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Historia

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Crónicas del más acá.

Un día lindo en la estación Bernal del Roca. Parece el comienzo berreta de un relato berreta.
Es posible que así sea.
De Bernal a Constitución se transita en la versión diésel del tren: una suerte de abuela gorda, coqueta sin éxito, pesada y orgullosa que brama en cada estación y rezonga cariñosa al detenerse. Cuando la abuela arranca desde Bernal, vía y calle pueden ir tomadas del hombro como en tantos lugares, pero cuando la vieja dama gorda llega a Sarandí, mira con sorna desde los techos de las casas.
La estación Sarandí es como Argentina o se le parece: grande y vacía (al pedo, en lenguaje poco refinado), pensada para algo que ya no existe, una especie de pequeño desierto con amplio andén central y algún remiendo por aquí y por allá, poco presente y huellas de un pasado… ¿glorioso? A la distancia, la canchita de Arsenal, de franciscana modestia para sus cacareados vecinos, también me dice algo, pero como el patrón del club se llama Julio Humberto Grondona mejor me callo.
Después, ves con claridad los dos hermanos mayores de Avellaneda: el bello estadio de Racing (y sí, es lindo realmente) y el inconcluso, despeinado, vacilante estadio de Independiente, casi tocándose, en otro entusiasta absurdo nacional.
Cuando llegué a Plaza, recordando dolorosas experiencias anteriores y asustado por mareos de bolsillo, decidí caminar por Brasil rumbo al Parque Lezama.
Un trayecto corto, raro. Colectivos amenazantes, balcones semiderruidos, casas abandonadas mezcladas con locales flamantes, casas nuevas también para que se vea que no progresa el que no quiere, doña. Veredas afganas, caruchas selváticas y abundantes dosis de smog.
¿Vieron que casi no se habla del smog? A lo sumo se dice este humo de mierda, pero no es lo mismo.
A mí no me gusta la palabra smog, es muy laríngea.
Cuando el solcito amable empezaba a transformarse en qué calor de merda llegué al Parque Lezama, exactamente a Defensa (linda, empedrada aún y con vías de tranvía) al 1600.
Museo Histórico Nacional.
De pie señores.
Una vieja casona pegadita al parque, con los consabidos leones (siempre, inalterablemente feos), unos inofensivos cañones desparramados por el patio de entrada sin ninguna información y una pared llena de placas a Don José de San Martín que me recordó la entrada al nicho de una (ex) tía.
Onda patriótica cero.
Entré y con amenazante amabilidad se me pidió dejar el portafolio y pagar 5 pesos para un bono o dejar alguna guinea en una transparente alcancía. No me gustan las alcancías, les desconfío (yo mismo robaría de alguna…) así que pagué mi bono y la flaca que me lo vendió casi se desmaya de la emoción. Rápidamente me avivé: estaba solo en el museo.
Solo no: había en realidad 1.500 vigilantes, el de la recepción, la flaca y Yo.
Un edificio muy bien cuidado, alfombrado, recién pintado, limpio.
En las poquísimas salas, todo armado (supongo) con criterio híper moderno: luz dirigida, información sobria y escueta, pocos elementos a mostrar (la verdad, no había un pomo), todo en semi penumbra, tanto que mirando unas fotos antiguas casi me da un soponcio (diría mi abuela) cuando un botón emergió de la negrura para ofrecerme inoportunas e infartantes buenas tardes.
Nada les sale bien, ni cuando quieren ser amables.
Algunos cuadros gigantescos de Juan Manuel Blanes y otro autor, dos sobre la Campaña del Desierto, con el inoxidable Julio A. Roca y otro sobre la huida con el cadáver de Lavalle.
Están en una sala fría, enorme, impersonal, seca.
Por supuesto que hay una sala dedicada a Don José llena de cuadros y medallas y cosas sueltas, sin mucha coordinación, al menos para mi maltrecho cerebro. Y una vidriada reproducción del cuarto donde pasó sus últimos días: necrofilia patriótica.
En otra sala, fotos antiguas, muchas muy divertidas, con caras, trajes y poses que parecen de películas de Carlitos.
Una que no: el cadavérico niño paraguayo post Guerra de la Triple Vergüenza, que algunos llaman Triple Alianza.
Otras que no: nativos de rostros quebrados ante la cámara, de almas robadas por la explotación y la traición.
Pasando en limpio: ni memoria intelectual ni memoria emocional, ni revisionismo, ni historia social ni resucitación de Levene.
Ni marxistas, ni anarquistas ni el resto.
Nada.
No me pareció censura, sino un acto de desolación coronado por muchos vigilantes que te miran todo el tiempo.
Claro.
Hace un tiempo sustrajeron el reloj de Manuel Belgrano.
¡Qué país Manuel, qué país! Ya alguna vez, un señor de alta alcurnia se había escamoteado los dientes de Belgrano y ahora, hace poco, se hizo presente la famosa frase. “Me afanaron el reloj”.
Salí del museo como entré.
No me pasó nada.
Ni me enojé, ni me aburrí, ni me emocioné, ni aprendí, ni desaprendí.
Nada.
En un afán consumista, compré una taza de café con el logo del museo, que me la vendió la misma flaca del bono, ya perdidamente enamorada de mí.
Sin comentarios.
Salí al parque y caminé por un sendero que lo llaman, creo, la Avenida de los Copones o algo así y pensé al parque, lo miré para pensarlo.
Impersonal, despoblado, con una mano apoyada en el desdén y otra en el cuidado, desvaídamente verde y silenciosamente bonito…
Un morocho prende un porro.
Hay días que terminan sin que cambie nada.
Camino hasta el colectivo y abro la primera página de Rainer y Minou, de Osvaldo Bayer.
Estoy a tiempo de que algo pase.

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