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Genio al plato

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Spaghetti, de Gabriel Pasquini y Mariano Cossa. Leonardo da Vinci es la excusa para subir a escena una reflexión sobre el arte y la vida cotidiana. Y del misterio que separa lo ordinario de lo excepcional.

Genio al platoUna nueva forma de ver el mundo y al ser humano; ruptura con la tradición artística de la Edad Media; descubrimientos técnicos en la pintura (el desarrollo de la perspectiva, por ejemplo); cambios en la construcción arquitectónica. Y Leonardo Da Vinci, por supuesto. OK. Estamos de acuerdo. Todos estos elementos y este genio dieron forma al Renacimiento. Pero para Mariano Cossa y Gabriel Pasquini, en cambio, aquella época, la cabeza de Da Vinci, su voracidad por el saber y hasta la vanguardia que todo esto representa ocupan otro lugar, aquel donde se crea, se revuelve y arden todos estos ingredientes: la cocina. La excusa para hablar del arte, el talento, el conocimiento y, sobre todo, del misterio para poseerlos, la acomodan en un plato de spaghetti.
Mariano Cossa y Gabriel Pasquini se conocen desde hace casi cuatro décadas. Son hijos de otra pareja de amigos: el dramaturgo Tito Cossa y el periodista José María Pasquini. “Así nos conocimos, cuando teníamos seis y siete años. Creo que a nuestros padres siempre les gustó la idea de que, de algún modo, heredáramos su amistad. Por supuesto, estas cosas no ocurren así: nos hicimos amigos y seguimos siéndolo por nuestras propios motivos. Lo que sí ocurrió es que, por esta amistad que se prolongó por dos generaciones, compartimos la vida de ambas familias; crecimos en una casa u otra. Por lo demás, explicar qué cosas uno debe o no a sus padres, qué les agradece o qué padeció por ellos, es casi imposible para cualquiera, aún con años de psicoanálisis”.
Mariano Cossa y Gabriel Pasquini se conocen desde hace casi cuatro décadas. Son hijos de otra pareja de amigos: el dramaturgo Tito Cossa y el periodista José María Pasquini. “Así nos conocimos, cuando teníamos seis y siete años. Creo que a nuestros padres siempre les gustó la idea de que, de algún modo, heredáramos su amistad. Por supuesto, estas cosas no ocurren así: nos hicimos amigos y seguimos siéndolo por nuestras propios motivos. Lo que sí ocurrió es que, por esta amistad que se prolongó por dos generaciones, compartimos la vida de ambas familias; crecimos en una casa u otra. Por lo demás, explicar qué cosas uno debe o no a sus padres, qué les agradece o qué padeció por ellos, es casi imposible para cualquiera, aún con años de psicoanálisis”.
Mariano Cossa y Gabriel Pasquini se conocen desde hace casi cuatro décadas. Son hijos de otra pareja de amigos: el dramaturgo Tito Cossa y el periodista José María Pasquini. “Así nos conocimos, cuando teníamos seis y siete años. Creo que a nuestros padres siempre les gustó la idea de que, de algún modo, heredáramos su amistad. Por supuesto, estas cosas no ocurren así: nos hicimos amigos y seguimos siéndolo por nuestras propios motivos. Lo que sí ocurrió es que, por esta amistad que se prolongó por dos generaciones, compartimos la vida de ambas familias; crecimos en una casa u otra. Por lo demás, explicar qué cosas uno debe o no a sus padres, qué les agradece o qué padeció por ellos, es casi imposible para cualquiera, aún con años de psicoanálisis”.
Tenían, entonces, la edad de jugar cuando comenzaron juntos a romper esquemas: inventaban espectáculos. Durante la adolescencia y su correspondiente edad del pavo se juntaban para destruir otros prejuicios: escribían cuentos, guiones de historietas y canciones. Luego, tomaron rumbos diferentes. Mariano se fue a vivir a México diez años y regresó con una idea que fue la perfecta coartada para el reencuentro. Esta vez el pretexto fue la figura de Leonardo da Vinci. “En ese sentido, la obra es una celebración de nuestra amistad de toda la vida”, cuenta Gabriel Pasquini.
El misterio
Mariano y Gabriel se pararon exactamente en el año 1519 y en un castillo de Francia. Allí plantaron cuatro personajes tan reales como ficticios. Un aprendiz: Melzi, discípulo de Da Vinci, su amante y encargado de recuperar sus escritos. Un rey: Francisco I de Francia, quien llevó a Leonardo a su castillo para que asombre con su ingenio e invenciones a su corte. Un genio: Da Vinci, en el último año de su vida. Y una cocinera que no tiene nombre ni sexo: de aspecto andrógino, es la articuladora de la historia y la que representa el principio de realidad. Así recrearon y dieron vida a los diálogos entre cuatro sujetos de una época plagada de revoluciones.
¿Por qué eligieron para contar el último tramo de la vida de Leonardo da Vinci?
Porque permite mostrar el aspecto que podía ser más interesante para el público de este tiempo. ¿Qué es eso que Leonardo o, si se quiere, el arte, deja tras de sí? ¿Qué le pedimos, qué conseguimos? ¿Qué proyectamos en él y qué nos devuelve?
 
Dentro del abanico de talentos desplegados por Leonardo, Mariano y Gabriel, eligieron poner en primer plano sus dones de gourmet. No sólo le dieron protagonismo, sino que lo conviertieron en un misterio que encerraron dentro de una caja negra. La incógnita está dada porque el rey le implora a Da Vinci que dé a conocer los ingredientes con que realizó los “spago mangiabile”, que son -nada más ni nada menos- que los legendarios spaghettis. Da Vinci se niega, por supuesto. (Aclaración al lector: a Leonardo se le adjudica la creación de la máquina para cortar los spaghettis, aunque este dato nunca fue probado). Dicen que Leonardo con su máquina devanadora cambió la forma de la masa espesa y ancha (estilo lasagna) y la convirtió en sogas comestibles. Dicen también que Leonardo tenía tanta fe en su pasta, que viajaba con su máquina a cuestas y la escondía en una caja negra. Sobre esta suposición se basan los autores para poner en debate el arte.
¿Por qué eligen la cocina para hablar del arte? Explica Gabriel: “Primero, por la idea subyacente de llevar el arte a la vida, contra la idea moderna de oponer ambas cosas. Segundo, porque permite sacar a la figura de Leonardo de los clichés en que está sepultado. Tercero, porque deja en claro al público el aspecto ficcional de lo que se representa sobre el escenario. Cuarto, porque hablar de la cocina es una manera de referirnos al alimento que es el arte. Quinto, porque permite jugar irónicamente con la ‘gourmetización’ de la cocina actual, que se ve a sí misma como una de las artes.
Con estas tantas razones sobre la mesa, buscaron un director y encontraron a Rubens Correa –“teatrista por excelencia”, en palabras de Gabriel–, quien además es ahora el responsable del teatro Cervantes. Aunque ellos eligieron el paterno Teatro del Pueblo.
¿Qué dice la obra de esta época?
Estamos en una época en la cual la frontera que separaba al arte del resto de la existencia está cada vez más desdibujada. Parece que no hay aspecto de nuestra vida cotidiana que no incluya alguna forma artística; todo el mundo siente que hay en él un artista en potencia; alguien que tiene algo que decir. Al mismo tiempo, este tiempo de integración del arte y la vida no parece producir revoluciones, descubrimientos o ideas deslumbrantes. Todos nos sentimos geniales, sí, pero entonces, quizás nadie lo es. La obra se pregunta por lo inaprensible que parece faltarnos, y para eso vuelve al momento en que también se pensó en integrar el arte en la vida, y demanda a ese tótem de lo genial que es Leonardo que revele su secreto.
El Leonardo de Spaghetti muere sin revelarlo. Tal vez porque los autores consideran que el final de la vida de “su” Leonardo está atravesada por la tensión de servir al poder y encontrar la libertad en el arte. Pero la obra no termina con la muerte. Queda una escena final que conviene saborearla en vivo y caliente.

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