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El escenario de la vida
Adhemar Bianchi. Maestro y referente del teatro comunitario, con sus obras y reflexiones crió generaciones de actores y espectadores que encontraron así otra forma de pensar qué es el arte. Primero contra la dictadura, luego contra la exclusión y ahora en defensa del espacio público, sigue dando batalla para que el nosotros le gane al vale todo.
El taxi lleva diez minutos con la brújula desorientada cuando estaciona en una esquina del corazón de La Boca. Al fin, el GPS borracho es historia y el auto se va perdiendo en una callejuela de película en blanco y negro.
Afuera, en la calle, la tarde es gris como la melancolía, desértica, arropada, frágil, desmaquillada: seductora.
Adentro, Adhemar Bianchi, actor y director teatral, se sienta y su sola energía enciende los fotogramas opacos. Mueve las piernas de manera incesante en lo que parece ser una metáfora de una vida en la que jamás paró de moverse.
Adentro es el Grupo de Teatro Catalinas Sur y el hombre que está sentado e inquieto tiene 65 años y un prontuario teatral que le permite elegir dónde ubicarse. Por propia decisión, entonces, en los inicios de los 80 se paró en La Boca, desde donde masticó la idea de conformar un grupo de teatro comunitario, a la postre el Grupo Catalinas (como todo el mundo lo recomienda) que ya tiene 28 años de recorrido con diferentes propuestas teatrales y creativas pero con una condición inmodificable: teatro de y para la comunidad. Vecinos convertidos en artistas de sí mismos.
Desde entonces, Bianchi es considerado, junto a Ricardo Talento, uno de los padres del teatro comunitario en nuestro país y también uno de sus teóricos más lúcidos, al fusionar los conceptos de comunidad, memoria, identidad, celebración y arte como una unidad teatral.
La escenografía de su vida
Bianchi nació en Uruguay y en su país transitó por el teatro independiente de la década del 60, de alta impronta militante. “Me estaba haciendo un poco de ruido ese concepto porque era un teatro político para convencidos”, sostiene. Esta mirada crítica no estaba basada en una visión contraria a la militancia porque, al mismo tiempo, era gremialista de la Administración Nacional de Puertos.
Llegó a Argentina luego de que la dictadura uruguaya lo honrara con un certificado laboral C, que no significaba que era un Campeón: “Significaba que nadie te iba a dar laburo oficialmente. Ni el Estado ni los privados: no figurás”
La desaparición laboral lo hizo habitante de estas pampas y en 1973 se afincó a los pies del Riachuelo, más precisamente en el barrio Catalinas Sur, en unos monoblocks que había edificado la extinta Comisión de Vivienda en La Boca. Quizá sin saberlo, esa Comisión fue la primera escenógrafa del teatro comunitario: “Esos edificios tienen una geografía muy particular: son hacia adentro, generan facilidad para la vida social, sin calles en el medio, lo que favorece la comunicación”, describe Adhemar.
En esos años prematuros hizo de todo, dentro y fuera de su formación teatral: buscó trabajo de lo que fuese, dio talleres de teatro, fue librero, armó un espectáculo sobre las “despedidas de solteros”, fenómeno argento que le llamó mucho la atención, y lo contrataron para dirigir una obra –con actores impuestos– que aceptó sólo porque le pagaban. Ahí, con la fuerza que surge de la convicción, un día (en todas las historias siempre hay “un día”) decretó: “No hago más lo que no quiera hacer y en lo que no crea”.
Señoras y señores, primer acto: estaba pariendo la autogestión.
La creación
Para dar a luz redobló la propuesta que le hizo la Comisión de Padres de la escuela Della Penna, a la que iban sus hijas: “No, clases no. Hagamos teatro”, dijo. “Pero en la plaza”, agregó sin importarle, o sí, que todavía mandaba la dictadura y, entre otras nimiedades, había estado de sitio.
La propuesta era alocada pero más lo eran sus interlocutores, que aceptaron. Tomaron el espacio público. Todavía mandaba la dictadura (vale la reiteración) y comenzaron a jugar y a ejercitar. Eligieron un texto del Siglo de Oro español sobre la censura que imponía el Rey y la prohibición de trabajar con mujeres, de hablar sobre temas religiosos y de la imposibilidad de bailar. De los ensayos participaban los vecinos que, mate en mano, descubrían su vocación por la actuación.
El resto es lo que hoy se conoce como la génesis del Grupo Catalinas Sur: el estreno se llevó a cabo en la misma plaza, con vecinos que hacían de censores y aparecían entre el público diciendo algo. “Fue muy divertido porque la gente hacía una asociación inmediata con la dictadura: a los censores les tiraban papeles, les gritaban”, dice. Pero además fue una fiesta en el barrio con 800 personas, con lo que al rato pasó un helicóptero, cayeron cuatro patrulleros y se dio este diálogo, que parecía parte del guión:
Policía: ¿Esto qué es?
Vecinos: Es una fiesta del barrio, un espectáculo
Policía: ¿Tienen permiso?
Vecinos (mienten, convincentes) -Sí, sí.
En el primer espectáculo, entonces, participaron 800 vecinos que derrotaron a los malos: cuatro patrulleros y un helicóptero policial que huyen de la escena tan rápido como habían ingresado.
Segundo acto: ocupar, resistir, producir.
Fue el primer éxito pero también algo más: un triunfo colectivo. Pensar en el contexto transforma el hecho en un acto heroico. Sobre aquella epopeya, Adhemar dirá: “Eso marcó, en alguna medida, un concepto que era la celebración: poder volver a juntarnos en una plaza pública y volver a reunirnos en algo creativo, que era una forma de resanar todo el período de miedo. Ya salir a la plaza, que hayan venido los patrulleros pero que se tuvieran que ir, ya dijimos ‘podemos’. Y ahí comenzaron otros temas: quiénes somos y por qué llegamos a esto”.
A partir de ahí, con la gestación del grupo y con la creación del Movimiento de Teatro Popular (MOTEPO), salieron a las plazas a celebrar ese espacio de encuentro y a gestar diferentes mecanismos de comunicación entre vecinos.
Recuperar el espacio social
Bianchi aporta una pista para comprender, en toda esta cofradía creativa, cuál es la vuelta de tuerca que permite mirar con otros ojos: “El hecho teatral es para nosotros fundamental, porque somos gente de teatro, pero no es sólo el fenómeno del hecho teatral; o mejor dicho ese fenómeno pensado desde otro lado y no desde el teatro para una élite. Y cuando hablo de una élite no hablo de los ricos, sino de un mundo cultural, de cultura dominante aunque tengas ideas progresistas”.
En ese sentido, Adhemar se opone al concepto del arte como herramienta, que es sostenido, muchísimas veces, por el mismo mundo progre al que se refiere: “El arte y el teatro no son una herramienta para. Creemos que el arte en sí es transformador. A las personas excluidas, por ejemplo, puede demostrarles que no son la última porquería, como se les quiere hacer creer. El concepto de la autovalorización comienza a funcionar. El pibe que pone su cuerpo y la voz comienza a creer algo fundamental: que puede y que tiene muchas cosas para decir”. “Los brasileños hablan de empoderarse de sí mismo”, explica didácticamente.
En este recorrido de casi 30 años, ¿qué paradigma instaló el teatro comunitario?
Que el arte, puesto en un espacio de territorio, empieza a lograr que esa sociedad esté viviendo ese territorio y no durmiendo en él. Para nosotros el nuevo paradigma es la recuperación del espacio social por la comunidad en forma creativa. Y desde el territorio donde uno vive: vivo acá, éste es mi lugar, mi defensa.
En el Grupo de Teatro Catalinas Sur participan alrededor de 300 personas, en un número flexible que se extiende y se reduce según las circunstancias. Además de los espectáculos que ofrece (de altísima calidad artística), realiza talleres y organiza un festival de títeres de primer nivel mundial.
Adhemar se mueve en la silla como si ésta fuera una hamaca. Todo su cuerpo se balancea en un péndulo invisible que lo acerca y lo aleja con extraña rítmica. Cada palabra suya tiene un gesto que la complementa, que la acompaña, que también habla. En ciertos tramos las manos hablan más que la boca, dibujando piruetas y firuletes. Afuera, la tarde es noche. El gris se oscurece y se hace espeso como el luto. El invierno clava sus dientes y se cuela por cada hendija. Tanto que, con lógica, el barrio lo contempla puertas adentro: hace falta mucho más coraje que abrigo para hacerle frente.
Sin embargo, nada impide que entre y salga gente de este enorme espacio donde el Grupo Catalinas Sur exporta entusiasmo, trabajo colectivo y esperanza, entre otras palabras que dan calor al invierno mediático, que se esfuerza por echarles olor a naftalina.
Este actor y director teatral que tiene la capacidad de teorizar sobre la propia experiencia comunitaria incorpora otra virtud al paradigma del teatro de vecinos: que la gente se sienta capaz de crear algo que entretenga y analizar qué quiere decir, cómo lo va a decir, dónde, para quiénes y de qué manera va a organizarlo para darlo a conocer.
Además, propone un esquema de pensamiento que es toda una definición política: “Empezamos a pensar que se pueden transformar las cosas desde una base, que es la gente. Lo que se está demostrando es que hay cosas que se pueden hacer con el teatro, o con muchas otras cosas, pero que la gente es creativa”. Acto seguido, tira una lanza que bien podría ser uno de los puntos de la constitución del teatro comunitario: “Que los barrios vuelvan a ser lugar de vida y además de integración”.
Okupación pública
El horizonte de acción del Grupo Catalinas es tan amplio que, incluso, plantea un punto de vista interesante para quienes destacan a la inseguridad como lo único en común que tienen los barrios de la Ciudad. Dice Bianchi: “Nosotros sostenemos, por ejemplo, que la ocupación del espacio público, artísticamente y por los vecinos, es seguridad. Es mucha más seguridad que poner policías. Si vos ocupás una plaza haciendo actividades no están los dealers. Entonces mantenemos que es educación, que es economía social porque comprás en el barrio”.
Así, le plantearon al Ministerio de Cultura porteño un plan. La respuesta PRO es conocida: indiferencia, más UCEP, plazas enrejadas, Policía Metropolitana y globos amarillos.
Arte y confección
Adhemar hace más explícita la identidad del teatro comunitario: “No es una receta pero para nosotros lo creativo tiene que ser democrático: la idea puede venir de cualquier lado, se juega y se improvisa mucho. Y hay un acuerdo previo de qué queremos decir. Y eso no es un debate continuo, sino que alguien trae una idea y entusiasma a otro. Una vez que se termina y se dice: éste es el producto y todo el mundo está contento con él, se trabaja como en cualquier espacio. La única diferencia es que a un músico no se le va a ocurrir hacer un casting de voces porque todos tienen que cantar. A un director no se le va a ocurrir que alguien tiene que hacer cuatro personajes y el resto, nada. Tiene que pensar en términos colectivos, del mismo modo que los actores no pueden pensar ‘éste es mi papel’. Rotan porque es colectivo y por una necesidad propia, porque si no están presos todos los fines de semana”.
Bianchi lo sintetiza así: “Cambian las reglas de ‘yo artista’ a un nosotros colectivo”.
Se viene el estallido
Ese nosotros al que nos transporta Adhemar tiene su práctica cotidiana en el enorme espacio donde todos los días el Grupo Catalinas Sur pone en práctica tales cuestiones. Su director narra cómo lograron ocupar semejante lugar: “Un día vengo caminando y veo este galpón que era el depósito de tinta de Celoprint, que había cerrado. Me asomo y veo 60 x 30 metros, vacío, sin columnas y dije: ‘Ah, no’”.
Las palabras de asombro fueron el inicio. Lo que siguió fue más o menos así: “Me encuentro con un tipo en la puerta y le pregunto quién era el dueño. Me da un teléfono. Llamo. Insisto. Hablamos y se lo alquilamos con una intención de compra. La decisión era todo un tema. Nos metimos y todos los meses hacíamos una fiesta grande. Veníamos temprano y hacíamos lentejas, busecas. Venía un montón de personas. Hacíamos alguna obra de teatro y al finalizar teníamos 5.000 o 6.000 pesos que se transformaban en ladrillos”.
De las lentejas a los ladrillos, terminaron de pagarlo en 2001, unos meses antes del “estallido”.
Termina de detallar esa historia fascinante del lugar que ahora nos cobija y es imposible no dimensionar el esfuerzo, el entusiasmo, la pasión y la alegría que hicieron posible cada pizca de esos pasos. No hay manera, entonces, de no ver e imaginar los lazos sociales, los vínculos que el grupo fue creando y fortaleciendo en el barrio: un espacio de encuentro entre el verdulero, el pibe de la esquina, la maestra, el remisero, el desocupado, la estudiante. Esa red que parece invisible es la escenografía exacta donde se realiza la trama.
Lo que queda después de esa escena se parece al final de cada obra del Grupo Catalinas y emerge como un deber: ponerse de pie y aplaudir por lo que se acaba de ver, pero también por todo lo que hay detrás.
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