Mu41
Infierno en el paraíso
El corte de ruta de los qom reclamando tierras que les pertenecen, terminó en represión, muertes, ranchos quemados y derechos humanos violados por el gobierno formoseño ante el silencio del nacional. Viaje a la lógica y los sueños de una comunidad que se cansó de ser paciente, entre el clientelismo, el abandono y la soja.
El paraíso huele a madera quemada. En el tendedero de alambre hay un buzo pequeño, blanco con rayas marrones. “Debe ser de Andrea, la chica de Elías” murmura Colman, que mira entre los árboles hacia la ruta, atento a que aparezcan grupos policiales o parapoliciales. El buzo y el tendedero son las únicas dos cosas de la casa de Elías Jara que no han quemado. Colman señala hacia abajo: grandes hojas verdes de zapallos, que estaba cultivando Elías. Luego señala arriba: tres monos trepados a los árboles, a unos 15 metros de altura. Nunca ví monos fuera del zoológico o de las pantallas. Con dos movimientos mágicos, desaparecen entre el follaje. Están ahí, pero no los veo. Colman se divierte con mi asombro. Se escucha una tórtola, las ramas, nuestros pasos, la respiración que se cocina a 35º. Una a una, recorremos en ese silencio las 16 casas quemadas del pueblo qom en la Colonia La Primavera. Infierno en el paraíso, el 23 de noviembre. Y todavía el olor. Cadáveres de ranchos, cadáveres de bicicletas, de colchones. Un montoncito de ceniza parece toda la ropa que tenía la familia. Salvo el buzo de Andrea. Con nafta y sopletes, las llamadas fuerzas de la ley de Formosa también dejaron aquí los cadáveres quemados de varias palabras. Miguel pone un ejemplo: “¿Democracia? No hay para nosotros. Estamos fuera”.
Kilómetro 1340
Desde Buenos Aires y otros centros urbanos, Formosa es una marginalidad, el límite de un mapa. Desde Formosa capital, Clorinda es una marginalidad, más al límite. Para Clorinda, Laguna Naineck es un punto pequeño, lejos en el campo. Y allí había ido el hermano Colman Sanagachi a buscarme, en motoneta prestada, para ir más lejos todavía, a Colonia La Primavera, Qom Navogoh en idioma propio, ruta 86, kilómetro 1340, contando supuestamente desde el kilómetro 0, en Congreso.
Allí fue el corte de ruta de cuatro meses reprimido por la policía e integrantes de la familia Celía, en lo que fue una mezcla de provocación y emboscada, con resultado de decenas de heridos, 27 presos, muerte de Roberto López, varios qom con los que no pudieron, y un suboficial también muerto, Heber López.
¿Cuál es el centro?
A un costado de la ruta, en el monte, están las casas quemadas a la comunidad. En ese lugar de la ruta, sin señales, Colman dobla la motoneta por un camino de tierra. Hubo un chaparrón y varios tramos del angosto camino están anegados. Vamos a pie, porque Colman debe salir de la senda y empujar la moto por los pastizales, mientras voy haciendo patinaje sobre el barro. Mis buenas intenciones de ayudar no sirven. Nunca sirven, cuando no son prácticas. Ayuda más callar, no ser una carga, y evitar irse de culo al barro. Hacemos un kilómetro en motoneta cuando el suelo está sólido, otro patinando. Nos cruzamos con nenes descalzos y mamás en bicicleta que llevan bidones blancos para cargar agua, como cada día, en un aljibe que queda a dos kilómetros. Saludan con timidez y curiosidad. Belleza de sonrisas. Los bidones son de glifosato. Más adelante aparece un hombre amistoso: los qom no aprietan ni sacuden la mano ajena. Ofrecen la suya. No es blandura, sino una seguridad que no presiona al otro, un estilo de relación.
El hombre habla en lengua toba (así llaman los propios qom a su idioma). Colman explica la charla: “Atropellaron a un hermano en la ruta. Amigo mío. Apareció tirado. Ya me habían avisado por mensaje de texto”. Hace un movimiento horizontal con la mano como diciendo: muerto. Se endurece su gesto: “No creemos que es accidente. Lo quieren matar atropellándolo. Pasa muchas veces”. Celso Yogoday tenía 25 años, o 27, dice Colman. Seguimos el viaje resbaloso al corazón de la comunidad: un kilómetro 0 de la geografía del presente.
Lo que el blanco no entiende
Son 850 familias. Unas 5.000 personas que viven en 2.500 hectáreas y reclaman que se les devuelvan otras 2.600 que les corresponden por historia, y por ley. Cada vez que uno llega a una casa qom, alguien se levanta para ofrecer un bidón, un tronco, o una silla donde sentarse. Lo hace Juana, la mujer de Colman, después de acercarme su mano. Estamos a unos siete kilómetros de donde se produjeron el corte de ruta, la quema y la muerte. Juana tiene 25 años, 7 meses gestándose en el vientre y una intuición: será nena. Los qom hablan con los blancos un castellano sincopado, dulce y preciso, casi siempre en tiempo presente. No es su idioma materno, cosa que los blancos y blancas (criollos, dicen ellos) no logran o no quieren entender. Consideran “ignorancia” lo que en realidad es “bilingüismo”. Alex (6) y Natalia (2) me miran extrañados, inmigrante de palabras raras, artefactos periodísticos, y pies de barro. Empezamos la recorrida con Colman caminando unos 300 metros más por el campo. Elías Jara usa su única camisa, desgarrada por la policía, y por lo que alcanzo a ver su rancho está vacío. Se alza de la única silla de plástico que tiene y me invita a sentarme, pero hablamos de pie: “Estuvimos en el corte de ruta. Los cuatro meses. Primero pasó dos meses, entonces pensé hacer una casa allá. Llevé todo para vivir”.
¿Qué llevó? “Dos camas, tres bicicletas, tres colchones, una pala, un machete, sábanas, frazadas, la ropa. Todo quemaron”. Quedó el buzo de la pequeña Andrea, en el tendedero, pero nadie lo toca bajo la ilusión de que alguien alguna vez investigue algo.
¿Y qué reclaman? “Necesitamos muchas cosas. Pero lo primero, lo más importante, no lo entienden” dice Elías. “La tierra. Que nos devuelvan la tierra”.
Torta frita, sangre seca
Elías había hecho un hogar de madera de palma en un lugar sin luz ni agua, con la vecindad de sus hermanos, y la protección del monte. Era la forma de ocupar el territorio y mejorar la vida. ¿Y esta casa? “Este terreno es de mi suegra. Hace 11 años estoy acá. Somos mi señora, yo, cuatro hijos, dos nietos: ocho. Quiero vivienda. Ahora no tengo nada”. El único ingreso económico de la familia es un plan social de uno de sus hijos, de 225 pesos. “No alcanza, compramos harina y aceite, hacemos tortilla, nada más”. Tortilla es la célebre torta frita, alimento primordial y muchas veces único de las familias qom. “Allá planté zapallos y porotos en octubre. ¿Estamos en diciembre? En enero tenés frutos para comer. Pero la policía nos trató mal. Golpearon. Mataron al hermano. En la cárcel de Laguna Blanca no pegaron, pero nos dejaron como asesinos: nos echaban agua, para no dormir. Yo tenía sangre. Mi campera está toda mojada de sangre seca”. Es de lo poco que le quedó. Tiene razón: la sangre la empapó, y endureció la tela.
Apresado y herido la tarde del 23, lo atendieron al día siguiente. Le dieron cuatro puntos, sin anestesia y lo mandaron a la casa, con el cuerpo entumecido a golpes y mojado de lágrimas por la muerte de hermano Roberto López. En la casa no hay agua: buscan con bidones en un aljibe a 1.000 metros. “Pero ahora no tenemos bici para llevarlos”. Cada bidón es de 25 litros, o sea que pesa unos 25 kilos. Necesitan dos por día. Elías señala hacia alguna parte. “Más allá pusieron caño de agua potable. Pero nunca trajeron el agua”. Y me explica: “El gobierno quiere derramar sangre. Es cosa muy desagradable. No quiere escuchar. Jamás vino nadie a hablar con los hermanos. Pedimos esto: devuelva la tierra que es de nosotros. Pero no quieren solucionar. Quieren matar”.
Baja el sol, tarde bellísima, mosquitos insaciables. Hay que hacer un baile raro y palmearse para espantarlos. Colman propone volver antes del ocaso.
Sapos XXL
La casa de Colman es una de las 100 nuevas y humildes viviendas construidas por el gobierno en la colonia de más de 800 casas. Y tiene luz eléctrica, de la que carece el 80% de la comunidad. No tiene agua. El techo de chapa deriva el agua de lluvia a sendas canaletas que la conducen hasta un aljibe, por un tubo. Ésa es el agua que usa la familia. Arriba del aljibe hay una antena de televisión digital. Atrás de la casa hay un campo de algodón. “Antes había un estero. Desapareció. Cada vez hay menos agua”. Colman cobra plan social de 300 pesos y su mujer, uno de 150. La casita es un lujo en Colonia Primavera. “Fue así. Un hombre, Hernando Gómez, es la mano derecha del gobernador Gildo Insfrán en Laguna Blanca. Le dije: ´Necesito casa´. Siempre prometen, nunca dan. Contestó: ´Con una condición. No vayas más con Félix´”.
Félix Díaz es el referente de Colonia La Primavera, elegido por sus propios hermanos, que llegó a Buenos Aires después del desalojo, la quema y la muerte, para denunciar esos atropellos junto a organizaciones de derechos humanos, reclamando que la Presidenta lo escuchara. El día de la represión, los integrantes de la familia Celía le dispararon. Félix les contestó con hondazos. “Es la gomera que usaba de chico para cazar pájaros para comer” explicó. “Él hizo como David frente a Goliat” dice Colman que como casi todos los qom de La Primavera, es evangelista.
Entramos a la casa. La televisión está encendida. Juana acerca arroz con algo de pollo. Los qom comparten. Los mosquitos siguen en guerra. La multitud de sapos desmesurados que se acumulan junto a la puerta no logra detenerlos. Colman enciende algo y la pequeña Natalia recorre la casita impregnándola de un humo penetrante. ¿Qué es? “Fuyí”. ¿Planta autóctona? No, son las tabletas celestes anti mosquitos. En La Primavera no hay aparatos para usarlas, y entonces Colman las quema como si fueran espirales, con resultados maravillosos. Natalia ríe. Juana se acaricia la panza.
Julia Roberts a control remoto
Sigue la charla: “Gómez me dijo que no vaya con Félix. Yo le dije: ´bueno´. Me separé de Félix un tiempo. Dentro de mi pensé: siempre voy a luchar. Me dieron la casa, y entonces volví con Félix. Siempre estuve en el corte. Los hermanos me decían: ´quedate tranquilo, si ya tenés casa y luz´. Pero yo no me quedo tranquilo hasta que todos tengan”.
Pasan una película con Julia Roberts. Juana bosteza. No tuvieron luz hasta hace dos años. Y la televisión es más nueva todavía: “Le había dicho a Juana: llegará el día en que tengamos luz y televisión con control remoto. Comimos menos, pagamos 18 cuotas de 76 pesos. Fue un esfuerzo. Lo tenemos”. Trago el arroz y mis críticas a la televisión, pero pienso que ése es el mecanismo del sistema para meterse en las cabezas –también– de los qom. Control remoto al revés. (Eso me pasa por leer demasiado ensayo, en lugar de mirar más Julia Roberts). Colman tal vez lea el pensamiento, y me mira fijo: “Tengo estas cosas. Pero ser aborigen, eso no cambia. Nunca va a cambiar”.
Vivió tres años en Tapiales, Buenos Aires, trabajando en una envasadora de verduras. “Cuando volví, no tenía luz y me daba un poco de miedo a la noche, algo que se mueve, un bicho, una víbora”, reconoce este hombre que, como sus hermanos, ha sabido enfrentar cortes, criollos armados, policías y gendarmes. Son las 10 de la noche y conviene despertar temprano. El pequeño Alex ha ido con un tío. Han preparado un cuarto para el invitado. El baño está fuera de la casa, se lo usa con agua de lluvia que Colman sube del aljibe. Brilla la Vía Láctea cruzando el cielo con una luminosidad que hipnotiza. Adentro hay otro brillo (que vi también en casas mapuche del militarizado sur chileno): Colman, Juana y Natalia espantan el miedo y duermen con el televisor encendido.
Héroes y tumbas
Salimos temprano. Colman había devuelto la moto a su tío Clemente, pastor pentecostal que relata: “Damos la palabra de Dios, la vida nueva. La mayoría es evangelista. La comunidad no entiende ni acepta al católico”. El sendero nos lleva al cementerio. Es un lote ondulado por los montículos. “Hasta 1990 o por ahí, se enterraba a los hermanos envueltos en mantas. Después vinieron los cajones”. Hay sólo dos cruces en decenas de tumbas. “Es que son de madera, se pudren con la lluvia”.
Me señala el lugar donde enterraron a Roberto López, muerto el 23 de noviembre, balas por la espalda; se seca los ojos, y seguimos el camino. Nos saluda un criollo de remera, Antonio, sacerdote católico de Laguna Blanca, que venía a visitar a una señora: “Es cierto, son todos evangelistas, pero son todos cristianos” dice como hablando de una familia. “La soja está invadiendo todo y provocando el desmonte. Los sojeros no pueden comprar tierras de la comunidad, pero les alquilan a los qom”. Colman y Antonio me acercan a un lugar donde el monte desaparece y casi hasta el horizonte hay un mar verde, desierto de soja: “Y más allá hay algodón transgénico”.
Clientelismo transgénico
Miguel Quiñisaguay, después de mostrarme los moretones que le quedan del enfrentamiento con la policía, enumera: “Necesitamos salud, educación, agua, luz”. No son “necesidades básicas insatisfechas” sino derechos humanos violados. Agrega: “Y máquinas”. Feliciano Sanagachi: “Máquinas para cultivar, tractores. Esta tierra es linda. Pone maíz, saca maíz”. Hay tapioca, mandioca, zapallo, porotos. ¿Cuántos tractores para toda la colonia? “Uno solo no alcanza. Dos o tres”. Colman: “Y máquina para arar, disquear, sembrar y cosechar”. Una posibilidad más modesta aun: “Yo sé arar con buey. Pero toma mucha agua. Al mediodía si está cansado toma 50 litros. Si comparto mi aljibe con uno o dos bueyes, mi familia se queda sin agua”. Al no tener tres tractores para toda la comunidad, y ni siquiera bueyes, el diagnóstico tiene tres palabras: “Quedamos como esclavos”. Esclavos de muchas cosas. Por ejemplo:
1) El clientelismo político. “Uno planta algunas cosas para autoconsumo, pero dependés del plan social para comer” dice Rubén Díaz, 9 hijos. Los ancianos que tienen alguna pensión son los que más cobran, unos 600 o 700 pesos (y me cuentan que tienen que compartirla con hijos y nietos que ni plan tienen). El reparto de planes es obviamente condicionado. En elecciones, el voto cotiza a 20 pesos, según el tarifario del oficialismo de Gildo Insfrán. Hubo tiempos en que encerraban a los qom en galpones para liberarlos con la boleta en la mano. Ahora les toman el documento, los buscan con camiones, y les devuelven el DNI con boleta electoral oficialista. Cobran si votan.
2) La violencia blanca. La discriminación encierra a los qom en la comunidad. Benjamina es la mujer de Samuel Garcete, herido de un balazo en la cabeza el 23 de noviembre, convaleciente en Formosa, y nunca fue a verlo: “Tengo miedo de la policía”. El misterio de los qom –adultos y niños– atropellados en la ruta parece formar parte de un juego macabro (que los qom admiten como parte de lo cotidiano). Benjamina: “Mis hijos ya no van a la escuela. Miedo a que los persigan”. Hay amenazas armadas, tiros en la noche. Miguel: “Y el modo en que te miran o se ríen cuando te ven. Algunos criollos son amigables. Otros están contra nosotros. Nosotros no estamos contra nadie”. La violencia de estos tiempos forma parte de un conflicto en el cual las tierras ancestrales (reconocidas provincialmente, constitucionalmente, legalmente e internacionalmente) intentan ser birladas a los qom mediante artimañas y balas de plomo. El corte de cuatro meses pedía la devolución, en particular, de territorio que, tras una turbia negociación entre el gobierno provincial y la familia Celía, querían usar para la Universidad de Formosa que, como tantas, termina siendo cómplice de las muertes, a fuerza de silencio.
3) El modelo productivo. En esa pobreza, la invasión transgénica fluye a toda velocidad. El hermano Jacobo me cuenta: “Las empresas alquilan tu tierra, te pagan 200 pesos por hectárea. Tenés 4 hectáreas, te dan 800 pesos y plantan soja”. El excelente blog Qom Navogoh revela que Nidera (una Monsanto bis) es una de las empresas así metidas en la comunidad. El drenaje en lagunas y esteros contaminados hipoteca las pocas fuentes de agua que quedan. En la recorrida encuentro a Cecilia Marzoa, de Médicos del Mundo: “La mayoría de los nenes está con broncoespasmo, bronquiolitis, alergias, infecciones en la piel. La base son las fumigaciones a campo abierto, y a cinco metros de las casas”. Eso sí: se fumiga la soja, pero no a la vinchuca, ni se hacen análisis para el Mal de Chagas. No es una broma. Es la violencia.
Violar con conducta
El resultado del modelo es que Formosa es una de las provincias más pobres del país (compite con Catamarca y su minería), 60% bajo la línea de la pobreza, muertes por hambre, analfabetismo, abandono, 200.000 electores de los cuales 50.000 reciben planes limosna, 60.000 son empleados públicos limosna y obedientes, y todo bajo la complicidad del gobierno nacional, como ocurrió con todo poder anterior (Insfrán fue proto alfonsinista y cafierista como vice, y como gobernador fue menemista, duhaldista, rodríguezsaadista, kirchnerista y cristinista: o sea, un sujeto de conducta). Jacobo: “No me acuerdo la palabra, pero es como el paraguayo Stroessner. Ya sé: dictador”. Nada es nuevo: el propio Estado Argentino fue denunciado en 2002 por el Centro de Estudios Legales y Sociales ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por destrozos, secuestros y torturas, entre otras violaciones y delitos de lesa humanidad, contra familias enteras (mujeres y niños incluidos) de la colonia Nam Qom que reclamaban por su tierra.
En el monte, caminando, frente a esta especie de alucinación sistemática, los qom como Colman, Félix, Jacobo, Elías y tantos más que conocí, simplifican la charla: “Queremos la tierra, que es nuestra”. Clemente agrega: “No queremos ser dependientes del gobierno, el político y la institución. Queremos autodeterminación. Manejarnos. Que no nos manejen”. Con esa sencillez, parecen jaquear toda la parafernalia política y económica. Que les respondan con tanta violencia simboliza el peligro que representa para el modelo la más vieja y legítima de las subversiones: que la gente converse, se organice, reclame y actúe por lo que le corresponde.
Hallazgo contra la tuberculosis
Rubén, Clemente, Feliciano, todos me hablan de la educación: “Las maestras piden licencia, los chicos no saben leer ni escribir, pero los mandan para 7º grado. Ellas no dan clase. Siempre tienen licencia. Los hijos no se educan, crecen, y no pueden seguir estudiando. No quieren que nos capacitemos”. (En realidad estas personas que pueden enfrentar tantas trampas, barriales y crueldades, tienen altísima capacidad; la mala escolarización es sólo otra agresión contra ellos, un control remoto del mundo blanco).
Rosa es una anciana qom: “No tenemos vivienda ni salud. Tengo miedo al hospital”. Colman agrega: “Discriminan y tratan mal. Hubo un hermano, Paulino Miranda, no lo atendían, los enfermeros lo insultaban. El doctor le dijo: ‘vos señor, la enfermedad no tiene cura, andá a tu casa a esperar la muerte’. Y así fue”. Rosa: “No conozco la justicia”. Como en toda la comunidad, en su casa no hay agua. Las hijas de Rosa cargan bidones de glifosato en aljibes cercanos (1 kilómetro, y conviene recordar la temperatura habitual entre 30° y 40º). Clemente, el pastor, vive enfrente. Su señora hace tortilla (torta frita). Me muestra una caja de Z Cal, analgésico traído de Paraguay (“¡Viví un día a mil!” dice la caja azul). Clemente: “Se lo dieron a un hermano para la tuberculosis. A otro le dieron paracetamol” (otro analgésico). A un anémico, me cuenta Rosa, le regalaron Geniol”.
“No somos originarios”
Llegamos a casa de Feliciano y hay una gran ronda, más de 60 qom. Me ofrecen una silla. Llegó la Defensoría del Pueblo de la Nación para investigar las muertes, atropellos, la quema de ranchos. Los qom resuelven todo en asamblea pero esta vez la ronda es de espera. Pablo Asijak me explica que la tierra es de la comunidad, aunque cada familia tiene su parcela que a la vez no es “privada”: por eso pueden arrendarla a sojeros o algodoneros, nunca venderla, mientras llega el momento de poder hacerse cargo ellos mismos de la producción. En la ronda están los hombres. Las mujeres quedan con los chicos. Ellas casi no hablan y prefieren siempre ceder la palabra al varón. Parece un patriarcado naturalizado, sin imposiciones, con una asombrosa relación con los chicos: en la cultura qom no cabe el grito, el reto, el castigo, y menos el golpe.
Les pregunto por esa etnia tantas veces hostil que los rodea, llamada “blancos” o “criollos”. Definiciones que surgen de las charlas: “Muchos son amigables. Pero hay funcionarios que son vagos y haraganes, nunca hacen nada por nosotros, y cobran sueldos grandes”. “Mienten. No cumplen las leyes que nos defienden. Prometen, pero en vez de dar herramientas nos dicen indios de mierda”. “Son bastante ladrones, nos quitan la tierra nuestra”. “Son ignorantes. Quieren matar. Eso es estúpido”. “Son violentos, matan hombres, pegan a mujeres y chicos”.
Ninguna palabra es rencorosa o quejosa. Los qom son descriptivos. Lo más inesperado es lo que expresa Pablo: “Nos tienen envidia. Quieren lo nuestro”. Lo nuestro es la tierra, las relaciones, la comunidad, el futuro. Esa envidia al revés, del poderoso al vulnerable, marca toda la historia argentina. Pablo agrega: “No acepto que me digan originario. Si somos originarios, nos tienen que respetar la salud, la educación, el acceso al agua, vivienda, la tierra, las máquinas. La ley lo dice. Prefiero que nos digan indígenas porque no nos tratan como originarios, sino como animales”. Traduce para un urbano: “Tengo celular. Pero tengo que caminar una hora para llegar a un lugar con electricidad y cargar la batería”. Y dice: “La televisión vino cuando hubo muertos. Pero antes, en cuatro meses de corte, no vino nadie. ¿Tiene que morir gente para que nos escuchen?”.
Sobre el futuro: “Creo que los jóvenes se tienen que ir. Aprender, conocer, y volver, para aplicar con los hermanos lo que saben. No podemos encerrarnos”.
¿Qué pasaría si les ofrecen dinero, casas buenas en otro lugares? Pablo: “Si acepto, me muero. Porque hasta ahí quedo. Voy a estar sentado riéndome y comiendo, y sin tierra”. Todos coinciden y repiten una frase que escuché a los mapuche: “La plata se acaba. No crece en la tierra. Queremos la tierra, que no se acaba”.
Traen mate frío. Los qom están esperando noticias de Félix, desde Buenos Aires, para decidir cómo seguir adelante. Colman me recuerda algo: “Estuvimos en el cementerio. Allí están nuestros ancianos. Siempre les dijeron: ‘tené paciencia’. Tuvieron. Están muertos. La paciencia ya no sirve. Si no te levantás, no tenés nada”.
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La bendición de la impunidad
Jorge Garaventa intervino como terapeuta en casos de abuso y escribió una docena de libros sobre el maltrato infantil. Para resumir su opinión sobre cómo resuelve la justicia estos temas inventó un nuevo concepto: ostentación de impunidad.
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Abusados
En un caso, una maestra fue condenada, pero cumplió sólo 6 meses de prisión y no se investigó a los hombres mencionados por las seis nenas abusadas. En otro, fue absuelto el profesor de gimnasia y fueron procesados dos peritos. El tercero sucedió en un jardín de infantes de Villa Gesell y todavía espera justicia. Sus diez expedientes se convierten en una prueba de cuál es el rol de quienes deben escuchar el relato de niños y niñas de apenas 4 años y hacer algo a partir de ello. También, de cómo se comporta la máxima autoridad eclesial cuando se reportan denuncias que involucran a las instituciones de la que es responsable, actitud que mereció hasta el reproche de los mismos jueces que exoneraron a los denunciados por considerar que los testimonios de los chicos estaban “contaminados”. El caso del Instituto Ana Böttgger de Villa Gesell permite verificar cómo se toman esas pericias y plantea un debate de fondo: por qué los tribunales no están en condiciones de hacer justicia.
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