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Mala sangre

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La campaña comenzó en Mar del Plata, llegó a Rosario y la tomó ahora la asamblea de Malvinas Argentinas. Ante la falta de respuesta de las autoridades responsables, las comunidades se organizaron para probar lo que se dice a gritos: los agrotóxicos están contaminando el cuerpo y la salud. La investigación realizada entre los trabajadores que fumigan y el manual de uso que nunca se distribuyó son otra prueba contundente. Datos y preguntas que exigen una respuesta urgente.

Mala sangre

Integrantes de la Asamblea de Vecinos Malvinas lucha por la Vida

Siete de diez. Ese es el resultado.  Los análisis de sangre demostraron que los vecinos de la localidad cordobesa de Malvinas Argentinas tenían razón: tienen agrotóxicos en sangre.

Cómo lograron demostrarlo es parte de la historia de la asamblea que se organizó para resistir la instalación de una planta de Monsanto en esa ciudad. En octubre de 2012 le solicitaron al intendente que realizara los estudios, con una nota que acompañaron con una movilización. Nunca tuvieron respuesta. “Decidimos hacerlos por nuestra cuenta, pero era imposible por el costo: cuesta 1.500 pesos cada uno”, cuenta Vanesa Sartori, psicóloga, madre de una niña de 2 e integrante de la asamblea.

El biólogo Raúl Montenegro, Premio Nobel Alternativo, consiguió entonces el aporte de un pequeña oenegé alemana que permitió que se realizaran los análisis. “Alcanzó para 10 casos, por eso el número; con más plata hubiésemos hecho más”. Así, comenzó la tarea de recorrer, casa por casa, todo el pueblo para dar a conocer el proyecto, recolectar voluntarios y, de paso, explicar la situación que le daba origen y sentido a esos análisis: la lucha contra Monsanto. “Acá sufrimos una propaganda muy fuerte, con programas de radio y folletos que la empresa utiliza para hacer campaña a favor de la planta y en contra de la asamblea”, cuenta Vanesa.

Una vez seleccionados los voluntarios -hombres, mujeres y niños- enviaron las muestras de sangre que fueron analizadas por el Centro de Asesoramiento Toxicológico Analítico (Cenatoxa) y la Cátedra de Toxicología y Química Legal, ambos de la Universidad de Buenos Aires. Los resultados confirmaron la presencia de agrotóxicos. “No encontramos glifosato porque no lo buscamos. No pudimos, porque no hay laboratorios que hagan estudios para detectarlo. Parece increíble, pero es la realidad que tenemos. De todas formas, y aunque es una verdad a gritos que estamos afectados por los agrotóxicos, fue muy fuerte enfrentar el momento de mostrarle los resultados a las personas que estaban contaminadas. Especialmente, a los padres de los chicos”. El estudio permitió, además de diagnosticar a las personas que participaron, dejar en evidencia la emergencia sanitaria que enfrentan las poblaciones afectadas por el modelo sojero. Lo deja en claro el reclamo de la asamblea de Malvinas Argentinas cuando exige que las autoridades nacionales realicen un monitoreo sanitario de toda la población potencialmente afectada y que provea los laboratorios adecuados técnicamente para la detección de agrotóxicos, especialmente el sospechoso de siempre: el glifosato creado por Monsanto.

La foto representa la escala de la muestra: por eso sólo siete llevan la camiseta de la asamblea.

“Tenemos una sociedad enferma”. La frase no la dice ni un político, ni la víctima de un robo. La dice la activista Silvana Buján y el sentido es científico y literal: “La contaminación de plaguicidas no se da sólo a través de la tierra, del aire o del contacto directo, sino también a través los alimentos”. La mala noticia es entonces que no se salva nadie: ni los flacos, ni los gordos, ni los del campo, ni los de la ciudad. Así lo demostró la Fundación BIOS en Mar del Plata, de la que Bujan forma parte, a través de tres estudios encadenados que conmocionaron a esa ciudad y sentaron una experiencia científica que se replicó en distintos puntos del país. La asamblea de Malvinas Argentinas es uno de los ejemplos.

La campaña se llama Mala Sangre y es bien simple: consiste en analizar sangre. La parte “mala” de esta experiencia es que se trata de detectar sustancias tóxicas que están presentes en el cuerpo de manera persistente, vinculadas a los herbicidas utilizados en la producción agrícola para combatir plagas.

¿Sabía usted?

Todo comenzó en 24 de noviembre de 2010 y en Mar del Plata. La ciudad  había amanecido atravesada de camiones y máquinas agrícolas. Mala suerte para Silvana Buján, que llegaba atrasada a una audiencia en el Concejo Deliberante sobre agroquímicos. Los camiones interrumpían el tránsito y especialmente la entrada al Concejo. ¿Qué pasaba? Silvana llegó y mientras entraba, una señorita la paró en seco preguntándole quién era: una de las oradoras de hoy. El rostro amable de la mujer se transformó en un manotazo que arrastró a Buján adentro de una de las oficinas de la sede de gobierno.

-¿Dónde está el resto?- preguntó la mujer, anónima hasta el momento.

-¿Qué resto?- replica Buján.

-Tus compañeros.

-No sé, vendrán de sus casas, estarán en camino.

-Ah, ¿pero no vienen a manifestarse?

-No: venimos a exponer a la audiencia, seremos 10 personas.

Silvana sigue el relato: “Me deja, se da vuelta, abre la puerta y le dice a unos tipos que estaban afuera: decile a los de la barra de Aldosivi que se vayan, que está todo bien”.

Entre camiones y barrabravas ya relajados, Silvana entendió la magnitud de lo que estaba sucediendo a través de un volante que llevaba la imagen de una rata y cucarachas, y decía:

“¿Sabía usted que la ordenanza impedirá la producción agrícola y frutihortícola en el partido de General Pueyrredón?”

“¿Sabía usted que esto dejará sin trabajo a nuestros productores?”

“¿Sabía usted que aumentará notablemente el precio de las frutas y verduras en Mar del Plata?”

“¿Sabía usted que al prohibir el control de plagas podría propagarse descontroladamente la invasión de ratas, cucarachas, mosquitos, ácaros, pulgas, polillas, hongos y bacterias, tanto en el campo como en la ciudad?”

Esta sucia jugada explicaba la presencia de camiones y maquinarias en la puerta del Concejo, productores desesperados y desinformados por esta campaña.  Allí dentro se discutirían, en una audiencia pública, los argumentos a favor o en contra de un estudio epidemiológico a la población posiblemente afectada por los agroquímicos. El debate sobre si hacer o no el estudio era consecuencia de una ordenanza que prohibe el uso de agroquímicos en tierras que estén a menos de mil metros de núcleos poblacionales y restringe el desplazamiento de maquinaria agrícola que transporte plaguicidas.

Espinaca y después

La fundación BIOS se encargó de responder punto por punto las preguntas capciosas del “¿Sabía usted?”, por ejemplo, entre ellas, la referida a la reducción del trabajo: “Es exactamente al revés. La agroecología ocupa a más trabajadores rurales que la agricultura con insumos químicos. La agricultura con alta demanda de insumos ha venido expulsando sistemáticamente a los campesinos en toda la región”, dice Buján.

Con este clima, la audiencia duró 9 horas. En ella, BIOS dio a conocer los resultados de un estudio que había realizado en 2010 en el que se analizaron cinco especies de vegetales de venta masiva. La campaña se llamó Operativo Espinaca y sus resultados fueron contundentes: en 3 de los 5 vegetales analizados se encontraron altos niveles de residuos prohibidos.

Si esos vegetales estaban en venta… Y los compraba la gente… La pregunta que siguió fue: ¿las personas tienen esto en la sangre?

De la audiencia salió el compromiso municipal de monitorear toda la producción hortícola y frutícola y la necesidad de reforzar el programa de control de agrotóxicos en Mar del Plata y alrededores. “Pero lo más importante fue que los medios locales tomaron el tema y empezó a ser tratado masivamente, algo que siempre nos había costado instalar”, relata Buján.

La sangre es prueba

Sin embargo, ya sabían que las normas y los compromisos de los funcionarios no se formulan para cumplirse sin presión social, como había sucedido con la ordenanza que prohibía las fumigaciones a mil metros de zonas pobladas. Entonces BIOS fue a la carga con un nuevo análisis de vegetales y encontraron nuevamente residuos de endosulfán, cipermetrina, dimetoato, metilazinfos y disulfoton.

A fines de julio del 2012 lograron concretar el análisis pendiente de la sangre. Los analizados fueron miembros de BIOS, “que no vivimos en contacto con las fumigaciones ni manipulamos sustancias químicas”, en quienes se hallaron al menos tres tóxicos. Los resultados:

-La doctora María Esther Lasta tiene DDD, deltametrina y endrín en sangre;

-El ingeniero Edgardo Musumeci lleva endosulfán sulfato y endrin cetona,

-Silvana Buján, mientras charla, porta DDD y endrin también.

Las pruebas

Los análisis se hicieron en dos laboratorios para asegurar su rigurosidad científica: en el Fares Taie de la ciudad de Mar del Plata y, otra parte, se envió al laboratorio del Hospital Universitario San Cecilio, de Granada, España, donde se buscaron sustancias de más compleja determinación.

¿Qué demostraron? Muchas cosas al mismo tiempo:

Que los agrotóxicos no desaparecen luego de aplicados: “Algunos degradan en metabolitos que persisten y terminan en el cuerpo humano. Por ejemplo, el DDT no se usa hace años, y sin embargo tenemos DDD en nuestra sangre”.

El elevado potencial de bioacumulación de las sustancias en los alimentos, ya que las personas analizadas – luego de los tres miembros de BIOS, se analizaron además cuatro periodistas y un músico- vivían todas en la ciudad.

Las sustancias encontradas, explica Buján, “tienen una elevada capacidad de resistir los procesos de degradación y por tanto persistir en el medioambiente y en los organismos durante años”.

“Aunque se perciban bajas cantidades mensuradas en sangre, estas sustancias tienen un elevado potencial de bioacumulación en otros tejidos. A lo largo de la vida va aumentando la carga corporal”.

“Las sustancias que comprobamos que están en nuestro cuerpo, deprimen el sistema inmunitario. Hacen a la persona más sensible a enfermar de muchas patologías”.

El informe culminaba con un dato inquietante: “Podemos afirmar, hoy, que hay agrotóxicos en la sangre de los marplatenses”.

La escala de Mar del Plata, una ciudad rodeada por un cinturón frutihortícola importante y por  grandes ciudades agropecuarias, como Tandil, permite analizar un caso testigo del  modelo agrotóxico, y de la forma en que llega a las ciudades. “Es muy claro el entramado entre los campos, las fumigaciones, los centros de venta y la gente que se lo come”, grafica Buján.

Ahora, sangre rosarina

La difusión de estas investigaciones llamaron la atención de una concejala del PRO en Rosario, Julia Bonifacio. Se preguntó: ¿pasará acá también? ¿Tendré yo misma agroquímicos en sangre? Y sobre todo, ¿Qué puedo hacer para revertirlo? La respuesta fue replicar la campaña Mala Sangre en esa ciudad: “Me puse en contacto con oenegés de la ciudad de Rosario con la idea de replicar el proyecto, pero a diferencia de lo que ocurrió en Mar del Plata en donde fue una iniciativa de una sola entidad, en Rosario la impulsamos desde el Concejo”, cuenta.

Rosario es otra ciudad interesante para ver la incidencia de las fumigaciones en la salud de sus habitantes. Un dato para contextualizar esta iniciativa: la Facultad de Medicina y la organización Paren de fumigar difundieron que en Santa Fe se utilizan más de 400 millones de litros de agroquímicos en 3,3 millones de hectáreas y por cada campaña agrícola. Otro: la Universidad de Rosario, por su parte, ha vinculado el uso de agroquímicos en 14 localidades con enfermedades en sus pobladores, donde los casos de cáncer sumaron 489 cada 100 mil habitantes, más del doble del indicador promedio de la Organización Mundial de la Salud.

El proyecto presentado por la concejala Bonifacio fue aprobado en diciembre del año pasado y, según los plazos, ya se deberían haber comenzado a tomar las muestras. No se hizo. Los primeros en la lista son el presidente del Concejo, Miguel Zamarini, la presidenta de la comisión de Ecología y la presidenta de la de Salud. 

Otra trinchera

La doctora Lilian Corra tiene dos sedes de trabajo. Una es el posgrado de especialización en Salud y Ambiente en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, donde plantea a sus alumnos analizar los “vacíos de conocimiento y la necesidad de investigación y acción en temas de medioambiente”. Otra, el territorio, donde investiga a través de la Asociación de Médicos por el Medio Ambiente (AMMA), con el Instituto BlackSmith, o como parte de proyectos propios y de otros investigadores.

La academia, la ciencia, las organizaciones no gubernamentales, el Estado y las comunidades suelen ser medioambientes contaminados, sobre todo para aquellos que tienden a mirarlo todo desde un lugar crítico. “Pero uno tiene que trabajar coordinadamente porque, en definitiva, los cambios son orgánicos, y así como hay políticas que se toman por intereses comerciales, otras son empujadas por la comunidad o por evidencias científicas. Lo importante es decir cosas que sean contundentes, pueden ser chiquitas, pero contundentes”.

Trabajadores fumigados

Lilian Corra apoya dos libros gordos sobre la mesa. Son los últimos trabajos que realizó desde AMMA, en conjunto con siete universidades e institutos del país. Sobre el lomo de uno de ellos figuran los logos de la Organización Panamericana de la Salud, del Ministerio de Salud y de la Secretaria de Ambiente y Desarrollo Sustentable, que apoyaron el proyecto, y más arriba el título que hace de la tapa un collage de palabras: “La problemática de los agroquímicos y sus envases. Su incidencia en la salud de los trabajadores, la población expuesta y el medioambiente”.

El libro analiza una encuesta realizada a los trabajadores aplicadores de los agroquímicos. Qué agroquímicos usan, para qué, cómo los aplican, cómo se protegen, si saben de otras formas de controlar plagas, qué vías de contaminación conocen, y un largo y específico etcétera respondido con poca precisión. “El inicio de las actividades relacionadas con la manipulación de plaguicidas se hace a edades tempranas, a partir de una capacitación informal, visualizando el trabajo de otros trabajadores”, dice el informe. La encuesta revela “el manejo inadecuado e indiscriminado de plaguicidas”, que enferma, antes que nada y nadie, al propio aplicador, y denuncia “la ausencia del Estado como asesor en la temática de los agroquímicos y prevención de riesgos por el uso inadecuado de los mismos”.

Lilian Corra lo dice más técnicamente: “Los resultados son espantosos”.

Algunos de ellos:

El 18% de los aplicadores no cuenta con escuela primaria completa: “Esto tiene implicancias en el manejo de plaguicidas, causa un problema en las tareas de lectura de los membretes de los envases, para comprender los procesos de acción de los tóxicos e incluso leer y acceder a información complementaria”.

Cerca del 25% de los aplicadores dijo no usar “nada” durante la aplicación, y un porcentaje similar usa botas, nomás.

Sólo en Tucumán el 96,6% de los entrevistados utiliza guantes como único elemento de protección para manipular los agroquímicos.

Casi la totalidad de quienes aplican en las distintas zonas manifestaron conocer su peligrosidad.

El 13,7% de los entrevistados de zona norte, el 12,5% del oeste y el 18,8% del sur manifestó conocer personas resistentes a plaguicidas. “El mito de la resistencia recrea la posibilidad de evitar intoxicarse, potenciando el desarrollo de problemas en la salud de tipo agudo y crónico”.

El 23,5% de los encuestados de zona norte, el 65,6% de la zona oeste y el 57,6% de zona sur  dijeron que la informacion suministrada por el merbete es clara y suficiente como para realizar una aplicación correcta.  Por el contrario, el resto de los encuestados manifestó tener problemas, ya para leer como para comprender la información sobre la dosis, modos de aplicación y toxicidad.

Solo dos productores (de más de mil), -uno de zona norte y uno de la zona sur- conocen la totalidad de las vías de entrada de los agroquímicos al cuerpo. El 15% de los entrevistados de zona este no conocían ninguna vía de ingreso de los plaguicidas.

Menos del 50% conocía personas intoxicadas.

Como respuesta de este informe, en 2009 la AMMA, junto con la Organización Panamericana de Salud y la Secretaría de Ambiente –esfumado ya el logo del Ministerio de Salud- realizaron un manual que pretendía ser una herramienta de capacitación para el manejo responsable de plaguicidas y sus envases. Es el otro libro que la doctora Corra coloca sobre la mesa.

Desde entonces, 3 mil los tiene la Secretaría de Ambiente y 3 mil la doctora Corra, sin distribuir.

Cuestión de intereses

¿Qué revela este informe seguido de un manual cajoneado? La experiencia de los aplicadores pone en cuestión, a la vez, la formación académica y el rol del Estado en la regulación de los productos. “No hay en la currícula que le indique a los técnicos agropecuarios cómo manejar los plaguicidas, ni cuál es su toxicidad”, dice la doctora Corra. ¿Olvido o causalidad? “Una de las cuestiones fundamentales es que la academia revea sus currículas, las adapte al día de hoy. Estamos produciendo profesionales para el siglo 19”, plantea sobre salud. Y remata: “Tenemos universidades comprometidas con los intereses privados”.

Su posgrado es una reacción que responde a un cambio que viene notando en su estudio del medioambiente: “A mediados de la década del 30 se empiezan a utilizar químicos de manera masiva, fundamentalmente los plaguicidas.Y para los problemas nuevos, uno tiene que inventar soluciones nuevas”, dice sobre la academia, la ciencia y los científicos. “Tenemos que aprender a desarrollar herramientas. Es muy común que uno diga ´yo quiero un estudio epidemiológico´ para relevar los casos de enfermedades. Y a lo mejor un estudio epidemiológico no es la herramienta adecuada porque no te muestra lo que vos querés ver”.

La doctora Corra cita un ejemplo: “El último estudio que hicimos fue en Benavídez, en una zona donde se fumigaba con plaguicidas y había denuncias de cáncer en vecinos. Y nosotros no logramos relacionar que los cánceres sean por los agroquímicos”. Cuenta la anécdota para demostrar que la ciencia debe ir en contra de cualquier obsecuencia. Sus afirmaciones adquieren entonces un peso doble. “Uno puede decir muchas cosas, pero lo importante es decir cosas que sean contundentes, y eso tiene que estar basado en una investigación, en los números y en el seguimiento de la situación”.

Aclara que no pretende relativizar las evidencias científicas de la incidencia de los agroquímicos, sino todo lo contrario: optimizar los esfuerzos de la ciencia en esa línea, para no malgastar las escasas energías, tiempos y recursos. Cuenta el caso fallido de Benavídez en este contexto.

El científico Andrés Carrasco sentó un precedente sobre el rol de la ciencia al confirmar los efectos del glifosato (el herbicida atado a la producción de soja transgénica) en embriones anfibios, que le valió el ninguneo del CONICET y amenazas de todo tipo y color. Citando como ejemplo el trabajo de Carrasco, la doctora Corra concluye: “Hay que ser creativos. Y valientes”.

Para Corra el científico debe “ayudar a los líderes comunitarios a tomar decisiones” y al mismo tiempo “trabajar con el Estado coordinadamente, buscando que los cambios sean orgánicos”.

Como ejemplo de su trabajo Lilian cuenta que en 2010 realizó un estudio acerca de casos de fármacos en fuentes de agua. “Recién ahora lo tomó el gobierno de Alemania y yo ya dejé de participar. Ya se visibilizó el problema. Ese es el rol del científico”. El rol parecería ser el que cumple de mediador en una pelea: aclarar los términos, y correrse del medio.

La fuente del cambio

¿Qué limitaciones tiene la ciencia para identificar los problemas actuales? “No hay indicadores serios”, plantea Corra a propósito de la evolución de las enfermedades. “El cáncer es una enfermedad con un indicador que se mueve muy lentamente, por década. Tenemos la foto de los últimos 14 años, pero no sabemos nada de hace 30 ó 40. Tampoco sabemos cuántos chicos en Argentina son diabéticos, y la diabetes está íntimamente relacionada con la exposición a agrotóxicos”.

¿A quién responsabilizamos? “Los organismos no gubernamentales no cubren las funciones de gobierno. Pueden ayudar, a proveer evidencia, crear evidencia para desarrollar políticas, pero es responsabilidad del Estado imponerlas. Y con sacar un solo tipo de agrotóxico del mercado no alcanza: eso no es una política de Estado”.

A falta de indicadores macro y relevamientos estatales Corra propone indicadores locales: “El médico del pueblo: pongamos el ojo ahí para ver cuántos casos hay de hipotiroidismo, aborto, infertilidad”.

Entonces vuelve a la comunidad como verdadera fuente de cambios: “Las iniciativas no vienen del  Estado, vienen de la comunidad”.

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