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Baile sin edad
Qué azul es ese mar. Dos parejas interpretan a los mismos personajes en dos edades diferentes para danzar al ritmo de la vida.
En una pantalla vemos imágenes de una pareja que disfruta de sus vacaciones en la playa. Son Ana y Héctor, quienes durante los 70 y los 80 gozaban de un buen pasar económico y con una cámara filmadora registraron momentos de sus escapadas a lugares paradisíacos. Se escuchan sus voces en off. Héctor describe la playa, el hotel, el clima, la vegetación. Ana comenta: “Qué azul que es ese mar, no, Héctor?”. Responde su marido: “ No podés hablar boludeces, Ana, se escucha todo”.
Estas filmaciones caseras formaron parte de Crucero, un cortometraje del realizador audiovisual Pablo Pintor, quien en 1999 recibió un subsidio de la Fundación Antorchas, fue apoyado por el Instituto Goethe y post producido en Alemania. Llegaron a Pablo a través de la hija de Ana y Héctor, amiga de la infancia de su esposa, Eleonora Comelli. Eleonora es coreógrafa y directora, y desde su vocación por la danza decidió trasladarlo al escenario. Así fue como un video hogareño se convirtió primero en un cortometraje y luego en el espectáculo de danza: Qué azul que es ese mar, obra que comienza con los casi quince minutos de la proyección y continúa con los cuerpos en movimiento. Héctor y Ana, jóvenes, representados por los bailarines Laura Figueiras y Matías Etcheverry y en su versión madura, por Stella Maris Isoldi y Roberto Dimitrievitch. Los cuatro conviven en escena. El tiempo pasa. Los cuerpos ya no son los mismos. Los que fueron, los que son, ¿en qué se convertirán? ¿Cómo transitan el camino que va desde la plenitud hasta el deterioro inevitable? El cuerpo envejece, ¿qué pasa con los sueños?
Buscando seniors
Una pareja de vacaciones. Posan frente a la cámara, saludan, relatan lo que está a la vista: una realidad rebosante de subjetividad. Una crónica de otros tiempos, de lo que fue y no volverá a ser. Y el después. La danza es como la vida, el movimiento es continuo y esencial para que tengan sentido. “Este video siempre me gustó -cuenta Eleonora- pensaba que algo tenía que hacer con eso. Me atraía ver cómo se van transformando el cuerpo y el amor con el paso del tiempo. Hace dos años hice un análisis y a partir de eso estuve escribiendo, armando el proyecto, quería una pareja grande y una joven”. A Laura y Matías ya los conocía. Faltaban los bailarines mayores. Hizo un trabajo de campo, investigó en el archivo del Teatro General San Martín, armó un listado de bailarines de los años 60 y los 70. “Como no hay cabida escénica para estos bailarines la pregunta era: ¿dónde están, qué pasó con ellos?”. La respuesta es que muchos son coreógrafos, docentes, y de otros no se sabe su destino laboral. En esa búsqueda dio con dos bailarines, un hombre y una mujer y los convocó para la obra. Roberto estuvo desde el comienzo, la bailarina no pudo continuar y ahí apareció Stella Maris.
El tiempo fluye
“Disfruto más de lo que escribo, después se me viene todo encima: la producción, horarios, plata, estructura de escena, me da angustia, tensión. Es difícil sostener nuestras vidas, le dedicamos mucho tiempo, tenemos que ensayar, hay horarios cruzados”, explica Elenora. Los ensayos arrancaron un año atrás, se juntaban varias veces a la semana y todos los días previos al estreno en el Teatro del Abasto. Contaron con subsidios del Instituto Nacional del Teatro, Prodanza y del instituto Domus.
“La obra apunta a algo que nos atraviesa a todos: el paso del tiempo, la finitud, la vida y la muerte. Desde ahí se puede construir una ficción, pero a la vez Ana y Héctor existen. El día del estreno, se acercó Ana y me dijo: ´cuando me miro al espejo veo lo que soy hoy, pero en realidad me reconozco en esa otra Ana´. Supongo que eso nos va a pasar a todos. Hay un camino y hacia allá vamos”, afirma Laura Figueiras, la Ana joven.
Los cuatro bailarines, las dos parejas, se entrelazan, se sostienen, amanecen, se miran, se abrazan, se besan con ternura, se reconcilian. Distintos tiempos, distintas edades, la mismas personas. O casi. Bailan con suavidad y elegancia. El sonido del agua irrumpe y acompaña la danza. Los cuerpos están mojados, el agua se escucha y se ve. Los bailarines la sienten, la tocan, se arrojan sobre ella. Impregnados de humedad y de nostalgia.
Cuerpo y alma
¿Cómo es bailar en la edad adulta? Roberto es profesor, dicta clases particulares, tiene una larga trayectoria como bailarían: empezó a los 8 años y está por cumplir 71. Viene de una familia de bailarines. “Par mí un escenario es como un templo, está el respeto a los espectadores, a los compañeros, es un momento muy especial. Para una persona de mi edad es muy importante la actividad, tener el espíritu arriba, sin estar agobiado por los problemas cotidianos. Uno tiene que seguir”.
Stella Maris también ejerce como docente. Enseña el método Graham, que pone el acento en la respiración. Asegura: “Estoy bailando más ahora que cuando era joven. Te da la libertad de ser lo que uno es. Yo me siento bailarina, tomo el papel de Ana que me impone la obra, pero en mi interior siento la obligación de hacer lo mejor posible, soy Stella interpretando a Ana. Disfruto mucho de la edad que tengo, no siento que tenga 66 años, sigo siendo la persona joven de siempre. La danza es mi vida, mi pasión. Siempre digo, como docente, que conmigo no vienen a mejorar el cuerpo sino el alma”.
El coreógrafo austríaco Rudolf Von Laban, precursor de la danza moderna alemana, sostenía: “El movimiento es la vida del espacio. El espacio vacío no existe, entonces no hay espacio sin movimiento ni movimiento sin espacio”. En Qué azul que es ese mar, el espacio cobra sentido por la danza de los cuerpos que conviven en el presente, aunque provengan del pasado y se proyecten en un futuro imaginable.
Así describe Matías el camino a la vejez: “Es un paradigma que ha sido muy manipulado culturalmente. El tiempo es como un granito de arena, parece que no pasa y llega un momento en que pasó, como le sucede a Ana, que tiene la memoria de otro cuerpo, tiene que ver con decisiones y acciones que, como granitos de arena, se van sumando en el tiempo y determinan cómo se llega a esa etapa de la vida”.
La obra no pretende adjetivar a la vejez, dice Eleonora. No busca calificarla de buena, mala, ni juzgar si se llega bien, sin arrugas, sino que intenta ir más allá: “Hay una exigencia que de grande el bailarín tiene que tener la misma llegada de empeine, el mismo equilibrio, ver si se sigue abriendo de piernas. Hay que sacarle esa exigencia de ver cómo llegó. Son prejuicios que se deben desterrar. Hay que plantarse en un lugar de que el bailarín mayor tiene otras cosas para dar”.
Ana y Héctor ya no van a Miami, su situación económica cambió y las vacaciones son más modestas. Sus cuerpos ya no son los mismos. Sus puntos de vista, anhelos, deseos e incertidumbres también se transformaron. Pese a todo y gracias a todo, Ana y Héctor siguen juntos.
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