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La batalla invisible
Argentina originaria, el libro de Darío Aranda. Una investigación que recorre los principales temas y zonas de conflicto y traza las violentas continuidades del modelo económico extractivo. De norte a sur, cómo es el mapa actual de saqueos, pero también de resistencias.
En Argentina no hubo un genocidio. Hubo dos. Se suele hablar de la dictadura, de los desaparecidos, de justicia. Pero existió un genocidio en el sentido original y más indiscutible del término, que sin embargo está desaparecido incluso del lenguaje progresista: el de los pueblos originarios. Hubo: campos de concentración, desaparecidos, torturas, robo de niños, asesinatos masivos. Además hubo saqueo liso y llano, esclavización, humillación.
Otra noticia: en muchos sentidos, este genocidio continúa cometiéndose, cosa de la que nadie va a enterarse leyendo los diarios pero sí Argentina Originaria, genocidios, saqueos y resistencias, un libro flamante de Darío Aranda, que arranca su recorrido con la siguiente escena: el cacique tehuelche Modesto Incayal, capturado junto a su familia, no fue a una cárcel ni a uno de los campos de concentración: lo exhibían en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Para mayor humillación, semidesnudo. Murió en 1888. Y muerto, también fue objeto de exhibición. “Como en el zoológico” dice Darío Aranda, pensando en aquel cacique tan distinto al de las historietas.
Darío lleva más de una década de sus 33 años de vida investigando estos temas: “En Argentina no se reconoce que la nación como tal fue fundada a partir de un genocidio. Creo que sobre todo es por una cuestión de clase. Hay una discriminación que persiste e ignora ese hecho sangriento”.
Del mismo modo se excluyen las resistencias que relata el libro, que han permitido que los pueblos indígenas sigan simbolizando temas, debates y estilos de vida que cada vez cobran más actualidad y que llegan hasta la recuperación de tierras y el cuestionamiento lúcido, y de hecho, a los actuales modos de producción.
Control remoto
En párrafo de Argentina Originaria:
“Contaban con un dios mucho antes de que la Iglesia Católica pisara lo que hoy es Argentina. Tenían formas de gobierno antes de que se instaurase el Virreinato del Río de la Plata. Y se regían por leyes propias mucho antes de que el país tuviera su primera Constitución Nacional.
Padecieron campos de concentración antes que el pueblo judío.
Conocieron de torturas y secuestros de bebés antes de la dictadura argentina de 1976.
Y defienden el territorio y los bienes naturales desde mucho antes de que se hablase de ecología”.
Sin embargo, los pueblos originarios argentinos son los desaparecidos de la Historia, y hasta de los billetes, donde se reivindica a Julio Argentino Roca -100 pesos- y la denominada “Campaña del Desierto” que implementó buena parte de las matanzas aquí narradas. Darío Aranda: “Me interesó el tema desde que estudiaba, y pude empezar a hacer colaboraciones en Página/12, primero con una mirada romántica o notas ‘color’ más anecdóticas y folklóricas”.
Una de las primeras cosas que descubrió Aranda no se refiere a los indígenas, sino a los periodistas. “Para mí hubo un momento importante, cuando pude ir a El Impenetrable. Fue un clic, porque lo que te marca es ir al lugar, conocer a las comunidades, hablar. Pero el libro me ayudó a pensar en el periodismo. Los medios grandes o comerciales no abordan el tema por desconocimiento y también por ignorancia. Es común oír decir que en Argentina no hay indígenas. El periodismo es un reflejo de esa ignorancia. Y hay además una cuestión de clase. Los periodistas son de clase media, urbana, y con la flexibilización laboral tienen varios trabajos. Por comodidad o conveniencia terminan convertidos en periodistas de escritorio. Ir al Chaco con 45 grados es más complicado que quedarse en la redacción con aire acondicionado. No digo que todos sean así. Pero hay mucho periodismo de agencias de noticias y de diarios que se cubre mirando televisión.
¿Televisión?
Claro, miran los noticieros, y después escriben las notas. O hablan por teléfono.
En política o economía, no siempre hablan con los protagonistas, sino con sus voceros y operadores.
Sí, ocurre hasta en el tema indígena. Cuando hay alguna actividad de pueblos originarios en Buenos Aires, para hacer una nota, los periodistas siempre prefieren hacer contacto con el abogado, con el antropólogo o con el técnico de la oenegé, si es que hay una. Hablan con los que son pares. No con los indígenas. Es un periodismo a distancia, sin conocimiento, sin vínculo.
Tal vez se trate de un nuevo oficio: periodismo de control remoto.
El enigma Cristina
Hay algo que Darío aclara con énfasis: “No me considero un especialista ni un experto, no me gustan esos motes. Algo conozco, viajé mucho, y aun así hace apenas cinco años que me enteré de los campos de concentración que se cuenta en el libro”. Uno de los casos relatados es el de la isla Martín García.
Tampoco le gusta la cuestión por la que se habla en nombre de los otros: “Es lo último que haría. Hay una palabra, ‘ellos’, que no nos sale con ese tono de distancia cuando hablamos de organizaciones urbanas. Sí con los indígenas. Quisiera borrar ese ‘ellos’, que refleja una contaminación del lenguaje que detesto”.
Sin reparación
Argentina Originaria bombardea datos e historias asombrosas, y propone tres ejes principales:
- El genocidio como pasado y presente.
- Las industrias extractivas.
- Las resistencias.
“Creo que la omisión sobre el genocidio indígena también se corresponde con una cuestión de clase, que incluye a intelectuales de izquierda y de izquierda peronista o kirchnerista, que relativizan lo que ocurrió. Pasó para mí con un artículo que discute los reclamos de plurinacionalidad de los indígenas. Creo que el fondo del problema es que las comunidades indígenas debaten cosas que ponen en aprietos al progresismo, como el tema de los recursos naturales, a quién pertenecen, cómo se debieran cuidar, y cuál es el modelo de desarrollo”.
Darío plantea una comparación con la actitud hacia los 70: “Los familiares de desaparecidos tuvieron una indemnización del Estado, que algunos aceptaron y otros no, fue un debate para las familias. Pero nunca se esbozó una posibilidad siquiera similar para el tema indígena. Una reparación histórica, sea económica, o de sus territorios”.
El Bicentenario reflotó estos temas y hubo una gran marcha de diez días de comunidades indígenas, que se encontraron con la Presidenta. “Se le plantearon distintos temas. En un momento ella explicó que si hay una explotación petrolera en alguna comunidad indígena, se van a tomar todos los recaudos para que el desalojo sea lo menos traumático posible. Hablé luego con varios referentes indígenas que me dijeron: ‘No entendió nada’. Lo que esperaban era que ella dijera que nunca una comunidad iba a ser trasladada por una industria extractiva. Un indígena me preguntaba: ‘¿Ella no entendió, o nos transmitió una decisión tomada?’. Yo no tengo respuestas a esa pregunta. Las respuestas deberían darlas las comunidades”.
Pasado presente
El libro implica un viaje permanente por el territorio y por el tiempo. Cuenta sobre la Conquista del Desierto, pero también sobre la menos conocida conquista del desierto verde. Explica Darío: “En la Patagonia la Conquista mató o esclavizó a la gran mayoría de los indígenas, porque no se los necesitaba ahí. Eran grandes campos que no requerían mano de obra. En la campaña de las provincias del norte hubo muertos y asesinatos, pero se necesitaba mano de obra esclava para los ingenios y algodonales. En muchos casos los reclutaron en el Ejército, y las mujeres y niños fueron destinados a ser sirvientes. Y al quitarles las tierras se les quitó su sustento, su forma de vida, y se los obligó a introducirse en el mercado capitalista”.
¿Y actualmente?
Hoy se intenta lo mismo. Expulsarlos de las tierras para dedicarlas a los modelos extractivos, y convertir a los indígenas en mano de obra barata.
¿Y el Estado?
Es el que establece estas políticas. Un compañero, Hernán Scandizzo, me hizo notar lo siguiente: en ciertas épocas de la historia el “tema indígena”, como se lo suele llamar despectivamente, lo manejaba el Ministerio de Guerra: esos pueblos eran el enemigo. Hoy lo administra Desarrollo Social, porque es una cuestión asistencial. No ocurre como en otros países donde hay una Secretaría o un Ministerio de Asuntos Indígenas. Hay una decisión de que se los trate así.
Como una minoría en problemas.
Como una minoría que no puede resolver sus problemas sin asistencialismo, que no tiene su propia forma de desarrollo. Se trata a los indígenas como a una clase inferior, o sea las antípodas de lo que plantea el libro y he vivenciado en las comunidades. Cualquiera que vaya a las comunidades se va a dar cuenta de que hay mucha lucha, mucha dignidad, mucho deseo.
Por eso el libro denuncia los crímenes, pero a la vez respira un tono de respeto y confianza en lo que las personas de las comunidades indígenas son capaces de hacer. Darío explica algo institucional: “La política indígena de Argentina hoy está instalada en un entrepiso de la Secretaría de Ambiente, donde funciona el INAI, Instituto Nacional de Asuntos Indígenas. Hay técnicos con planteos que pueden resultar muy interesantes, pero están en ese entrepiso oscuro, hacinado, lleno de expedientes. Para mí, es toda una imagen de cómo el Estado encara la situación”.
Muertos de hambre
Un caso emblemático del tratamiento que se le da a los pueblos originarios ocurrió cuando murieron diez tobas en el Chaco por desnutrición, en 2007. “Los medios trataban el tema en forma amarilla, fotos patéticas, se impulsaron campañas de ayuda. Hubo donaciones. Caridad. Pero nadie se preguntaba por las causas de esas muertes”. La Defensoría del Pueblo demandó al gobierno chaqueño por el “exterminio de comunidades tobas, y la vulneración permanente y sistemática de sus derechos humanos básicos”, y la Corte Suprema tuvo que intervenir ordenando a Provincia y Nación que atendieran esa situación de urgencia.
En 2010 los tobas denunciaron ante el presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, que no se ha solucionado el problema del agua, la distribución de bolsones de alimentos es ineficiente, y la mortalidad infantil continúa idéntica. Asistencialismo y prensa amarilla, puede verse, no aportaron al fondo del problema. “Lo que denuncian los pueblos Qom, Wichi y Mocoví es que la situación social y sanitaria se vincula con la falta de tierra y los desmontes”.
Otras palabras
Argentina Originaria explica que los intelectuales llaman “bienes comunes” y los economistas “recursos no renovables”, a lo que los pueblos ancestrales definen como “nuestra vida”. La diferencia no es semántica, sino ética. Por eso el libro se suma a quienes denuncian el exterminio indígena como un delito de lesa humanidad que se sigue cometiendo en el presente. Explica Darío: “Uno habla de las muertes concretas, como lo que ocurrió con Javier Chocobar en Tucumán, por ejemplo, cacique diaguita asesinado por defender su territorio. Lo mataron hace un año, nada menos que el 12 de octubre”. En el libro están identificados los responsables, un empresario y policías relacionados con las patotas del Malevo Ferreyra. Todos libres.
El modelo y el inodoro
Todo el trabajo está atravesado por la cuestión de los modelos de producción, que empujaron antes y ahora a quitarles las tierras a los indígenas (y a la sociedad). Dato al pasar: el 95 % del bosque nativo de Córdoba ya ha desaparecido merced al desmonte de lo que se llama “modelo de desarrollo”. Explica Aranda: “Hubo distintos modelos extractivos. En la Patagonia se implementó ocupando grandes extensiones de territorio. Se expulsó a los indígenas para criar ovejas, por el tema de la lana. Hay algo que estoy reflexionando: una industria que no sé si llamar extractiva, pero que choca muchas veces con los pueblos indígenas es el turismo que avanza sobre territorios. En el sur Villa La Angostura es una referencia, o la zona de Iguazú. Eso les cambia la forma de vida. Si vivís en 5.000 hectáreas y pasás a tener 50, puede entenderse de lo que se está hablando”.
Un caso obvio es la minería: “En Jujuy, en Neuquén, entre otras provincias. Pero además hay legislación internacional a la que adhirió Argentina, que protege a las comunidades indígenas, y no se cumple. El tema está reconocido en la Constitución Nacional, en las constituciones provinciales: cuando se va a hacer algo con el territorio que puede implicar cambios en la forma de vida de las comunidades, éstas deben ser consultadas y deben dar su aprobación para cualquier proyecto. Pero la realidad es que hoy llegan las empresas mineras o petroleras, y avanzan sin importar las consecuencias”.
Otro caso es Chubut. “El pueblo de Esquel se movilizó, ganó el plebiscito, se prohibió la minería, pero el gobierno busca entonces abrir a las explotaciones la zona de la Meseta, poblada por pequeños campesinos y pueblos indígenas. El gobierno la llama Zona de Sacrificio. La propia asamblea de Esquel denuncia la discriminación. Quieren convertir la zona más pobre en un inodoro minero. Ahí se ve la diferencia entre sectores que tienen la capacidad de gritar, movilizarse, actuar ante el Poder Judicial, y sectores pobres que no tienen esa visibilidad”.
Lo que viene
Con sus reclamos, los pueblos originarios están planteando, entre otras rarezas, que se cumplan las actuales leyes. “De aplicarse la legislación actual, los pueblos indígenas son la llave jurídica para frenar el avance de industrias extractivas (petróleo, minería, forestales, agrícolas) y obras de infraestructura (represas, grandes caminos) que afectan directamente sus territorios” se lee en Argentina Originaria. Por eso su autor agrega: “Ése es el enfrentamiento, que además tiende a crecer”.
¿Por qué?
Porque las industrias extractivas y la política que las acompaña avanzan no sólo en Argentina sino en toda Latinoamérica, y van a aumentar las luchas indígenas, campesinas, rurales, las de las asambleas socio ambientales. Mientras la lucha urbana parece haber retrocedido a partir de la primavera económica, con organizaciones cooptadas por el Estado en unos casos, o debilitadas en otros, con los conflictos rurales y ambientales sucede lo contrario.
¿A qué lo atribuís?
Me parece que mientras en los sectores urbanos se lucha por lo económico, por parar la olla, en el caso de los indígenas y también los campesinos, fundamentalmente, por lo que se lucha es por mantener una forma de vida. Pueden tener mejoras económicas, pero si peligra su forma de vida, que es su territorio, se movilizan. Los indígenas y campesinos son la prueba viva de lo que ha significado el avance de las industrias extractivas, el neoliberalismo, de lo que implicó en su historia y en lo que llaman los “modelos de muerte”. Ellos son los que van a poner el cuerpo, y van a la acción directa. Lo tienen más claro que los periodistas, los políticos y los académicos. Por eso va a haber más luchas para que eso no suceda, y por eso se ve que hay tanta organización.
Monocultivo & renta
Pese a sus años de trabajo y colaboraciones Aranda es de los que no ha logrado –al igual que tantos colegas– vivir del periodismo asalariado. ¿Será que las concentraciones mediáticas que provocan estas subocupaciones, son reflejo de las concentraciones territoriales? Según Argentina Originaria, “el 10 por ciento de las denominadas ‘explotaciones agropecuarias’ más grandes concentran el 78 por ciento de las tierras, mientras que el 60 por ciento de las fincas más pequeñas se reparte apenas el 5 por ciento de la superficie cultivable del país”.
Darío considera que frente a ese modelo de concentración, la atomización de las comunidades indígenas es una debilidad, pero también una fortaleza. “Ningún gobierno, ni nacional ni provincial, puede dominarlos. Por ahí se acuerda con una organización de segundo o tercer grado del pueblo mapuche, pero al mismo tiempo pueden aparecer comunidades que no están en esa organización y hacen explotar conflictos, luchan, resisten. Es una ventaja. Hagan lo que hagan otros, ellos están diciendo: nosotros estamos acá, no vamos a dejar que pasen por arriba nuestro”.
Debate sobre el atraso
La defensa del modelo sostiene que los recursos naturales deben utilizarse para permitir el progreso, contra el atraso. Aranda se rasca la barba: “Si encontraran petróleo en la Recoleta, ¿permitirían que se explote? En cambio en Formosa le inundaron el cementerio a una comunidad. Hay una falsa disyuntiva que plantean las propias comunidades. La soja era el progreso, el avance, insumos, maquinarias, transgénicos, dólares de las multinacionales. ¿Qué pasó en estos 14 años? Más de 300.000 familias campesinas fueron desterradas de sus lugares, engrosando las villas miseria de las grandes ciudades. Llegó el desmonte masivo, los efectos de los agrotóxicos en la salud humana. Se perdió la soberanía alimentaria en un país que antes producía para sus habitantes, y ahora produce forraje para animales chinos y europeos. ¿Eso es el progreso? Para mí la soja demuestra que progreso-atraso es una falsa disyuntiva”.
Darío explora una noción de autonomía y de democracia: “Estamos en una etapa en la que el progreso no lo tiene que decidir un iluminado desde arriba, y mucho menos una transnacional. El desarrollo de cada región lo tienen que decidir las propias comunidades: campesinas, indígenas y también las urbanas, como ocurrió en Esquel y el rechazo a la minería. ¿Por qué no hacemos lo mismo con todas las comunidades?”. La respuesta es inquietante: se haría lo que quieren las comunidades, y no lo que negocian políticos y empresas. “Pero eso sería lograr una autonomía, una democracia con mayúsculas, con la gente decidiendo, y no obedeciendo a funcionarios de escritorio, o a empresarios de Toronto”.
En el planteo de Aranda hay algo novedoso: más que identidad, postula que hay formas de vida que buscan defenderse. “Cosechar, criar animales, no vender tu fuerza de trabajo, disfrutar una cultura distinta a la de las ciudades. Lo que se les quiere ofrecer es que dejen de ser eso y pasen a ser parte de la manada que somos todos nosotros. Se quiere romper esa particularidad y que abandonen los territorios”.
¿Quiénes molestan?
Entre las luchas actuales, Darío cree que hay que hablar de reforma agraria, que no representa para las actuales comunidades una expropiación convocando a desalambrar, al estilo de los 70: “Hoy se habla de revisar los títulos de propiedad, como el caso de Benetton o tantos otros grandes terratenientes, para estudiar su legitimidad. Es enorme la cantidad de lugares sospechados de haber sido robados o mal comprados. Y en los casos en que se pueda repartir tierras, generar las condiciones para que sean aptas y suficientes para la producción y el consumo local, y para abastecer mercados cercanos. Esto podría lograr algo que plantea el Movimiento Nacional Campesino Indígena: la vuelta al campo de mucha familias, en la medida en que encuentren una posibilidad de vida y de producción dignas”.
¿Cómo funcionaría una idea como ésa, un cambio en los flujos migratorios y culturales, ante el actual modelo productivo? Sostiene Aranda: “Choca con el modelo de desarrollo que tiene el país, que es de extracción de recursos naturales, de bienes comunes. ¿Y qué es lo que molesta? Las poblaciones. Al mercado le molestan las poblaciones que resisten”. Entre la gente potencialmente molesta, las organizaciones indígenas estiman que hay 1.500.000 aborígenes en Argentina, que se autorreconocen como tales. Representan un 3,9 por ciento de la población, proporción mayor que la de Colombia, Venezuela, Paraguay y Brasil.
Un indicio sobre lo que logran las poblaciones molestas: el libro cuenta que en los últimos años el pueblo mapuche recuperó 233.000 hectáreas, once veces la superficie de la ciudad de Buenos Aires. “Volvió a sus tierras con el respaldo de tratados internacionales de rango superior al de las leyes locales, que imponen una concepción diferente de la tierra, e interpelan el concepto de propiedad individual en busca de rentabilidad, para suplantarlo por el de espacio colectivo”.
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