Mu34
Refacciones
Crónicas del más acá.
P erdí mi patriotismo hace mucho tiempo, meditaba mientras el viejo ferrocarril del Sud me llevaba con estrépito de los Pagos de la Magdalena a la ciudad Capital.
Lo perdí, no sé muy bien si con un paraguas o en un lejano día de mi infancia. Suponiendo que tal cosa llamada infancia hubiese ocurrido.
Yo estaba estrenando la vida y parte del estreno era ir a la escuela, lugar de inquietudes, amistades y entusiastas aprendizajes de nada. Era un acto sobre San Martín, mi mamá me había hecho las correspondientes patillas con corcho quemado, me había peinado como para que me durara toda la vida, me había puesto un poncho y la maestra me había hecho estudiar como un esclavo un guión que consistía en decirle algo a una niña pobre que me daba no sé qué cosa para el Ejército de los Andes.
Cómo se verá, mi memoria es tan frágil como la estabilidad del maldito tren del Sud, hoy Roca.
La cuestión es que cuando se corrió el telón en el acto patriótico y vi lo que para mí eran 6 mil personas mirando en total silencio mi persona, supe del pánico, del horror, del odio a mi maestra y de no morirme ahí mismo sólo por cabeza dura. Me parece que desde ahí no quise saber nada más ni con la Patria, ni con el teatro e incluso me distancié de Don José.
Sumido en reflexiones tan profundas, llegué a esa inmensa puerta africana que es Plaza Constitución, estación de una maltratada belleza, arreglada a perpetuidad, sin mucho criterio y con una lentitud de aumento salarial.
La Patria. Andá a saber.
Me fui a caminar por el Barrio Constitución.
A mí me gustan los deportes extremos.
El olor rancio de la pobreza mezclada con la grasa de algunos boliches a los que para entrar tenés que tener pasaporte y coraje. Adentro, unos fulanos gastados, quebrados, borrachos a perpetuidad, abandonados los cuerpos y las almas, de mirada ausente y gesto agresivo sobre piernas muy flojas. Ojos achinados y poco que perder.
Y ellas que están (¡eran las 14.30!) por todas partes, sin disimulos, exhibiendo cuerpos dudosos, de una exuberancia oscura y negligente, cruzándose con la doña que hace los mandados, con la chola que arrastra sus penas y sus niñas por veredas obscenamente angostas.
Y conmigo.
Constitución gime todo el tiempo, ruge un silencio ensordecedor en la mirada de cada uno de los que pasan apurados y de los que tienen su lugar en el mundo allí.
Su lugar en el mundo. ¿Qué lugar?
La Patria. Andá a saber.
No me voy, huyo con el corazón miserable, huyo con actitud antropológica y náusea de clase media.
Me subo a un taxi y el chofer me dice: “¿Dónde te llevo pibe?”. Tengo más de 50 así que es fácil imaginar la edad del tachero. Pero llegué vivo a Plaza de Mayo.
Quise ir al Cabildo y me enteré ahí mismo de que está cerrado por refacciones. Me tomé mi tiempo para putear el sentido de la existencia y me metí un poco a ver las famosas refacciones: con total entusiasmo se abrían canaletas, se picaban paredes y se sentía ruido de taladros.
Cada uno refacciona como quiere, me dije y crucé a La Plaza.
Porque Plaza de Mayo es La Plaza.
Desde allí miré el Cabildo, rodeado de andamios con media sombra o algo así, como si estuviese en una carpa de oxígeno. Y noté por primera vez que las alas mutiladas del viejo edificio lo han dejado completamente deforme, desproporcionado, sin el glamour colonial sino más bien monstruoso.
Tarde, pero me di cuenta.
Cabildo deforme más carpa de oxígeno…, ¿igual a La Patria?
Cómo la perdí hace tiempo, no sé.
En La Plaza el monumento a Don Manuel mira al Río o a la Casa Rosada, la imagen de la Libertad mira al piso (¿será porque ahí anda el pueblo?) y en la vereda se mezclan los blancos pañuelos con los negros cintillos de las “víctimas del terrorismo”. ¿Alguien vio a La Patria? Porque debe ser rara ¿no?
En busca de la salvación imposible, me metí en la Catedral.
Ya dije que me gustan los deportes extremos.
Agriamente, una señora mayor me advierte que no se ingresa comiendo. Miro mi bolsita de garrapiñada como un estúpido mientras intento conectar mi estómago con las reflexiones teologales y la dimensión de la fe.
¿Dios nunca tiene hambre?
La Catedral es inmensa, fría, impersonal, fea. Cualquier cosa menos el lugar para sentir el abrazo tibio de la fe. Llena de entusiastas pecadores, secta a la que pertenezco, las fotos llovían hasta sobre los mosaicos. El enorme mausoleo de Don José me motivó a pedirle disculpas por mi distancia de tantos años.
Lo que la escuela separó, los hombres pueden volver a unir.
Recorro la Catedral esperando encontrar algún cartel que diga: “¡No suelte a sus niños!” pero no…
Qué cosa.
Cuando salgo, desenfundo triunfante mi garrapiñada, pero La Patria, supongo, sucia, de mirada lastimera, tirada en los escalones de La Bestia, me pide una moneda y me saca el apetito.
Le di la moneda, la garrapiñada y me fui caminando por Avenida de Mayo.
Hacía frío.
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