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Rezar con los pies
Diego Rosemberg acaba de publicar un libro sobre el rabino norteamericano que se topó con una dictadura frente a la que decidió hacer algo más que orar.
El auto iba demasiado rápido. El rabino preguntó al conductor: “¿Por qué corrés?”. Respuesta: “Es Shabat”. Era viernes, se estaba haciendo tarde para llegar al oficio religioso en la comunidad Bet El, y además un precepto religioso prohíbe viajar a los judíos observantes en un día que debe ser dedicado a Dios.
El rabino entonces dijo: “Acaso no sabés que para salvar una vida se puede violar cualquier mandamiento. Salvamos la vida de tu papá y sería una pena que nos matemos en un choque. Así que manejá tranquilo, que de la teología me ocupo yo”.
El rabino era el norteamericano Marshall Meyer.
El papá salvado era el periodista Jacobo Timerman, creador y director del diario La Opinión, que había sido secuestrado por las huestes de la Policía Bonaerense comandadas por el general Ramón Camps y el comisario Miguel Etchecolatz.
El conductor del auto era Héctor Timerman, uno de los hijos de Jacobo, actual canciller. El relato reconstruye un viernes de julio de 1977, y surge de la investigación del periodista Diego Rosemberg en su libro Marshall Meyer, el rabino que le vio la cara al diablo. Al que le había visto la cara Meyer era al propio Miguel Etchecolatz, en su oficina de La Plata. “Y usted cura, ¿quién es?”, había preguntado el comisario.
Respuesta rabínica: “Soy el pastor de Jacobo Timerman y vos tenés a mi oveja. No me voy hasta que me la devuelvas”. Etchecolatz terminó permitiendo que Risha Timerman viera a su esposo, lo cual implicaba haberle salvado la vida. Y llegar a tiempo al Shabat.
El rabino errante
Según cuenta Diego Rosemberg, el rabino Mayer rompió muchos clichés: “El principal es que demostró lo falso que era decir que no se podía hacer nada en tiempos de la dictadura. Era la excusa incluso de mucha gente que tenía determinados lugares de poder o visibilidad pública, que también se dejaba paralizar por el miedo, o que prefería mirar para otro lado. En contra de la actuación de la comunidad judía institucionalizada, en contra de la comunidad dirigencial en general -de la Iglesia católica, los partidos políticos, los sindicatos- demostró que podía utilizar determinados lugares de influencia, determinadas relaciones, formación y capacidad cultural, para salvar gente”. La idea del rabino era práctica: “No podemos repetir el mismo error del Holocausto, en el que por hacer silencio, y no hacer olas, terminamos perdiendo millones de hermanos. Yo no me voy a quedar callado”.
Había llegado desde Estados Unidos en 1958. Tenía 28 años y ni la más mínima noción de qué cosa era ese destino llamado “Argentina”. Serían dos años. Ni siquiera hablaba castellano. Lo habían traído para evitar lo que la comunidad llamaba “asimilación”: la pérdida de espíritu religioso, gracias al hartazgo por las viejas y conservadoras prácticas en las sinagogas locales. Meyer podía ser aire fresco. Llegaba como discípulo de Abraham Heschel, figura crucial en la teología judía del siglo XX, que trabajó junto a la comunidad negra norteamericana por sus derechos civiles y luego militó contra la guerra de Vietnam. Todo, bajo un par de ideas: “La indiferencia al mal es peor que el mal mismo”.
“Hay que rezar con los pies”.
Adopte a una detenida
El libro jalona la historia de Meyer en Argentina, donde fundó la comunidad Bet El del barrio de Belgrano, y donde el tiempo lo llevó a entrevistarse con Jorge Videla y Emilio Eduardo Massera para exigir la libertad de Timerman, y a enfrentarse a las autoridades de la comunidad judía local denunciando su silencio sobre lo que estaba haciendo la dictadura. Visitó las cárceles donde había detenidos a disposición del Ejecutivo como Blanca Becher, Isaac Rudnik, Liliana Tepeldini y Débora Benchoam. Cuenta Diego: “Débora era la detenida más joven por la dictadura, 16 años. Hizo gestiones por ella y logró que un senador norteamericano la adoptase, y así pudo sacarla del encierro después de cuatro años”. Fue a Córdoba, a ver a Luciano Benjamín Menéndez para pedir por uno de los apresados allí:
-General, vengo a ver a Jaime Pompas.
-Pompas, Pompas. Como pompas de jabón- fue la respuesta de Menéndez según lo relatado en el libro.
Meyer trabajó con el obispo metodista Aldo Etchegoyen, con Adolfo Pérez Esquivel, se incorporó a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, fue co fundador del Movimiento Judío por los Derechos Humanos, recibió en su casa a la Comisión Interamericana de la OEA que llegó al país en 1979 para informarse sobre las desapariciones, mientras arreciaba la campaña oficial: “Los argentinos somos derechos y humanos”.
Ya con el regreso de la democracia se incorporó a la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) que registró alrededor de 9.000 de las desapariciones denunciadas, caso por caso. “Meyer se atribuía la idea del título de ese informe: Nunca Más”, cuenta Diego.
Palestina según el rabino
Meyer era un liberal, que amaba la ópera y la incorporaba cantando casi como un profesional a sus oficios religiosos, según lo que Rosemberg reconstruyó de sus acciones. Liberal, pero con ideas de rechazo a la indiferencia, de rezar con los pies, de no resignarse al poder, que fueron radicalizando sus posiciones. Su propia “oveja” Jacobo Timerman, cuando pudo salir de los campos de concentración y cárceles criollas, se instaló en Israel, pero sus críticas al gobierno por la política y los ataques a los palestinos, hicieron que terminaran expulsándolo.
¿Y qué pasó con Meyer?
Él tenía una identificación muy grande con el Estado de Israel, creía que era el hogar nacional judío. Como toda esa generación de posguerra que pensó que merecía un apoyo incondicional hasta su fortalecimiento. El gran quiebre para Meyer se dio en 1982, como ocurrió con parte de la comunidad judía. Por primera vez toma una actitud crítica hacia el Estado de Israel, a partir de la masacre de Shabra y Shatila. Ahí dijo: “Esto no va más”, y empezó a hablar de la necesidad y el derecho de un Estado Palestino. Su mujer Naomi, que aún vive, sigue llevando adelante ese ideal.
Meyer abandonó Argentina en 1984. Volvió a Nueva York, pero ajeno a la indiferencia, terminó denunciando a lo que siempre pensó que era la gran democracia del planeta, por su colaboración con las dictaduras, por las violaciones a los derechos humanos que, estando en Argentina, entendió que los norteamericanos cobijaban. El rabino murió el 29 de diciembre de 1993. En Buenos Aires, una plaza de la calle Núñez lleva su nombre. Diego concluye: “No sé si entré en esta historia como judío, que lo soy culturalmente, aunque soy ateo. Creo que el judaísmo te permite elegir lo que te identifica. No me gusta la religión, que divide. Pero hay valores del judaísmo con los que me identifico. Por eso escribí sobre los que pregonó Meyer”.
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