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Taponazo a la esperanza

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Crónicas del más acá.

Hay gente que sostiene tenazmente que los domingos son ideales para suicidarse por eso de la melancolía, de que se viene el lunes y algunas pelotudeces olímpicas más.
El pobre Domingo, además del karma religioso, del ritual futbolero generosamente acompañado de episodios policiales y crónicas de guerra, tiene que cargar con la culpa de la Depresión de la Modernidad Líquida
Resolví seguir vivo y me apersoné en la puerta del establecimiento. Una señora, veterana de mil batallas (de todo tipo) me dedicó una mirada indiferente desde su mesita en la puerta de entrada y me preguntó con voz de soprano después de un accidente ¿Cuántos?
Sólo estábamos ella y Yo.
Imagino una metáfora perfecta.
Pagué mis 5 pe, recibí un número anónimo de un talonario en liquidación y atravesé la columna de humo cuyo órgano emisor era la robusta figura femenina. Observé un cascarriento cartel de prohibido fumar. Así me gusta: rebelión y cáncer para todos.
El edificio, haciendo honor al desprestigiado talento de los ingenieros, es cuadrado de toda cuadratura. Un frente con ventanales en la parte superior, cuidado a puro esfuerzo, y una panoplia, un escudo de armas, un distintivo que enunciaba, sin temores, la realeza y distinción de una alcurnia sin dobleces: Taponazo Fútbol Club.
En el corazón de Claypole, tierra de criollos a pata y minas bien llevadas, barrio sin guapos ni matones desde el arribo de la pólvora, aunque inquietante según la vereda que se transite, está el Taponazo F.C., hijo de gringos castellanizados y el crisol de razas relumbrando en los deltoides del Sur Conurbánico.
Allí, ese domingo, se jugó un partido de básquet. Lejos del Madison Square Garden, del Luna Park, de Obras Sanitarias. Lejos de cualquier tapa de suplemento deportivo, incluso de TyC Sports.
Allí, entre colores verdiblancos y algún cántico desesperanzado contra el rival, unos 20 espectadores nos sentamos a la orilla, instalados en una franja de 50 centímetros entre la pared y la línea de la cancha, en un asiento de cemento inexpugnable.
Equipos sub 23. Nada de bestias tipo NBA, de esos que se miden en metros cúbicos y cobran por tonelada de dólar. Pibes, en su mayoría morochaje de la zona castigada por Dios (si tal entidad existiera). Algunos se iban en alto y les faltaba en ancho y otros viceversa.
Marcas sociales en cada cuerpo, en cada mirada, en cada desilusión.
Los visitantes, euro-agringados, pero tampoco la pureza aria o el perfil griego o la charme francesa.
Saludos de los chicos, pitazo del árbitro y a jugar.
A poco andar noté 2 cosas: primero que el partido era de fricción, pero de fricción en serio. El árbitro decía reiteradamente “suelto, suelto” mientras se repartían con toda dedicación empujones, sopapos, codazos y otras bellezas del espíritu olímpico y la gloria del deporte. ¿La palabra suelto aludiría a algún animal mitológico que merodeaba el misterioso Claypole?
Segundo, que el público, completamente local (unos 30 ahora) empezaba a gritar con algo más de fervor y dedicaba encantadoras frases a los jugadores visitantes del tenor de “el 6 es puto” o “23, te vamos a romper el orto” (nótese que es una variante del anterior), además de algunas convocatorias al crimen, con frases edificantes como “matalo, matalo”. Todo a centímetros del destinatario.
Este cronista, calladito, apretado contra la pared, incómodo como una mula en un lavarropas, ponía cada tanto el ceño fruncido y anotaba alguna pelotudez con la esperanza de ser confundido con un especialista o algo así y no con la hinchada visitante.
Cabe destacar que mis conocimientos de básquet son tan vastos como mis conocimientos sobre el efecto de los neutrinos en los tallarines.
Nada.
Un morochazo (imposible decir negro por razones de corrección política), de tamaño considerable, intentaba desesperadamente coordinar sus movimientos a fin de, a falta de embocarla, por lo menos lograr algo de armonía estética. Un alero del visitante le hizo comprender la dureza de la vida, la inutilidad de la búsqueda y la inexistencia de la piedad. El descoordinado aterrizó en mi tobillo.
Los chicos gritaban poco, transpiraban mucho y el coro de grillos que producían sus zapatillas, arrullaba (imagino) sueños de estadios llenos y jugadas fabulosas. O tal vez simplemente estaban felices de poder jugar
En el tercer cuarto la superioridad del visitante empezó a estirar el tanteador por lo que la hinchada resolvió dedicar a cada jugador visitante a tiro algún refrescante escupitajo, vaya a saber buscando qué efecto en el juego. Ya les dije que no entiendo este deporte.
La iluminación era sorprendentemente buena por lo que caras, sopapos y proyectiles líquidos eran visualizados con toda nitidez.
La señora de la boletería-mesa de entrada se encontraba paradita en la puerta de entrada al gimnasio, fumando ajena a las reglas de salud y deporte, con una cara que significaba algo así como “pendejos de mierda, porque no van a estudiar”.
No puedo asegurarlo y me debo pontificiamente a la verdad.
La doña estaba ajena a los entusiasmos tribuneros, tenía una mirada de filosófico desprecio, de altiva superioridad o simplemente tenía un día de mierda. Era Domingo.
El Taponazo FC, aristocracia de pobres, contradictorio su nombre con la actividad que veía y enarbolando un término que cae en el abismo del olvido posmoderno.
La noche se deslizó remolona hacia la derrota de los esforzados jugadores del local.
Al finalizar el partido, eran simplemente chicos que habían ganado y otros que habían perdido, saludándose.
Me acerqué al bufetero (que no había vendido una gota de alcohol durante el partido y que ahora resucitaba las cervezas) y le pregunté, en un acto de creatividad absoluta, por qué el Taponazo eligió el verde como color emblemático.
Es el color de la esperanza me dijo.
Domingo de suicidios…
Claro que no.
Pibes con bolsitos para su casa, charlando por la vereda brava. Casi nada. Casi todo.
 
 

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