Mu48
Oralidades
Crónicas del más acá
La Parroquia Santa Rosa de Lima es un mamotreto de cemento, robusto y feo que corona el 2200 de la avenida Belgrano. No la conozco por dentro pero ese sábado, por fuera y de noche, con algunos compatriotas usando la puerta como loft emergency me pareció que no era la casa de Dios.
Y si lo es, ese Dios no me gusta. Y no pienso visitarlo.
A la vuelta de la mole, la calle Pasco se curva brusca y tímida, para serpentear hacia ningún lado. La biblioteca popular Eduardo Martedí, modesta y esquiva, está por allí. Un farol proletario, una chapa desganada que la anuncia, una entrada de pasillo antiguo (el zaguán), casa chorizo recompuesta con mucho esfuerzo y poca plata, digna y sencilla que me recibió sin alardes. Un largo salón rectangular, coronado por una mesa con pana azul, sillas de distintas razas ordenadas con burocrática prolijidad, algunos cuadros amarillentos y olvidados y un público que llenó el salón. Jóvenes y veteranos, ellas y ellos (y algún otro afortunadamente inclasificable).
Hay una charla en esa biblioteca ensombrecida por la mole de Santa Rosa de Lima. En esa biblioteca que tiene un nombre anónimamente hereje, de un caminante de esos emperrados en un mundo un poco mejor; en esa biblioteca atendida por muchachos que desbordan amabilidad, seriedad y entusiasmo, hay una charla y yo me siento en primera fila.
Nunca me siento en primera fila
En la biblioteca con nombre de hereje escondida por la mole de la Parroquia de Santa Rosa de Lima y atendida por gente que desborda amabilidad habla Rivera.
Andrés Rivera.
Y yo estoy sentado en primera fila para ver entrar a ese señor muy mayor, de cuerpo menudo y agobiado por los largos 80 y pico que, literalmente, lleva en sus espaldas. Poco pelo y manos de carpintero y unos ojos celestes de gringo que miran profundo, que a veces parecen traviesos, a veces parecen inquisidores y a veces parecen ausentes.
Andrés Rivera habla con voz ronca y pausada. Rivera el militante inconmovible. Rivera el escritor vivo más grande de Argentina y posiblemente uno de los más grandes de la historia de la literatura criolla. Rivera el iconoclasta. Rivera el de la escritura maciza y áspera, donde la ternura juega a las escondidas y deja caricias efímeras y evidentes. Ese Rivera habla en una biblioteca perdida en el vientre de la bestia ante un silencio ceremonial de los ¿cincuenta? que estábamos escuchando.
Habla sencillo, sin alambiques ni virtuosismos.
Se extravía Rivera, va y viene por senderos erráticos. Por momentos embiste como un toro contenido, poderoso, que no despliega su fuerza, pero hace saber que ella está allí, en la musculatura de sus palabras que sin embargo navegan azarosas.
Rivera es un escritor inmenso.
Rivera habla de literatura comprometida, pero se detiene en Mármol, Echeverría y Hernández.
No sigue. ¿Por qué?
Se reconoce deudor de Faulkner y Hemingway a pesar de que, dice zumbón, son norteamericanos. Pero no cuenta qué les debe.
El hombre que desplegó la emoción de La Revolución es un sueño eterno y la amarga reflexión exiliada de El Farmer, una y otra y otra vez, elogia a Borges.
Rivera, sentado a la vera de una mesa azul, con un viejo y enorme televisor sobre su cabeza, en una biblioteca sin ornamentos ni fastos, insiste en que hay que leer a Borges.
Rivera, despojado de todo, vestido con sencillez de asceta, hace una corta exposición, un relato inconsistente, que brilla como una antigua joya que no ha sido cuidada. Algún relumbrón y un valor que necesita ser explicado porque a la vista del profano, nada vale.
Rivera se abre al mundo de las preguntas. Como una catástrofe prevista, algunas preguntas son inútilmente extensas, formuladas para satisfacer los cielos del narcisismo más que para indagar.
El viejo maestro contesta lo que quiere, lo que le parece, lo que piensa y me desconcierta nuevamente.
Alguien podrá pensar que ya está “grande” y que se pianta, que se va…
Puede ser.
Yo, que estoy sentado en primera fila de ese salón, de esa biblioteca perdida en una calle sin linaje de la Santa María de los Buenos Aires, digo que no sé.
No sé si son los ríos del olvido los que Rivera navega.
Elijo creer que está conversando en los oscuros balcones del recuerdo con aquellos que fueron convocados para construir su tensa y sinfónica palabra escrita.
Elijo eso.
Sí es cierto, sí es contundentemente cierto, sí es transparentemente cierto, que Andrés Rivera escritor recorre olimpos que Andrés Rivera orador no deja ver.
Su escritura tiene la inmensidad del crepúsculo pampeano: deslumbra con lo que muestra, pero la noche que viene, que se asoma, será mejor. Así es cada párrafo de Rivera.
Su palabra en el aire, no.
Voz pausada y profunda la de Andrés Rivera, un gigantón de cuerpo pequeño, un gringo de ojos celestes que empuña el lápiz como una espada, con la misma belleza inquietante de un sable pulido.
Su escritura ha derrumbado Tenochtitlán.
Su oralidad no ha visto las Murallas de Troya.
Un hombre que apenas se ríe, suena en esa biblioteca que se empieza a apagar cuando él, con la simpleza con que había arrancado, finaliza la charla.
En la parroquia Santa Rosa de Lima, en sus enormes y cerradas puertas, duermen al frío los hijos del desamparo, aquellos por los que el Castelli de Rivera bramaba para que tuviesen voz.
Dicen que Castelli era un orador formidable.
No hablo como Castelli, no escribo como Rivera.
Tengo el oficio maravilloso de lector.
Pueden envidiarme.
Lo bien que hacen…
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