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El hechicero

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Osqui Guzmán. Maestro del arte de improvisar, es uno de los grandes actores de la actualidad. Rey sin corona, hijo de una cultura que mezcla sudor y alegría. Así zurció su carrera.

El hechiceroPareciera que Osqui Guzmán nació para la improvisación, pero él se encarga de refutar esta hipótesis de un batacazo. Cuando habla de sus inicios no habla ni de pulsión ni de necesidad visceral. Habla de costura, de kung fu, de angustia y de odio. Habla de un maestro que tuvo la delicaleza de leerle el alma. De otro que le prestó un casete. Y de la voz inmersa en esa grabación que le cambió la vida. Habla de sus padres modistos y bolivianos. Y de una nueva cultura.
Osqui Guzmán me mira y sonríe, con esa risa amplia que cubre toda su cara de pliegues y hace que sus ojos chiquitos se conviertan en dos líneas rectas. Sabe jugar y engaña. Dice que tiene 39 años, pero aparenta la edad de un niño. Se parece más a un costurero que zurce su historia puntada a puntada que a un actor. Sin embargo, en la charla pone en juego la misma sensibilidad y crea la misma magia que genera arriba del escenario. Y yo me asumo una espectadora envuelta en ese encantamiento. El Osqui Guzmán que encuentro es parte de un mismo proceso. Osqui costurero-actor. Estos dos oficios que tienen que ver con lo mismo: con la manufactura, con el hacer y deshacer, con errores y correcciones. Con la creación incesante. Y con una pregunta clave: ¿de dónde sale lo que produce?
Su primer trabajo estuvo asignado por una silla al lado de una máquina overlock. El fin era ayudar con la producción a sus padres (“costureros y bolivianos” como él decide definirlos) y de paso generar mayor ingreso económico para la casa. Pero cumplió los 18 años. Sus viejos querían que estudiara medicina. Él deseaba ser profesor de kung fu, pero sentía que les debía a sus padres una profesión. Fue por ese motivo primero, después porque la novia de un amigo le propuso anotarse en el Conservatorio y porque había una materia que se llamaba Acrobacia, violencia en escena y esgrima (y él la asoció directamente con aquella práctica oriental) que decidió inscribirse para la carrera de actor.
“Imaginate: mis viejos se querían morir. Y para mí era tremendamente angustiante porque en el Conservatorio me iba muy mal. Al finalizar primer año, el profesor pregunta:
-¿Quién cree que tendría que hacer de nuevo primer año?
-¡Yo! respondieron los mejores alumnos”.
Oski los odió. Pensó en un silencio tímido: “¿Cómo pueden decir eso si saben que son buenos?”.
Recuerda que su maestro, llamado Antonio Bax, se acercó y lo interpeló:
-¿Lo harías de nuevo?
-Creo que debería-, respondió el alumno Guzmán.
Y don Bax le respondió con la sabiduría de aquel que confía en uno más que uno mismo:
-Yo creo que vos sabés, entendés y comprendés todo, sólo falta que incorpores ese todo. Si decidís recursar primer año, te pido que lo hagas de nuevo conmigo, así seguimos el proceso. El arte es tiempo. Uno no es actor ni de ocho a una, ni de primero a cuarto año.
Mientras en el Conservatorio repetía primer año, en la calle le iba muy bien. Tenía por ese entonces 18 años y actuaba en el teatro callejero de La Boca bajo la dirección de Juan José Citria. Los espectadores de Caminito lo ovacionaban y preguntaban: “Quién es ese pibe”. En eso estaba, entre ser el peor y el mejor, cuando Citria le regaló un casete y le tiró un dato: “Esto es mejor que cualquier clase de teatro”. Eran las grabaciones de El Bululú de José María Vilches.
Escuchando la voz de Vilches, todo el tiempo, todos los días durante un año, sucedieron dos cosas. La primera: se olvidó de kung fu. “Ni siquiera decidí dejarlo”, señala entre risas y ojos achinados. La segunda: se enamoró de la voz, pero también de los tiempos y silencios que salían de esa grabación, que lo llenaron de angustia, felicidad, y lo hicieron volar. Tanto lo cautivó esa voz -y esos silencios- que se aprendió de memoria todos los relatos recitados por ese actor español al que nunca llegó a conocer. Vilches murió en un accidente automovilístico en una ruta argentina hace ya 25 años. Se había dado el lujo de rescatar a poetas del Siglo de Oro español como Francisco de Quevedo, Lope de Vega, pero también a Federico García Lorca, por ejemplo.
Su primera improvisación en el Conservatorio fue festejada por todos. Y él, Osqui Guzmán, el mismo que había repetido primer año, se preguntó: “¿Qué hice yo? Explíquenmelo, por favor”. Fue el profesor quien respondió: “En escena estuvo todo lo que compone una estructura dramática: pequeños objetivos, circunstancias dadas y el juego del actor”.
Hoy, sin dudar, afirma que la improvisación está relacionada con la integridad del artista. Osqui considera que se deben poner todos los sentidos en acción para desaparecer y entregarse a ser aquello que se quiere hacer aparecer. Cita a Mauricio Kartun -se podría decir, su cuarto maestro- con quien trabajó en El niño argentino: “El hecho teatral está caraterizado por el hechizo. ¿Quién provoca el hechizo? El hechicero. ¿Y quién es el hechicero? El actor. Pero el artista no está solo. Porque debe estar presente la voluntad del público de desear ese alimento. Y el hecho teatral se produce en ese espacio que conecta al actor con el espectador, pero que no le pertenece a ninguno de los dos. El tema es hacer en teatro. Provocá el hechizo, encendé la llama”. Como le decía el maestro Bax: “Nunca defiendas tu trabajo desde la palabra: hacé algo”.
Culminó el Conservatorio. Llegó el teatro, la televisión, el cine. Hasta que finalmente, este año, cumplió su sueño: llevó a escena El Bululú, aquella obra que hace dos décadas se había aprendido de memoria. Fue presentada en el Teatro Cervantes, versionada por él y su mujer, Leticia González de Lellis, con dirección de Mauricio Dayub. Con Mauricio habían trabajado anteriormente en El batacazo. De él admira su fuerte mundo interior. A Leticia la considera su líder. Sobre él mismo también trae a cuestas una definición: “Lo que exige la carrera es que vos seas vos: el gran actor Osqui Guzmán. Que tengas prensa, que hagas tele, que seas protagonista, que te hagas respetar, que seas exitoso. Y yo no sé hacer nada de eso. Cuando actúo me despersonalizo y desaparezco: dejo de fijarme en mí. Yo no estoy en escena. Yo no sé ser actor.”
 
Representás una cultura. Ayudame a descifrar cuál.
Mirá: pensé mucho en eso. Porque hasta hace unos meses estuve representando una obra que rescata el Siglo de Oro de España. Que se puede pensar como el oro que saquearon de América. Es decir que en el camino se me mezclaron muchos mundos. Mis padres bolivianos, Vilches español y yo argentino. Es decir que esos mundos, que en la historia están peleados, en el teatro están mezclados. Y hay algo que sucede allí que tiene que ver con lo que sucede hoy en el planeta. Tanto la boliviana como la española son culturas inmigrantes. Y yo pertenezco a esa cultura.

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