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Nuestra señora de los Tujes

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Crónicas del más acá

La Santa María de los Buenos Aires a veces justifica la mitología acerca de su belleza. Puteada por aqueos y troyanos, gobernada por fenicios y persas, la Reina de la Pampa Húmeda sorprende cada tanto a este bárbaro del conurbano sur.

Por ejemplo, la tarde que camino por Avenida de Mayo, desde 9 de Julio hasta la Plaza de Mayo. Debo haber realizado este trayecto unos 9 millones de veces. Marchas, contramarchas y marcha atrás, sumado a un pasado juvenil de cadete que para guardarme las monedas del colectivo, me caminaba todo.

La vida política, social, sindical (como la de miles) me hizo patear esas cuadras hasta el agotamiento. Y un día descubrí, como en las cosas de la vida, que eso transitado desde la cotidianidad, que eso (o ese lugar) anestesiado por ese transitar con la mirada en otra dimensión, piso indiferenciado, nube abandonada, tenía una belleza particular.

Veo balcones coquetos y floridos; frentes restaurados; colorido y caníbal capitalismo con acasos y sugerencias de arte; veredas trabajosamente limpias siempre amenazadas por la negligencia criolla; árboles delgados y largos, escasos y solitarios; tránsito desganado que deja las puertas del viento abiertas.

La disfruto como se merece. Casi, pidiéndole disculpas.

También veo el mejor paisaje: gente. Y una irresuelta teoría perceptiva: ¿Por qué las mujeres en Buenos Aires se ponen más lindas?  ¿Necesidad laboral, coquetería capitalina, composición del aire, pelotudez del observador? Por las dudas jamás pregunto.

Ahora tampoco.

Con mi paso fascinado, masticando garrapiñada como un mandril, llego al lateral del albatros mutilado: el Cabildo de la Ciudad de Buenos Aires. Jamás había entrado. Otro ignorado, ninguneado por mi afán de transeúnte árido de logros y fértil de protestas.

Entro con grandes expectativas: tanta festividad del Bicentenario, tanta revisión de los relatos históricos, sospecho que el hijo icónico de Mayo estaría rebosante de sus mejores galas para enriquecer mi alma seca.

Le erré feo.

El edificio está bien, cuidado, prolijo. Incluso no está pintarrajeado por fuera. Pero el museo propiamente dicho es pobre en cartelería, sin atractivo en su organización de la información ni en los objetos puestos para su observación. Una cosa  insípida, fría. Ni teñido con los colores de la gesta (que mucho no me gustan, pero pueden ser atractivos) ni con los de la cotidianidad. Un Ni Ni que deja la mirada cansada y distraída. Una especie de burocracia de la memoria, sin matices, sin espesura, sin desafíos.

Pero siempre algo te salva.

Dedicado a preguntarme qué pomo iba a escribir (jamás desecho una crónica, pero todo indica la presencia de la primera vez) veo en un salón a una guía explicándole a una manada de niños de cuarto grado de la escuela Nuestra Señora de los Tujes acerca del 22 de mayo y otras tropelías emancipatorias. Lo hace con esfuerzo y profesionalidad, pero el auditorio presenta un inconveniente: su interés por el asunto es el mismo que el de una esponja.

Enfáticamente, los niños desarrollan todas las pelotudeces que la psicología evolutiva explica ante la inútil iniciativa de la joven guía. Todas: gritos en si bemol, chistes malos, interrupciones compulsivas, celulares en estado orgiástico, sonidos poco elegantes de origen y naturaleza diversa, el invencible “me está molestando”, etc. Me pareció notar que la guía oscilaba entre la afabilidad comprensiva y la necesidad de arrojar a 10 ó 12 por el balcón.

Esperé ansioso que eligiera la segunda opción para intervenir decididamente: la ayudaría a hacer justicia…

No la hubo.

Malditos Derechos Humanos.

Cuando voy a bajar, una marea de niños de una escuela pública subía. Unos 80 (ochenta) de primer grado, con otra guía. 80 (ochenta) angelitos de un Dios que vive haciéndose el boludo…

Miro buscando al Regimiento de Patricios, pero los muy cobardes han huido.

Sin embargo, advierto que las pequeñas bestias blancas parecen estar por fuera de los parámetros de criminalidad que los caracteriza. Forman un auditorio súper atento, todas las cabecitas siguiendo las palabras y las activas manos de la guía. Talentosa y sencilla, poco discurso, nada de diminutivos y mucha pregunta: la marea de monstruos la sigue como al flautista de Hamelin. Algún inevitable tumulto es rápidamente neutralizado sin gritos estridentes ni amenazas de muerte.

Mientras se desplazan, uno toca delicadamente el costado de una antigua imprenta y otro, en genuino estado de alarma, lo increpa: “¡¿Qué hacés?! ¡No toqués que la mano te queda como un libro!!!”.

Ante semejante posibilidad, el increpado, aterrado, sacó su mano de la demoníaca imprenta.

Un libro siempre es una amenaza.

En otro momento, la Horda (que parece haber alcanzado el estado de Tribu, cercanos al Sapiens Sapiens) observaba un cuadro con los próceres en situación de patriótico debate y otro admite, señalando el cuadro: “¡¡Se parece a mi tía!!”.

No se hace el gracioso. Había descubierto el parecido y está súper feliz.

Alguien ha salido muy maltrecho del parecido: o la Tía o el Prócer.

Finalmente, los 80 (ochenta) humanoides, que se siguen comportando de manera ejemplar, se desplazan al pequeño aljibe que está en el patio, mientras se escuchan algunos alaridos de los de Nuestra Señora de los Tujes, ya en el primer piso.

La vuelta del garrote vil… ¿Por qué no?

La guía de los chiquitos inicia un diálogo acerca de agua y aguateros que fue una fiesta para el humor. Discusiones acerca de la existencia o no de la canilla, botoneadas célebres a su maestra – “me lo dijo ella”- cuando el error se hace evidente y todos con una inquietud sorprendente acerca de la posible profundidad del aljibe que, al estar tapado, aumenta su misterio.

En un instante de calma ante el oleaje infantil, felicité a la piba guía y me fui otra vez de cabeza a la Avenida de Mayo.

Esta ciudad es fascinante.

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