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Modelo con futuro

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La primera cátedra de agroecología: Santiago Sarandón creó en la Facultad de Agronomía de la Universidad de La Plata un espacio para aprender a enfocar la producción del campo desde nuevos paradigmas. Datos y conceptos que descubren otros modelos que ya están en marcha. Por Sergio Ciancaglini.

Modelo con futuro

Santiago Sarandón, en su casa, de Gorina, en la zona rural de La Plata

Las resistencias del siglo 21 tienen nombres extraños: Amarantus Hibridus o Cynodon Hirsutus, por ejemplo, no son latinos rebeldes a sus dioses, ni tampoco vecinos autoconvocados o pueblos movilizados contra las fumigaciones. La gente del  campo las llama “yuyo colorado” o “gramilla mansa”.

El modelo transgénico tiene como símbolo al glifosato, producto que promete matar con éxito todo lo que rodea a la soja, aunque no pudo con esas malezas, o incluso las favoreció. Debe incluirse en la nómina de resistencias a Echinocloa Colona (“pasto colorado”), Lolium Multiflorum (raigrás), Avena fatua (avena guacha), e incluso la Comelina Erecta, más recatadamente conocida como Santa Lucía. Plantas resistentes a los agrotóxicos, o al menos más resistentes que las comunidades que enferman por las fumigaciones.

Aparecen también resistencias humanas: madres, vecinos y médicos de pueblos fumigados, científicos no comercializables y una creciente biodiversidad de personas que, con observación y sentido común, ven ramificar en sus mentes una variedad de sospechas, alarmas e intuiciones.

Frente a los brotes, la doctrina transgénica receta fumigar más y con productos más fuertes, en el caso vegetal. Para las malezas y plagas humanas, se aplican fumigaciones con dosis de propaganda privada y oficial, indiferencia, promesas de dinero y progreso, y un discurso ideológico que intenta marchitar la observación y el sentido común: el modelo de monocultivo requiere también un monocultivo cerebral.

En su última intervención pública, en la Facultad de Medicina de la UBA, el doctor Andrés Carrasco contó que una periodista de la BBC le había preguntado qué pasaría si le pusieran reglas a las fumigaciones. “Se acabó el modelo”, fue la respuesta del científico: “El modelo es plata”. Agregó: “En la medida que uno empiece a poner presión sobre las recetas, los usos, las mezclas, los aviones, se acabó. El modelo es consustancialmente perverso porque habilita a usar todos los insumos del propio modelo, ad libitum (a voluntad)”. ¿Por qué no les ponen normativas? “Porque no les conviene a los gobiernos ni a las empresas involucradas en proveer los insumos o exportar los productos”.

Argentina, se sabe, es un país adicto a la soja, forraje para chanchos chinos de la que depende, según parece, gran parte de la estabilidad política y económica.

La pregunta pendiente para estos tiempos transgénicos: ¿Hay otro modelo de producción posible? Y más precisamente: ¿Se puede hacer agricultura sin agrotóxicos?

Enigma policial

“Este modelo está vaciando los campos argentinos. De gente, y de riqueza. Es lo que se llama un modelo minero de agricultura: sacás algo que no vas a reponer. El rol de la universidad tiene que ser el de formar nuevos profesionales que puedan entender la complejidad de lo que está ocurriendo”, dice Santiago Sarandón, ingeniero agrónomo y titular de la primera cátedra de Agroecología que se creó en el país, en la Facultad de Agronomía de la Universidad de La Plata. Conceptos:

“La soja no es un alimento humano, sino forraje para animales, que se vende para obtener dinero con el cual comprar alimentos, entre otras cosas. Que sea transgénica, pone a la Argentina en un riesgo tremendo, está en el límite de lo que muchos países pueden dejar de aceptar desde el punto de vista de la salud. Pero estamos dependiendo de la soja para el ingreso de dólares al país, para la estabilidad económica”.

“Depender de una sola cosa es peligroso ecológica y económicamente”.

“Supongamos que se descubre que la soja transgénica genera un problema, una enfermedad, y no te la compran más. ¿Qué pasaría? Colapsa la Argentina. Peor que en 2001”.

“Este modelo es insustentable, y disparatado ecológicamente”.

“Aparece una contradicción entre cuidar el ambiente y ganar dinero. El desafío que nos hemos planteado es combinar las dos cosas: que el productor gane, pero que el ambiente no se destruya”.

Este ingeniero de 57 años pertenece a la rara especie de los que no se contentan con señalar un riesgo, sino que se atreven a imaginar formas diferentes de pensar la ciencia, la tierra, el saber y la producción, formas que, además, se están poniendo en práctica.

El ambiente en su casa de Gorina, provincia de Buenos Aires, es agradable: 20,9 grados contra 13 grados en el jardín, según su mini estación meteorológica. “A veces la diferencia entre esta zona rural y Buenos Aires o La Plata es de 5º”, cuenta. La biblioteca está poblada de novelas policiales como las del comisario Salvo Montalbano, escritas por Andrea Camilleri. De algún modo Sarandón oficia también como detective que intenta resolver un caso misterioso: campos y ciencia vaciados, manejos económicos que contaminan el presente y el futuro. En términos de las novelas de Montalbano podría decirse que este ingeniero partió de La hora de la duda para intentar construir Un giro decisivo.

Mente, pasión y papers

¿Cómo se abren las mentes? El caso Sarandón: recibido en 1980 como ingeniero agrónomo en La Plata, hizo siempre los deberes del oficio: investigaciones para publicar en revistas del rubro, trabajo docente como adjunto en la cátedra de Cereales.

“Escribía papers” o papeles, como llaman a investigaciones o artículos para publicaciones científicas. “Pero me aburría. O sentía una rutina en la que hacía experimentos, cambiaba un fertilizante por otro, publicaba el trabajo, pero ¿para qué servía  realmente? La pasión había terminado. Una vez hablamos como unos compañeros: si uno desaparece, ¿qué está dejando como contribución real al conocimiento?”

Inquietante enigma sobre el que no existen muchos papers: “Hay crisis que ayudan a abrir las mentes”, se respondió Sarandón, que empezó a interesarse por las cuestiones que conversaba con su hermano Ramiro, ecólogo. “Esa mirada me hacía ver la agronomía con una perspectiva nueva. Descubrí que había otra lógica, que ya no era la de recetar productos, sino de entender procesos complejos: una ecología de los sistemas agrícolas”. Conoció la obra del chileno Miguel Altieri. “Él decía que muchas prácticas de productores casi marginales, ancestrales, tenían lógica si se las miraba científicamente. Y podían manejar una complejidad que los propios agrónomos ya no percibían, a fuerza de simplificar todo con recetas caseras”.

Sarandón armó grupos de trabajo y lectura con biólogos, ecólogos y agrónomos. “Vi el valor de la complementación de enfoques, cómo nos enriquecíamos con la mirada de alguien que venía de otro saber”, dice sobre aquella biodiversidad aplicada. “Es que yo estaba en lo mío como agrónomo y, dentro de eso, en cereales. Te vas especializando, encerrando en un reduccionismo cada vez mayor. Nadie nos pidió eso: nos transformamos en agrónomos químicos”.

Entendió otra cosa: “El científico debe cumplir ciertas normas, entre ellas la producción o productividad, que se demuestra con publicaciones y papers. Hay que publicar. De a poco, la lógica ya no es hacer ciencia, sino publicar, porque si no, no hay reconocimiento. No puedo distraerme con nada que no sea publicar un paper. Entonces algo más complejo, algo verdaderamente científico, capaz que se deja de lado porque no me sirve para el paper del mes que viene”. El dilema: “Lo cómodo es quedarte donde estás. Cambiar es un desafío, y más si vas hacia algo desconocido, complejo, donde te empiezan a mirar raro”.

Sarandón eligió el desafío. La velocidad de su hallazgo y el interés del entonces decano Guillermo Hang permitieron que ya en 1999, a tres años de la inoculación de glifosato y transgénicos en el país, se creara la primera cátedra de Agroecología en La Plata, materia obligatoria, a cargo de un agrónomo que había logrado recuperar la pasión.

Cuánto pierde el modelo

Uno puede imaginar cómo es la agricultura en un campo. “Pero eso en lo que estás pensando no es ‘la’ agricultura, sino una de las formas de hacerla. Es la concepción del campo como una fábrica donde aplicás una receta de cocina: ponga esto y obtiene tal cosa en tanto tiempo, sin entender cómo funciona y cuáles son las consecuencias de ese manejo”.

El resultado, según Sarandón: “El modelo presenta muchos problemas, y cuando se habla de rentabilidad se omite señalar la degradación del ambiente, la erosión de los suelos, el vaciamiento de su riqueza, la contaminación del aire y el agua, las enfermedades, toxicidades, pérdida de biodiversidad: son costos ocultos, que alguien paga. Y ese alguien es la sociedad”.

Junto a Claudia Flores, en 2003 y, más recientemente sumando al grupo a Francisco Zazo, Sarandón investigó el deterioro de los suelos. En el trabajo El “costo oculto” del deterioro del suelo durante el proceso de “sojización” en el Partido de Arrecifes los investigadores muestran que la degradación del suelo representó el equivalente al 49% del margen bruto promedio por hectárea del cultivo de soja, 28% del de maíz, y 26% de trigo. Pero como monocultivo, la soja es responsable del 87% de esa pérdida.

Dice el trabajo: “La mayor rentabilidad aparente del cultivo de soja, que condujo a un acelerado proceso de sojización en la región, ha enmascarado un costo importante de degradación del capital natural. Las pérdidas alcanzaron valores de 228.745 toneladas de nutrientes y 74.413 de carbono total y 163.969  de carbono para la soja. El valor (teórico) de este deterioro, estimado como costo de reposición, ascendería a 286.383.247 de dólares. Este es el dinero que habría que poner, para poder volver a la situación inicial”.

Sólo en Arrecifes, y sin considerar que esos valores no incluyen los gastos de acarreo y aplicación de fertilizantes, las pérdidas por otras vías (erosión y lixiviación), los costos por pérdida de biodiversidad local y regional, por deterioro y pérdida de vida de los suelos, o el aumento de riesgos de contaminación por incremento de uso de agroquímicos. “El argumento de la rentabilidad del modelo cambia absolutamente cuanto vemos estos datos que no aparecen en ningún análisis costo-beneficio, riquezas que extraen del suelo, que no se reponen, y que pagamos entre todos”.

Otro dato, que no proviene de la investigación de Sarandón sino que la organización Grain tomó de un informe del Inta, plantea que a nivel nacional se pierden vía exportación, durante una sola campaña agrícola 2.320 millones de toneladas de nutrientes, equivalentes a 3.309 millones de dólares (a precios de 2009).

Teniendo en cuenta que la soja alimenta a chanchos chinos, sus nutrientes terminan en el suelo asiático por deyección (bosta): “En China genera un problema por exceso, aquí por vaciamiento, y todo es un disparate ecológico”, postula Sarandón, evitando calificar la situación de modo menos elegante.      

Lo bueno y lo malo

Diagnóstico de Santiago Sarandón tras pensar y estudiar el modelo: “Es insustentable. Parece  rentable para el que produce, por ahora, pero no lo es para la sociedad. La idea de sustentabilidad significa que se utilice un recurso sin comprometerlo para un actor que todavía no está: las generaciones futuras. ¿Tenemos derecho a usufructuar los recursos naturales, la calidad de los suelos, para que algunos obtengan dinero a costa de las futuras generaciones? Es como si tuviéramos un capital, nos gastamos los intereses, también el propio capital, y no dejamos nada. Eso ya entra en un problema que no sólo es económico sino moral y ético, tema casi ausente en las universidades: parece que las carreras técnicas sólo deben producir recetas. Pero creo que el debate de lo ético está reapareciendo cada vez más: qué cosa está bien, qué cosa está mal”.

Mientras se discute, el problema subsiste: “¿Qué se hace, agregar unos conocimientos? ¿Cambiar de productos? ¿Pensar que vamos bien, en la dirección correcta, y hay que emparchar un poco la cosa cuando el barco hace agua? No. El problema es que dentro de esta estructura de pensamiento no es posible la solución. Hay que cambiar la dirección del barco. La sociedad está pidiendo otra cosa, aunque no lo diga con estas palabras: que haya un ambiente más sano, que se pueda vivir mejor, que se puedan producir buenos alimentos sin que nos pulvericen con productos tóxicos o tengamos que contaminar las aguas, ni perder biodiversidad. La gente está comprendiendo que tiene derechos que también estaban ocultos”.

Frente a lo oculto entra a tallar una de las herramientas de la época: “Ya no se pueden ocultar cosas debido a Internet y la capacidad que nos brinda de obtener información. Pero además en muchas zonas la gente logró que se alejen o se prohíban las fumigaciones, y en otros lugares los vecinos dicen: si es peligroso allá, tendrían que prohibirlo acá también. Esa tendencia va a ser cada vez mayor”.

Las comunidades, puede verse, no reaccionan por la lectura de papers científicos. “Nunca fue así, pero la gente se va sensibilizando por la información que le llega, y empieza a comprender que hay modelos productivos que generan problemas. La novedad es que esa opinión es importantísima. Ya es una cuestión socio cultural, además de ambiental. Antes se planteaba: lo que digo yo es científico, y se acabó la discusión. Fuimos formados creyendo que la ciencia aportaba certezas. Hoy tenemos que ser más humildes y comprender que la complejidad del mundo es tal, que lo único que podemos hacer es disminuir los niveles de incertidumbre: eso que uno siente cuando no sabe lo que va a pasar. Y siente que no lo va a poder saber”.

Sorpresa: esa incertidumbre ha tomado forma jurídica: Principio Precautorio. En la Ley de Política Ambiental se lo define así: “Cuando haya peligro de daño grave o irreversible la ausencia de información o certeza científica no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces, en función de los costos, para impedir la degradación del medio ambiente”.

Agrega Sarandón: “Es un derecho de la sociedad reclamar cuando entiende que algo la pone en riesgo. Y no es obligación de la gente tener información científica exacta para demostrar que tal o cual producto es nocivo. Al revés, hay que demostrar que no es tóxico”. El ingeniero elije entre dos posibles errores:

No prohibir un producto, y que resulte tóxico.

Prohibirlo,  y que se descubra que no hacía daño.

“Si se comete el primer error, el resultado es en términos de salud, de contaminación, o de muertes. Prefiero el segundo error. Se pierde un lucro económico, pero no la vida ni el ambiente. Y además, hay otras formas de producir. Es uno de los casos en los que aparece la Agroecología como posibilidad”.

¿Qué hace la Agroecología?

Sarandón asegura que en el futuro la agronomía será lo que hoy se llama agroecología. “Un nuevo modo de hacer agronomía, que combina lo agrario y lo ecológico, e intenta comprender cómo funcionan los sistemas para no tener que utilizar químicos, y minimizar insumos que puedan suplantarse con procesos agroecológicos. O sea: apoyarse en la biodiversidad de especies y de nuevos diseños de los campos, para mejorar los suelos y controlar las plagas con mecanismos ecológicos”. Un caso: con plantas leguminosas (porotos, alfalfa, la vieja soja) se fija nitrógeno del aire y se traslada al suelo. “Si no hago eso tengo que aplicar fertilizantes, que son muy caros económica y energéticamente hablando: se gasta mucha energía en producirlos”. Del mismo modo, según el lugar, se trazan dispositivos que cambian el tipo de funcionamiento agrícola. A eso se lo llama regulación biótica.

Nada de esto es sencillo: “Parece complejo, si se lo compara con aplicar un producto. Pero es lo que históricamente hicieron los agricultores, que tienen un conocimiento extraordinario, localmente adaptado. La agroecología reconoce ese saber y a partir de ahí aporta a desarrollar un sistema adecuado a ese lugar”.

Desde el punto de vista universitario, esto requiere un nuevo tipo de agrónomo. “Se necesitan profesionales más formados, más flexibles, con un enfoque más global, holístico. Que puedan trabajar con un productor que no puede o no quiere seguir pagando insumos mientras ve deteriorarse su campo. Pero he visto a profesionales que frente a la prohibición de fumigaciones, se enojan y lo niegan: como en los divorcios. Y tratan de revertirlo. Eso es porque han perdido la visión del todo y de las herramientas que están en la propia naturaleza, y creen que no se puede trabajar sin usar fertilizantes y agrotóxicos”.

Un argumento sojero es que se necesita la hiperproducción transgénica para alimentar a la humanidad: “Falso. Una persona necesita 2400 kilocalorías para vivir y el mundo hoy produce 2800. Quiere decir que el problema es de distribución de alimentos. Además se pusieron a hacer agrodiésel: ¿no era que había que producir más alimentos? Son discursos”.

¿Cómo toman todo este nuevo concepto los 130 estudiantes que anualmente cursan Agroecología en 4º año? “Primero se sorprenden. Cuando uno muestra el tema del deterioro de suelos, ambiental, los problemas económicos y de sustentabilidad, se quedan como a la intemperie. Pero la agroecología no les quita nada de lo que saben, sino que brinda otra perspectiva y les hace pensar cómo trabajar de un modo diferente. También hay un cambio de mentalidad. En los 90 corría la idea de que había que ganar plata. Hoy uno ve que los chicos entienden que, por más celular y plata que tengas, puede haber un vacío si lo que hacés es una rutina meramente técnica, algo que no está aportando a que las cosas funcionen mejor. Para mí es una sorpresa la velocidad con la que esto ha ido ingresando en el mundo agronómico, porque es racional, pretende un mundo mejor, para más agricultores y menos agresivo para el ambiente”. 

Lo que vendrá

¿Los rendimientos del modelo agroecológico son menores a los del convencional? “No, eso es un cliché, un prejuicio. Uno puede imaginar la producción por hectárea, que es el lugar común, pero también puede pensársela por unidad de agua, de nutrientes, o de energía. Todos son elementos escasos. O sea que hay muchos modos de medir la eficiencia. Además, un campo agroecológico puede tener muchas producciones, y hay bibliografía científica que explica que cuanto más diverso se produce, mejor se aprovechan los recursos. Pero recién se están empezando a producir investigaciones, no se puede empardar todavía con la cantidad de bibliografía que hay sobre el modelo convencional”. Sin embargo pronto comenzarán a conocerse datos más precisos, que tal vez logren que las comparaciones no sean odiosas sino fértiles.   

Otro hallazgo: se calcula que el 70% de la agricultura argentina es familiar. “El resto es agricultura industrial, gerencial. O sea: de golpe entendés que el Estado ha hecho investigación pagando durante décadas, incluso a través del INTA, para el 30% de los productores, justo los más ricos, y que no lo necesitaban. Entonces ¿Qué hemos hecho? ¿Cómo no nos dimos cuenta? Para colmo, la mayor parte de los alimentos que objetivamente consumimos los produce la agricultura familiar”.

¿De quiénes estamos hablando? “Gente que vive en el campo, está en contacto directo con lo que sucede, tiene mejor capacidad de reaccionar y modificar lo que está mal. Los procesos son más eficientes cuando el productor está en el lugar, porque además lo entiende como una actividad multifuncional: hábitat de seres humanos, de animales silvestres, lugar de fijación del carbono, regulador del ciclo hidrológico, toda una variedad de funciones de los agrosistemas, no sólo lo productivo”.

El problema de la Agricultura Familiar, cree Sarandón, es que es tratada como algo menor, que se atiende desde el Estado con un espíritu solidario en el mejor de los casos, pero no como un modelo en sí mismo. “Se la toma como la villa de emergencia: se la asiste, pero nadie quiere que crezca. Como si se siguiera pensando que el modelo mejor es el de la escala. Para mí, sin duda, el modelo de la agricultura familiar, con más productores pequeños, permite mejor control, mucha más eficiencia, y creo que esa es la agricultura del futuro. Todo manejo de cualquier ecosistema debería estar basado en la agroecología, incluso los grandes campos. Pero si pienso qué tipo de mundo sería el mejor, no es el de las grandes corporaciones, ni la vida manejada mercantilmente. Para mí el ideal sería todo con agricultura familiar, mucho más eficiente desde el punto de vista de la sociedad”.

Sobre el futuro: “Los científicos tenemos el privilegio de estudiar, la posibilidad de comprender cuestiones, leer, pensar. El asunto es: ¿qué hacés con eso? ¿Escribís papers y te quedás en la comodidad de la carrera y los cargos? La universidad no puede seguir a la cola de los acontecimientos, sin espíritu crítico. Tiene que generar la capacidad de superar lo que hay, lo que está dado: imaginarse lo nunca existió. Y también es algo personal. En algún punto empezás a decidir: quién sos realmente, o quién decís que sos. Al final la cuestión es cómo estás con vos mismo”.

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