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Mu78

Clases de inseguridad

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Crónica del Más Acá.

La primera vez que me hicieron la oferta dije que no de manera inmediata y rotunda. Y lo reforcé con un elegante “ni en pedo”. La segunda vez retiré la fina frase de refuerzo pero mantuve mi rotundidad. La oferta, tenaz, fue mejorando en cada intento y me fui debilitando. Me asediaba la curiosidad, una curiosidad inmensa que me atornillaba el estómago. Ni desafío ni gesta libertaria ni trasformación radical del mundo.

Curiosidad, maldita y sencilla curiosidad.

Y la oferta se volvía cada vez más atractiva. Por supuesto, aflojé.

Hace ya muchos años, el oficio de enseñar me eligió y la pasión vive intacta. El aula es la última trinchera y la primera avanzada y me curo y me aprendo y me entiendo en ella.

Una vez por semana transito con un estupor suave, amable e insistente la niebla que recubre habitualmente el Camino Negro, brazo carretero del Sur Olvidado, camino a la zona de Puente de la Noria, estrella fugaz de los noticieros cuando el tránsito se vuelve caos.

Pero con menos prestigio que Liniers. Porque el caos también tiene sus preferidos.

Una vez por semana entro al enorme y cascado predio, arbolado, amplio, luminoso, marcial. Excesivamente marcial.

Una vez por semana camino el largo y ancho pasillo, de ventanales enormes, escoltado por algún saludo de uniformados de azul, jóvenes todos, que realizan venias y emiten sonidos guturales a los que respondo con un poco de perplejidad.

Entro al aula y como una legión de búfalos cocainómanos, 40 cuerpos se ponen de pie simultáneamente y al unísono recitan: “¡Buenos Días señor profesor!”. Resignado y vencido por un ritual que no he podido doblegar, hago una seña distraída y los búfalos se sientan en un estrépito acompasado, como si fuese una danza de tablado.

Siempre inicio el ritual sentándome detrás de la mesa berreta que hace las veces de escritorio, les dedico un saludo de buenos días y los observo unos segundos.

¿Qué hago acá?.

Hombres y mujeres entre 18 y 30 años, todos vestidos igual de azul, uniformados hasta los calzones, sentados en gradas tan rígidas como los cuerpos que las habitan, en anfiteatro escalonado con mesas atornilladas al piso.

¿Por qué atornilladas?¿Tienen miedo de que las afanen?

Las chicas tienen el pelo tan tenso y apretado que me duele mirarlas. Los varones, pelados como mandarinas, aunque hay alguno tenuemente capilarizado.

El aula es herencia de la peor tradición panóptica, una uniformidad que empalidecería a 1984, una distancia cósmica entre este veterano Profesor del Sur y esas mujeres y hombres que esperan, algunos semidormidos, palabras, sentidos.

Cada tanto me acuerdo del primer día de clase, cuando me preguntaron qué pensaba de ellos. No dudé un momento: solo elegí con cuidado las palabras para que tuviesen el doble efecto de ser transparentes y filosas sin patotear a nadie porque no me interesaba.

Ni miedo ni valentía. Quería ser claro y no me interesaba discutir nada.

Les dije lo que pensaba. Y lo que piensan muchos abandonados por la mano de la justicia y atendidos por la mano de los Uniformados. Fui claro, didáctico, breve.

Me escucharon en silencio. Y fue el silencio lo que continuó a mis palabras.

Todavía no sé qué significa ese silencio. Tampoco lo pregunto.

Los miro en cada clase, buscando algo. No sé qué. Doy las indicaciones para el trabajo del día. Estudian poco. Tienen todas las taras que la escolaridad produce en cualquier estudiante. Leen a reglamento y menos, se aburren rápido y, con alguna complicidad de mi parte, se adhieren compulsivamente al celular que en el resto de la jornada les está vedado usar.

Me quieren.

Tampoco sé qué hacer con eso.

A veces cae alguna pregunta displicente ante diálogos que languidecen con velocidad de ultrasonido y se ríen cuando les digo algo referido a que “en la vida de verdad, afuera, las cosas son distintas”. Saben que pueden confiarme cosas que allí dentro no encuentran con quién.

La morocha me cuenta que llora a las noches recordando a su papá pero no puede decirlo porque la acusarían de “floja”; el rubio enorme con cara de nene confiesa que se quiere ir de allí pero no se decide; otro me revela su angustia cuando participando en operativos y ve cierta violencia que le da vueltas en la cabeza sin cesar.

Absolutamente creíbles, en el mano a mano, vuelven a ser.

La inteligencia y el espíritu crìtico son joyas ausentes en ese espacio. Es posible que estén pero no pueden revelarse demasiado allí. El autoritarismo fascistoide se insinúa en algún comentario a medias, pero tampoco aparece, musculoso y prepotente. Es como si estuviese todo el tiempo agazapado, esperando su oportunidad.

Hasta hoy, no se la di.

Cuando me voy, cada vez, recorriendo el regreso por los helados pasillos, tan parecidos a la ESMA, me pregunto qué hago ahí.

Siempre me lo pregunto.

Ya dejé, hace mucho tiempo, de repetirme frases hechas y épicas de corto vuelo acerca de mi involucramiento para cambiar el mundo.

El mundo permanece indiferente a mis esfuerzos.

Ya se agotó mi curiosidad de ver “cómo era aquello”. Ya lo sé.

El dinero que me pagan puede ser prescindible para la vida que he elegido.

¿Será que mi problema no es lo que son sino lo que van a ser?… Pero ya están siendo.

No sé, todavía no sé porqué estoy ahí.

Pienso en Luciano Arruga, en Julio López, en Darío Santillán y tantos otros. No quiero que los maten más. A lo mejor, pienso estúpidamente, quiero dejar en los bolsillos de los azules alguna moneda que les sirva para detener la mano que mece la muerte.

Siento todo el tiempo que eso es perfectamente inútil.

Miro el inmenso predio arbolado, envejecido y prolijo, y sigo sin saber.

Después, me voy…

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