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Crónicas del más acá.

Lanús es la tierra media del sur. Un distrito más bien pequeño, superpoblado, con mucho cemento y muy poco verde, que fue durante años el feudo de un tal Manuel Quindimil, una especie de prócer opaco, oscuro, mediador entre los inefables conflictos del peronismo, subiendo al caballo por la izquierda y bajándose por la derecha, hoy devorado por la Historia.

Igual, nunca se sabe.

En la Argentina del Arsat I y las centrales nucleares, en Lanús tardaron unos 10 meses en armar unos andenes con techito frente a la estación del ferrocarril, para la jauría de buses que pasan por allí.

Diez meses.

Allí, en lo que se llama Estación de Trasbordo, en los últimos días hay una multitud de individuos, posiblemente seres humanos, que pertenecen a la Policía Local.

Se vienen desparramando, cual epidemia, por todo el conurbano.

En el caso de Lanús, vestidos de celeste pitufesco, con una boina muy Alto Palermo/París, bañados y lustrados, armados, y (algunos) con una panza que promete desarrollos ulteriores, saturando de “seguridad” el intensamente transitado centro de comercial.

El conurbano empieza a parecerse a Guantánamo: somos atentamente custodiados por Prefectura, Gendarmería, Policía Federal, Policía de la provincia de Buenos Aires y ahora las Policías Locales. En breve, con nosotros, Los Marines y la ONU.

Ya me siento mejor…

Muy cerquita de la marea de azules, celestes, verdes y otros coloridos protectores de La Patria, vive Ramiro.

Ramiro promedia los 25 años, trabaja por su cuenta, convive con su bella compañera en un departamento pequeño y tiene un perro negro brilloso que se llama Rambo y que es un pavote igual que el ídem.

Pero este Rambo es adorable, mimoso y bruto como un arado de madera.

Bueno: esta es otra coincidencia.

Ramiro es un remolino de acción y pensamiento. Estudia un profesorado de Economía, discute todo, piensa a mil quinientos kilómetros por hora y está lleno de preguntas, curiosidades y posicionamientos de ética irreprochable.

Ramiro debe medir más de 1,80, pero es más grande que sí mismo. Repara dolores y heridas que eso que llamamos vida le dejó en el cuerpo y en el alma.

Nunca se queja.

Las cuenta cuando el diálogo marcha en esa dirección, pero no se lamenta ni tampoco ningunea.

No es esta su historia.

Ramiro vio -en esa Lanús hipervigilada- a los que nadie cuida, pero todo vigilan.

Resolvió y actuó en consecuencia: se puso a alfabetizar y dar herramientas de conocimiento a los trapitos tan temidos, tan temibles, tan vigilados, tan vigilantes, tan solos.

Simplemente empezó.

Los convenció y empezó.

Sin mayores especializaciones ni erudiciones que lo acompañaran, consciente de sus limitaciones, pidiendo ayuda, pero con completa determinación y seriedad.

Entre dos y ocho trapitos en situaciones de vida y conocimientos completamente diferentes, los expulsados de la vida, se encuentran con Ramiro para aprender, con lo que tienen y con lo que pueden.

Un rato casi todos los días, mientras trabajan y buscan vivir.

Un viernes fui.

Fui a ver, a mantenerme al margen tratando de ser respetuoso de un proceso que no me incluía.

Un ateo en una celebración a la divinidad.

En un localcito frágil como las vidas que lo habitaban ese día había tres: un morochazo, digamos José, duro corporalmente, tocado por algún consumo insalubre y con la mirada perdida, que se puso a resolver problemas de matemática con una plasticidad que su cuerpo desmentía. Un pibe de 17 con cara de 17 y una hija de 2 años, digamos Ezequiel, que leía con avidez. Y digamos Luis, analfabeto, con todas las marcas de la marginalidad en el cuerpo, incluido un ojo que ya no ve los horrores del mundo.

No pasaron un par de minutos que, presentado por Ramiro, me transformé en el Profe. Y, digamos José, me empezó a preguntar cómo se sacaba un cálculo.

Y, digamos Ezequiel, me empezó a leer (lo hacía muy bien), para que le explicara la importancia de las pausas, lo cual entendió con maravillosa velocidad.

Empezamos a jugar a que leía y me contaba y leía y me contaba. Se le iluminaban los ojos cuando lo felicitaba por su vocabulario de riqueza inusual y se rió cuando lo “reté” porque todo el tiempo decía que no le daba la cabeza y que se olvidaba.

Es que no cree en sí mismo.

Y Ramiro en el medio, cabeceando todos los centros, poniendo orden cuando la cosa amagaba desmadrarse, con la sabiduría y la autoridad intuitiva del que sabe porque anduvo cerca de algunos lugares.

Lugares de la vida.

Y digamos Luis, empezó a querer escribir y me tomó como su maestro. Y Yo temblaba porque mis talentos (si tuviera alguno) están lejos de la tarea del alfabetizador. Y digamos Luis, copiaba y pronunciaba y le erraba, a veces lejos y a veces cerca.

Digamos Luis insistía.

Así aprendió a escribir su nombre. A copiarlo y a escribirlo.

Y me miraba con su ojo que soporta el mundo y sonreía en el medio de su vacía dentadura y me decía “otra” pidiéndome más oraciones para leer, silabear, deletrear, copiar.

Y cometí todo tipo de tropelías pedagógicas que me hacen merecedor de un pelotón de fusilamiento.

Y escribimos con digamos Luis dos enormes hojas de cuaderno Arte, y después seguimos con un libro de lectura anterior a la invención Gutenberg.

Y digamos Luis pedía más.

Después me fui.

Me fui para la estación con el abrazo de Ramiro y el saludo a los gritos de los trapitos – “Chau Profe”- bajo la atenta mirada de los celestes, elegantes, con boina, armados, locales, cuidadores, protectores, vigilantes.

No se trata de haya más maestros y menos policías.

No se trata de moralejas porque no hay cuento ni fábula.

Y porque detesto las moralejas.

Se trata de que me fui habiéndome encontrado. Lagrimeando un poco porque Uno no se encuentra todos los días.

Ramiro y los trapitos siguen.

A lo mejor, quién sabe, el mundo también puede ser un lugar tibio.

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