que todo fluya de boca en boca. Ir de a poquito. No tengo ningún apuro. Si algo sucede para que me transforme en una persona popular espero que sea por algo que yo no pude dominar”. Y a eso indominable le da un nombre: magia.
Gabo regresó a la música en 2004, convertido en “un Zitarrosa queer” como él mismo ironiza y desde entonces cabalga de forma independiente y por las orillas, cosechando un público propio al que pone a prueba. En la portada de su seguno disco, Todo lo sólido se desvanece en el aire, reemplazó la clásica imagen por un texto que comenzaba citando a Marx y Engels y concluía diciendo: “Que no se confunda lo fundamental con lo accesorio. Un disco son canciones; un disco es música. Lo demás es agua que se evapora en el aire”.
 
 
Todo es historia
Su primer libro fue Barbarie y civilización, una investigación histórica sobre Rosas y los mitos que alrededor de esa figura se tejieron. Mataderos también alcanzaría para explicar la elección del personaje, aunque Gabo dice que su desafío fue romper el mito académico que aseguraba que sobre Rosas no se podía decir ya nada nuevo. Él lo dijo, al analizar las metáforas con las que los historiadores aludían a una figura que adquirió en los relatos históricos la categoría de monstruo. Ahora, en plena euforia bicentenaria, pone sobre la mesa de festejos una pregunta incómoda: ¿qué es un degenerado?
La pregunta la disparó una frase de “el no-ingeniero” –como él lo llama– Juan Carlos Blumberg, cuando en noviembre de 2004 reclamó que se expulsaran a los estudiantes de Filosofía y Letras que consumían drogas y alcohol. Para defenderlos, el filósofo Gregorio Klimovsky usó una palabra que llamó la atención de Gabo: “No son degenerados”.
Dirá Gabo del resultado de cinco años de investigación: “En el libro reviso cómo llega ese concepto, quién se lo apropia, qué se le carga, cómo se usa, quién es el degenerado argentino. Por qué tiene una carga sexista, cultural, racista, clasista, segregacionista. Y cómo sirve a toda una construcción del ciudadano ideal y en momentos en los que se estaba, precisamente, constituyéndo Argentina como nación”.
Cada capítulo aborda un campo de batalla. El primero fue el científico y se libró de la mano de la Medicina. Gabo señala: “Durante la década de 1880 la joven nación argentina es conducida por una elite gobernante, administrada en su mayoría por médicos, decidida a impulsar una profunda transformación del país. Esta dirigencia médico-política-intelectual, que se reconoce a sí misma como heredera y portadora de los valores de la civilización, ofrece los elementos y las tecnologías de análisis para identificar y definir a los anormales”. Para fundar esta hipótesis Gabo analizó la literatura médica de la época: desde los programas de las materias dedicadas al tema hasta tesis y libros. Así descubrió la influencia del gran maestro estigmatizador, Cesare Lombroso, un médico italiano que estableció la relación entre la delincuencia y los rasgos físicos, para componer un patrón identificatorio basado en cosas tales como la forma de la oreja, el ancho de la mandíbula o la espesura de las cejas. En el libro de Gabo hay dos láminas que ilustran hasta dónde fue capaz de llegar esta teoría. Una muestra el retrato de 25 mujeres que, se supone, permiten establecer un patrón para identificar la cara de puta. La otra es un friso con más de 40 rostros de “revolucionarios, anarquistas y reos políticos” ideado también para establecer comparaciones. “Lombroso construye esta herramienta precisamente cuando está surgiendo la nación italiana. En Argentina, sintonizar esta teoría viene como anillo al dedo porque está en idéntico proceso”.
 
Pero, ¿por qué surge esa necesidad de identificar específicamente a los degenerados?
Porque se abren las puertas a la inmigración y lo que llega no es lo que esperaban. El inmigrante no era rubio, blanco, civilizado, sino tanos tirabombas o sindicalizados. Hacía falta una herramienta de control y la teoría lombrosiana permitía esa clasificación a escala masiva que necesitaban las autoridades migratorias.
 
El segundo capítulo analiza cómo esta herramienta llegó a la escuela. “El colegio era el instrumento de regeneración o de detección de la degeneración para la construcción de una patria, incluso desde el cuerpo. Desde el masturbador hasta el homosexual eran considerados peligrosos porque no le daban hijos a la patria”.
Gabo analiza especialmente un texto de Carlos Octavio Bunge titulado La educación de los degenerados, donde clasifica los posibles tipos: el idiota, el imbécil, los débiles de espíritu y los degenerados superiores, considerados los más peligrosos por ser “individuos aparentemente normales”, categoría de la que están a salvo las mujeres por ser más débiles y sumisas.
En el tercer capítulo descubre cómo este concepto discriminatorio que comenzó a construirse desde el discurso científico se populariza a partir de 1930 y por los dos canales de difusión masiva de la época: el cine y la prensa, en particular la revista Caras y Caretas y el diario Crítica. Por último, repasa cómo esta teoría se aplicó al más degenerado fenómeno de la política argentina: Juan Domingo Perón.
El resultado es certero. “Lo que brutalmente podés ver, si confrontás las dos puntas de este trayecto que traza el libro, es cómo el concepto de degenerado se inicia con todo el floreo de la jerga científica y cómo hoy, ese mismo concepto, generalmente se expresa como anónimo o exabrupto, porque ya casi nadie se anima a decir tal palabra públicamente”. Un trayecto que va de la academia al insulto. Lo que aparece inalterable, en cambio, es el método lombrosiano. “El otro día escuchaba por radio a una señora que contaba que la habían asaltado y se sorprendía porque el tipo no tenía cara de chorro. Me dije: ahí está vivo Lombroso”.
 
 
La patria es chica
“La patria es una idea. Y esa idea se construye a partir de la bandera, el himno, la escarapela, pero también de la familia, el barrio, los hijos. Es todo eso y nada de eso. Siempre está en el plano del imaginario y ese imaginario es social”, dirá Gabo para explicar su desafío: incluir en ese imaginario lo excluido.
Por lo general, se analiza la función biopolítica de los cuerpos en relación al mercado, pero no en función de cómo con ellos se construye una idea de patria, a partir de una clasificación que, por descarte, establece el identikit del ciudadano ideal. Gabo viene ahora a recordarnos el fracaso de esa operación y su intención no es únicamente intervenir en el debate del pasado, sino meter un aguijón en el presente. Veamos cómo. “Hay una clase, que no está constituida sólo desde lo económico, que trata de perpetuar el canon de qué es bueno, qué es normal, qué es degenerado. Y por eso creo que estos debates por el mal llamado casamiento gay –porque se trata en realidad de la unión civil de personas del mismo sexo– constituyen un lugar muy nervioso para revisar estos conceptos”.
 
¿Cómo sería esa revisión?
Cuando el Registro Civil se impone y le quita a la Iglesia las actas de casamiento y nacimiento fue un gesto civilizatorio súper fuerte, pero no suficiente. Todavía se mezcla en el debate la cuestión de la reproducción y la cuestión de la ciudadanía. La ley de ciudadanía tiene que contemplar a todos y cada uno de los ciudadanos. No debe quedar afuera nadie, haga lo que haga en su vida privada, porque sino es un no-ciudadano. Hoy estamos en un lugar crítico, de crisis y de pensar nuevas formas. Y las que nos presentan como “normales” se difundieron a través de medios que todavía hoy pretenden construir la verdad. Una señora, en 1930, no se enteraba por su médico de qué se trataba la degeneración. Se enteraba por Caras y Caretas. La prensa y el cine –que ocupaba entonces el lugar que ocupa hoy la televisión– enseñaron cómo clasificar y la perpetuidad de ese canon es algo que le conviene a una cierta elite social. Tenemos, entonces, la oportunidad de revisar esa verdad, de entender que la Historia no es un dogma sino un problema, y de tomar conciencia de que tanto la Historia como la verdad son una construcción cultural…
Y que por lo tanto, se puede construir otra…
En realidad, otras, porque las verdades, como las identidades, son múltiples. En todo caso el desafío es cómo intervenir en la construcción colectiva de esa verdad para que sea resultado de un consenso y no de una imposición. El problema es que semejante conciencia trae angustia, porque la duda es angustiante. Y ésa es la angustia política con la cual se especula. Ya hay mucha angustia en el cotidiano: desde si voy a llegar a fin de mes hasta si mi marido me quiere, como para sumarle a eso las políticas. Soy, igual, de los que prefieren una angustia consciente a una felicidad insconciente.
Qué vivo: vos después cantás.
Y sí: transformo desde ahí. Acá es donde lo que hago se funde con el color de la militancia: para mí el arte no es para cobardes, es para apasionados. Por eso, estoy acostumbrado a ganar por afano o perder por goleada, no a empatar.

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