#NiUnaMás
Femicidios territoriales: es la policía
Un nuevo concepto para comprender crímenes que integran a la policía y el Poder Judicial con las redes de delincuencia: femicidios territoriales. Desde El loco de la ruta hasta los casos recientes. Un análisis de las estructuras mafiosas y el funcionamiento de los territorios en manos de las fuerza de seguridad. Por Claudia Acuña.

Lucía Pérez, Melina Romero y Araceli Fulles fueron las primeras en advertirnos las coincidencias de sus crímenes. Hasta ellas, los femicidios eran clasificados en nuestro padrón a partir de las categorías creadas por la academia de género para analizar la trama de violencias que arrasa con tantas vidas, año tras año. Pero sus casos se rebelaron a esas categorías. No eran “femicidios íntimos”. No las mató un novio celoso o un marido despechado. Y tampoco sus muertes aceptaban la categoría de excepción, que clasifica como “femicidio no íntimo” a aquellos crímenes que no se adaptan a la regla general. Había una regla, pero era otra.
¿Cuál?
La camioneta que fue requisada por la policía y en la que se encontró droga “con intención de comercializar” estaba estacionada todos los días frente a la puerta del colegio de Lucía, al mediodía. La banda que abordó a Melina era habitué del bolicheal que fue a festejar sus 17 años. La del corralón que descuartizó a Araceli contaba con la protección de la policía que estuvo a cargo de la investigación de su desaparición. Lucía en Mar del Plata, Melina y Araceli en San Martín nos estaban gritando una pregunta: sin esa trama de impunidad territorial, ¿sus crímenes hubiesen sido posibles?
Llamamos entonces femicidios territoriales a los crímenes que se produjeron en un marco de impunidad institucional, en el cual la policía local tiene una responsabilidad central. Eso significa concretamente el grito “El Estado es responsable”.
No se trata de una consigna, sino de un profundo análisis político que nace de la sociedad que lo padece y lo combate día a día. Sus características son tan claras y contundentes que no hay margen de dudas: este año, cuando las vecinas se enteran del crimen de Ludmila Pretti en la bonaerense Morón o de Iara Rueda en la jujeña Palpalá, lo primero que hacen es plantarse frente a la comisaría. Y con esta reacción inmediata y espontánea dejan en claro que ya saben aquello que ninguna academia reconoce: que esa trama de impunidad territorial garantiza que hacer justicia resulte imposible. Para evitar que se arruinen pruebas, se demoren búsquedas, se deje escapar a los criminales, se alteren evidencias y se eludan las responsabilidades institucionales la respuesta es la que sintetizó Tania, la hermana de Jéssica Fernández, baleada por su ex, al que la policía dejó huir: “Si hay que romper se rompe, si hay que quemar se quema, pero de acá no nos movemos hasta que el culpable esté entre rejas”. Y “acá” es una barrera de mujeres frente a la puerta de la comisaría del Cuartel V de Moreno. Tres horas después el responsable del ataque estaba encerrado.
Mar del Plata
Analizar la trama de impunidad en clave geopolítica es indispensable para comprender los femicidios territoriales. Lucía nos ubica en Mar del Plata y lo primero que encontramos allí es un trabajo maravilloso realizado en 2005 por Marta Fontela, que forma parte de la investigación titulada Femicidios e impunidad. Citamos extensamente este trabajo porque nos lleva, entre otras cosas, de Mar del Plata a San Martín, ya veremos cómo.
Fontela analizó la causa judicial que inició el juez Pedro Hooft sobre los crímenes que popularmente conocimos como del “loco de la ruta” y que implicaron la desaparición de 17 mujeres en situación de prostitución ocurridas entre 1996 y 2001. Algunas fueron encontradas descuartizadas, otras nunca. Resume Fontela: “En Mar del Plata, se iniciaron en el año 1996, con el asesinato de Adriana Jacqueline Fernández una serie de crímenes y desapariciones de mujeres, hasta la fecha no resueltos. En el momento en que escribo este artículo, solo se ha llegado a condenar a dos suboficiales de la Policía de la provincia de Buenos Aires, pero no por las desapariciones y muertes, respecto a las cuales no se pudo probar su participación, sino por asociación ilícita en delitos relacionados con la promoción y facilitación de la prostitución”.
Luego compila los datos de la única causa judicial que pronunció un fallo: “La única investigación que tuvo algún resultado fue llevada a cabo por el Juzgado Criminal y Correccional de Transición N° 1 de Mar del Plata, a cargo del juez Pedro Hooft, que investigó los casos de las desapariciones forzadas de Silvana Caraballo, Verónica Chávez y Ana María Nores. La sentencia muestra esa red de complicidades y vinculaciones entre los proxenetas y distintos poderes del Estado”.
En la causa originariamente intervino el Juzgado Departamental N° 7, quedando a cargo de Hooft a fines de septiembre de 1998, al cambiar la organización de la justicia penal en la provincia. En la primera etapa la investigación estuvo a cargo de la policía. Debido a que no había avances, Hooft solicitó instructores judiciales al procurador general de la Corte Suprema de la Provincia de Buenos Aires. Estos instructores comenzaron la investigación en marzo de 2001, virtualmente desde cero, aunque con un aporte que mostraba entrecruzamientos telefónicos que acreditaban la existencia de múltiples y permanentes comunicaciones de este tipo entre los sectores de la prostitución organizada de Mar del Plata y dependencias policiales, judiciales y municipales. Una noticia de la agencia Telam del 23 de noviembre de 2003 señala que según un informe del procurador de la Corte Suprema de la provincia de Buenos Aires, firmado por el doctor De La Cruz, que analiza las llamadas entrantes y salientes de teléfonos de oficinas del Comando en Jefe del Ejército a raíz de la investigación de secuestros, homicidios y delitos graves, se verificaron 18 cruces telefónicos vinculados con el caso de las mujeres en prostitución de Mar del Plata. De los allanamientos realizados en los prostíbulos surgieron datos que permitieron vincular las desapariciones de Ana M. Nores, Silvana Caraballo y Verónica Chávez. La causa cita el informe elaborado por el Centro de Apoyo a la Mujer Maltratada, que detalla que al 9 de agosto de 2002 se registran al menos 28 víctimas entre mujeres presuntamente en situación de prostitución, entre desaparecidas y asesinadas.
Surge del expediente que durante 1997 y hasta los primeros meses del año 1998, “al menos ocho policías varones operaron coordinadamente en hechos delictivos referidos a la prostitución organizada, facilitando su promoción, la protección en calles y prostíbulos, así como su custodia y seguridad. Estos policías cumplían funciones dentro de la organización delictiva, se encargaban de cobrar compulsivamente a cada mujer una suma semanal, las custodiaban, registraban patentes de vehículos de clientes, etc. Semanalmente cobraban a los prostíbulos para permitir su funcionamiento”. A esas comisarías iban las compañeras de las desaparecidas a denunciar que no estaban y rogar que las encuentren con vida.
En nuestro padrón histórico los femicidios en Mar del Plata suman 68, de los cuales 31 representan femicidios territoriales.

El fiscal
El fallo cita extensamente lo que declararon las testigos. La madre de Verónica Chávez atestiguó que a Silvana Caraballo “le habían dado una paliza por hacer mal un trabajo… y que Caraballo gustaba del fiscal García Berro”. Agregó que el día antes de su desaparición, “Verónica Chávez comentó que estaba trabajando en el guardarropas de un boliche en cuya inauguración estuvo el fiscal…”. Otra testigo informa que “a Verónica Chávez la llamaba Marcelo (el fiscal García Berro) y la llevaba en un Corsa… y que luego de la desaparición no llamó nunca más”.
Concluye Fontela: “Basta leer estos párrafos, que son solo un extracto de una extensa y muy bien fundada sentencia, para que aparezca a la vista de cualquiera la responsabilidad de la policía y de funcionarios judiciales en la explotación de la prostitución, así como la sospecha fundada de su intervención en los crímenes que se investigan. Sin embargo, por los requisitos y características del establecimiento de la verdad jurídica, fue necesario que los dos policías aceptaran las pruebas que resultan del expediente, en el marco de un juicio abreviado en el que la fiscal y los defensores pactaron penas de cuatro años y cuatro años y dos meses respectivamente. Quedan en esta causa cuatro personas más en calidad de prófugos, entre policías y regentes de un prostíbulo y otros procesados”.
Este proceso generó que el fiscal Marcelo García Berro fuera apartado de su cargo. Los motivos los resume una nota publicada el 16 de agosto de 2002 en el diario La Nación: “El nombre de García Berro apareció en el expediente casi desde la primera hora. Como ‘Marcelo (oficina abogado) Chevrolet Corsa 5187 (Poder Judicial)’ fue anotado por Chávez en su agenda personal, a la que tuvo acceso La Nación. Por el sistema Excalibur se constató que llamaba al prostíbulo de La Perla con frecuencia y varios testigos lo vieron en ese auto cerca del domicilio de la mujer”.
Entre los fundamentos de la sentencia del juez Hooft se establece que “queda semiplenamente acreditado que, al menos durante 1997 y 1998 (el fiscal) Marcelo García Berro, haciendo pública ostentación de su condición de fiscal, trasladándose permanentemente en la zona roja con un vehículo oficial-judicial y utilizando, además, en forma asidua líneas telefónicas asignadas al Poder Judicial mantuvo frecuentes comunicaciones con distintos prostíbulos y/o personas vinculadas con la prostitución, cuyas actividades constitutivas de delitos de acción pública cubría o tapaba”.
Hoy el fiscal García Berro ejerce en los tribunales de San Martín. Es miembro del Consejo Fiscal en representación de la agrupación Unión Progresista de Fiscales.
García Berro es fiscal en las causas por crímenes de la dictadura en la Zona IV, Campo de Mayo, Contraofensiva y los Vuelos de la muerte. En tanto, el juez Hoof fue acusado por crímenes durante la dictadura, que derivaron en un juicio político que lo absolvió. En su defensa adujo que las acusaciones eran consecuencia de la investigacion del “loco de la ruta”.
San Martín
El femicidio de Melina Romero es uno de los más escandalosos casos de impunidad fiscal. Poder Judicial y policía se empecinaron en no buscar a Melina durante semanas, mientras diversos medios nacionales atacaban a la víctima. El cuerpo asesinado y corrompido fue encontrado por mujeres cartoneras del Movimiento Evita el 23 de septiembre de 2014. Melody, amiga de Melina, relató que vio cómo un menor apodado Toto, Joel Fernández (Chavito), Elías Fernández (Narigón) y César Sánchez (Pai César) intervinieron en el hecho. Toto fue sobreseído ante un tribunal de menores, y Melody fue acusada por falso testimonio, soportó un juicio y fue sobreseída.
La fiscal María Fernanda Billone desistió de acusar a los otros tres implicados. El abogado de la mamá de Melina, Marcelo Biondi, sintetizó lo que este procedimiento fiscal representa: “Es la primera vez en mi carrera que veo que la fiscalía desista de un juicio por homicidio”. La fiscal Billone le dijo a Ana, la mamá de Melina, que lo hacía por indicación de sus superiores. El superior es el fiscal general de San Martín Marcelo Lapargo. Sin acusación fiscal Biondi, como querellante particular, solo acusó a Chavito Fernández, que fue condenado a 13 años de cárcel por el delito de “homicidio preterintencional” (sin intención de matar). La sentencia fue apelada, pero la mamá de Melina ya no tiene abogado que la represente.
Tres años después del crimen de Melina, en el mismo territorio de San Martín, desaparece Araceli Fulles. Su cuerpo fue encontrado en la casa de la madre de Darío Badaracco, un hombre del barrio, vinculado a la policía. La orden de requisar esa casa fue dada por el juzgado al comienzo de la investigación, pero la policía dijo no haber encontrado nada. Badaracco declaró tres veces ante la fiscal Graciela López Pereyra, la última en la misma mañana del hallazgo del cuerpo, y a pesar de que resultó sospechoso, no fue detenido. Escapó y fue apresado por una mujer embarazada que lo reconoció, lo corrió y alertó a las fuerzas de seguridad. Badaracco estaba detenido en el penal de Sierra Chica cuando en abril de 2019 lo mataron: le hicieron tragar agua hirviendo. Los otros implicados en el femicidio de Araceli son Carlos Cazals y sus empleados Marcelo Ezequiel Escobedo y Hugo Martín Cabañas.
Al día siguiente del hallazgo del cuerpo de Araceli la división de Asuntos Internos de la Policía Bonaerense separó de sus cargos al subcomisario Hernán Humbert, al oficial principal José Gabriel Herlein y al numerario Elián Ávalos, hermano de uno de los implicados en el femicidio. Todos pertenecían a la Comisaría 5ª de San Martín, la misma en la que la familia de Araceli presentó la denuncia de su desaparición.
La familia está amenazada y con custodia policial permanente: “Estoy con mis hijos, mi nieto, mi nuera, mi esposo y la custodia”, dice Mónica a tres años del asesinato de su hija. El juicio oral tenía fecha para este año (26 de mayo) pero “hasta ahora todavía no me avisaron qué va a pasar”.
Todos los imputados llegan en libertad al juicio.
La impunidad
Fontela señala en su trabajo otros femicidios que tienen similares características: “El análisis de algunas investigaciones judiciales y periodísticas indicarían la conexidad entre instituciones del Estado y las bandas de tratantes y/o narcotraficantes que operan en todo el país. Si ejemplificamos con algunos casos, tres de las desapariciones en Mar del Plata (Nores, Caraballo y Chávez), el asesinato en Rosario de Sandra Cabrera, Natalia Melmann en Miramar, Leyla Nazar en Santiago del Estero, Marita Verón, Fernanda Aguirre (desaparecidas en Tucumán y Entre Ríos respectivamente) y el triple crimen de Cipolletti, encontramos estas similitudes. En la mayoría de los casos, hay policías y funcionarios de otros poderes del Estado involucrados, que forman parte de las redes de prostitución, fiestas privadas en las que obligaron a participar a las mujeres (Chávez, Nazar, Melmann), prostíbulos como los de Sierra de los Padres o La Perla (Mar del Plata)”.
Este año sumamos a esta lista los femicidios de Iara Rueda y Cesia Reinaga, en Jujuy. Desde que se produjeron esos crímenes durante todas las semanas se realizaron puebladas en la provincia de Jujuy reclamando justicia, a pesar de que en todo ese tiempo, el gobernador realizó un sinfín de anuncios para apaciguar los reclamos. Incluso la Legislatura provincial sancionó una de las principales demandas: la Ley de emergencia, a la que bautizó Ley Iara. No hizo, sin embargo, lo único que motiva el indignado reclamo social: separar e investigar a la policía.
El desafío
Los femicidios territoriales nos interpelan a hacer memoria de la batalla de la sociedad argentina contra la violencia institucional. Impone, en primer lugar, clasificarlos como una violación a los derechos humanos, es decir, comprender estos crímenes como un delito que comete el Estado, por acción, por omisión y por reiteración. Implica, además, señalar con claridad y precisión que es necesario que un equipo especializado, experto e imparcial, sea el encargado de investigar estos crímenes desde el primer momento en que se producen y para evitar que las tramas territoriales impidan el desarrollo de una investigación en los términos que requiere el Estado de Derecho.
Y lo que es más importante, nos permiten reconocer en el rico tesoro de lucha que nos legaron Madres, Abuelas, Sobrevivientes e Hijes las herramientas creativas, políticas y comunicacionales que nos van a dar la fuerza que necesitamos para construir lo que queremos: una vida sin violencias.
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Lara, Brenda, Morena: Las velas del silencio

La marcha en La Matanza, a dos semanas del triple narcofemicidio.
Por Lucas Pedulla
Fotos: Juan Valeiro/lavaca.org
En silencio.
La marcha empieza 21:29, horario en el que las chicas se subieron, hace dos semanas, a la camioneta Chevrolet Tracker blanca. Para quienes no conocen este lugar –rotonda de La Tablada, cruce de Camino de Cintura y avenida Crovara, La Matanza–, el silencio que acompaña la movilización de las familias de Brenda del Castillo, Morena Verdi y Lara Gutiérrez no se termina de dimensionar.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
El perímetro está cortado desde muy temprano por la policía bonaerense y apenas algunas motos del barrio o ambulancias urgentes pasan por una intersección que, en un día común, es puro bocinazo, ruido y tránsito sin parar.
Así, en silencio, esta marcha grita que hace dos semanas ya no hay ningún día común.
“El barrio está de luto”, dice Brian, un joven muy dulce que acompaña a la familia de Morena. “Antes se escuchaba música, había fiesta, baile. Ahora, nada”.
Eric, de 28 años, al lado de la familia de Brenda: “El barrio está triste”.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
Las chicas que acompañan a Estela, mamá de Lara Gutiérrez, mueven la cabeza de un lado a otro: “Queremos justicia”, dicen. No quieren decir más. ¿Hay algo más?
De a poco, desde los monoblocks que custodian esta rotonda bajo la mirada de murales del Papa Francisco y Diego Maradona, los vecinos fueron llegando. Algunos volvían de trabajar, otros se sumaban después de cenar. Hay jubiladas, adolescentes y muchos niños y niñas que sostienen velas en cuellos de botellas de plástico. Sabrina, la mamá de Morena, marcha mirando el frente. Paula, mamá de Brenda, lleva en brazos a su nieto de un año. Hay mucho dolor, y son los niños los que marcan con una mirada de fuego una fotografía fuera de lugar, una cámara que parece no respetar este duelo.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
En silencio, nadie habla.
Solo los pasos en una ronda a la rotonda en sentido inverso a las agujas del reloj, como las Madres en Plaza de Mayo, o los jubilados en el Congreso.
Quizá de manera inconsciente, sin saberlo, en este gesto las familias respondan una pregunta innecesaria que circula en algunos colectivos que se desvían de recorrido por el corte: “¿Por qué marchan si hay detenidos?”. Precisamente, porque el nunca más se sostiene en movimiento, como una forma de gritarle a la agenda política y social que este horror no tiene justicia.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
En silencio, la ronda termina.
Las familias se reúnen y sacan bengalas y globos blancos que todo este barrio que marcha estuvo inflando durante la tarde. “Ahora”, ordena Sabrina, y los globos se sueltan.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
Las bengalas se encienden.
Las familias se abrazan, se descargan.
Y un nene, que no llega a los diez años, dice lo único que hay que decir: “Justicia”.

Foto: Juan Valeiro para lavaca.org
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La sociedad contra el narco: cómo se organizan los barrios
Cómo enfrentan el avance narco dos centros barriales de la Villa 21/24 (CABA) y Puerta de Hierro (La Matanza) que reciben a jóvenes adictos. Lo que cuentan esos jóvenes: la realidad del barrio, los transas, los efectos de la crisis, las cosas que logran transformar vidas. Lo que se puede cambiar y lo que no en esta investigación que compartimos: La vida como viene, publicada en la revista MU.
Por Lucas Pedulla
Fotos: Juan Valeiro
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Femicidios territoriales: las tramas de la violencia

Lo narco, la violencia, los femicidios. Un tema que acaba de provocar el horror a partir tres crímenes: Lara Gutiérrez, 15 años, Brenda del Castillo, 20 años y Morena Verdi, 20 años. El Observatorio Lucía Pérez y la Cooperativa lavaca vienen siguiendo e investigando desde hace años esta realidad. Ese trabajo se plasma en un libro que ya está en imprenta: Femicidios, narcotráfico y Estado, del cual adelantamos aquí el prólogo. El concepto femicidios territoriales abarca a aquellos que no se ajustan a los modelos tradicionales de la teoría de género y que no hablan de vínculos de pareja e intimidad, sino de tramas de narcocriminalidad e impunidad territorializadas, con participación de agentes estatales, tales como policías, agentes penitenciarios y fiscales. La definición de lo «narco», el sentido y el contenido del territorio y sus tramas de relaciones, el poder. Y los cuerpos que narran una historia personal y colectiva, que debemos comprender para trazar una radiografía de época.
por Claudia Acuña, Florencia Paz Landeira y Anabella Arrascaeta
Desde el Observatorio Lucía Pérez registramos e interrogamos todos los días las cifras de la violencia patriarcal. Desde ese ejercicio cotidiano sostenido durante ya doce años proponemos la categoría de “femicidios territoriales” para intentar comprender la singularidad de crímenes como los de Lucía Pérez, Melina Romero, Iara Rueda, Luna Ortiz o Araceli Fulles, por citar solo algunos casos paradigmáticos. Se trata de femicidios que no se ajustan a los modelos epistémicos tradicionales de la teoría de género y que no hablan de vínculos de pareja e intimidad, sino de tramas de narcocriminalidad e impunidad territorializadas, con participación de agentes estatales, tales como policías, agentes penitenciarios y fiscales. Participación activa, en tanto que genera condiciones de posibilidad para estas muertes en esos territorios; y también participación concreta, al garantizar y perpetuar la impunidad de esos femicidios, falseando pruebas y entorpeciendo procesos judiciales. Marta Montero, madre de Lucía Pérez, prefiere llamarlos “narcofemicidios”. Sumamos a este concepto la referencia al territorio porque quizá nos permita enfocar los factores que los producen: los narco-femicidios se originan en narco-territorios concretos en los cuales la actividad delictiva ya cuenta con impunidad estatal.
En primer lugar es necesario definir a qué denominamos “narco”:
- Narco es un término que hace referencia a una actividad criminal que se lleva a cabo “con la participación ilícita de actores del Estado2. “
- Lo narco opera a través de una necromáquina cuya tarea es acallar, atemorizar y doblegar resistencias hasta esclavizar las fuerzas de producción necesarias para extraer capital de todo lo vivo: cuerpos, territorios, medio ambiente, datos.3
- Lo narco produce una forma característica de femicidio porque le otorga a ese crimen un significado político y cultural. En palabras de Reguillo, “mata dos veces: la del asesinato y la de tu muerte convertida en dato”. Tal como define la filósofa italiana Adriana Cavarero cuando traza una relación entre el genocidio del Holocausto y estos crímenes, en ambos casos se trata de “una violencia que no se contenta con matar porque sería demasiado poco: al destruir el cuerpo singular constituye el acto del fin no de la vida, sino de la condición humana”.
Lo narco gobierna territorios azotados por las políticas neoliberales que durante décadas destruyeron tanto puestos de trabajo como instituciones estatales que debían contener y reparar las consecuencias.
Estas características unen la postal de San Martín, en la provincia de Buenos Aires, con la de Palpalá, en Jujuy, escenas del crimen de los femicidios de Araceli Fulles y Iara Rueda. Dominan también puertos como los de Mar del Plata y Rosario, ciudades hermanadas por los nombres de Lucía Pérez y cada una de las mujeres masacradas en balaceras. Pero son solo aquellos femicidios que con gran esfuerzo de sus familias y su comunidad han logrado trascender con nombre y rostro la opacidad que caracteriza toda narco- actividad – desde la venta de sustancias hasta sus crímenes y fundamentalmente, sus activos financieros y redes políticas- lo que nos ha obligado a fijar la mirada en esos territorios.
¿Qué vimos?
En San Martín vimos que Araceli Fulles, de 22 años, estuvo venticinco días desparecida sin que ninguno de los rastrillajes organizados por la policía la encontraran. Su cuerpo fue hallado finalmente por su hermano el 27 de abril de 2017, enterrado debajo de la cama del sospechoso, Darío Badaracco, quien justo en ese momento estaba declarando ante la fiscal, que lo dejó ir. El hombre fue detenido en otro barrio de la periferia dos días después y gracias a que una mujer paraguaya, embarazada y en ojotas, lo corrió y entregó a los gendarmes que militarizaban el barrio. Tiempo después ese único detenido fue asesinado: le hicieron tragar agua hirviendo en la prisión de Sierra Chica, en la que el Servicio Penitenciario tenía a cargo su custodia hasta el juicio. Finalmente, en un tribunal rodeado por miles de personas que clamaban “Justicia por Araceli”, los autores materiales del femicidio fueron condenados a prisión perpetua, pero en enero de 2024 la Sala I del Tribunal de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires absolvió a Marcelo Ezequiel Escobedo, Hugo Martín Cabañas y Carlos Damián Cassalz, quienes habían sido condenados el 4 de noviembre de 2021 por el Tribunal Oral en lo Criminal (TOC) 3 de San Martín. Los jueces Daniel Carral, Victor Violini y Ricardo Maidana ordenaron su inmediata liberación, cuestionando el accionar del perito Marcos Herrera, quien había ofrecido gratuitamente sus servicios a la familia de Araceli en aquellos desesperados días de búsqueda. Los magistrados en su fallo ordenaron que la Fiscalía General de San Martín investigue su actuación en esta causa, ante la posible comisión de un delito de acción pública, y solicitaron al presidente de la Suprema Corte de Justicia bonaerense y a la Procuración General que “se evalúe la posibilidad de establecer protocolos de actuación en materia de rastros odoríficos, así como en la acreditación de las certificaciones y habilitaciones”. La posible actuación dolosa de este perito dejaba, así, inválida la sentencia. La familia apeló el fallo y hasta hoy la Corte Suprema de Justicia de la Nación adeuda una respuesta. En tanto, los imputados están en libertad.
Por el crimen de Araceli no fueron sometidos a ningún proceso judicial ni el comisario ni los agentes que encubrieron a la banda de narcomenudeo que operaba en el barrio y mató a Araceli. Hubo, sí, varias condenas a autoridades policiales en otros procesos judiciales contemporáneos al que investigó el femicidio de Araceli y que probaron las vinculaciones en ese territorio entre bandas narcos y fuerzas de seguridad. Una de ellas fue en septiembre de 2023, cuando la jueza federal Alicia Vence procesó con prisión preventiva al comisario Osvaldo Javier Calderón y dos oficiales de la Comisaría Primera de San Martín que fueron filmados mientras recibían coimas para liberar a dos integrantes de una banda narco.
Territorios, cuerpos y violencias
Al hablar de territorio nos referimos no solo a la base material y orgánica de los ecosistemas, sino también a la historia y las relaciones que se han entretejido de modo constitutivo. El territorio aparece entonces como una trama de redes de relaciones que, en su dimensión conflictiva y contradictoria, configura experiencias y sujetos singulares marcados por variables procesos de jerarquización y de desigualdad.
Hay en la palabra “territorio” una serie de sentidos contradictorios anudados. Por un lado, en su propio origen etimológico aparece asociada a una voluntad de control y de dominio, en un lenguaje bélico y de conquista. Pero el territorio, en sus usos sociales y locales, también alude al saber de la experiencia, a una relación de alteridad respecto de espacios institucionales y burocratizados. El territorio, en este sentido, puede ser una analogía de la calle o, para decirlo en términos más amplios, del espacio de la vida cotidiana. El territorio también es, en un sentido más literal, la tierra. El cuerpo –nuestro cuerpo– puede ser también vivido e interpelado como territorio, pero no todos los cuerpos se constituyen en territorios en disputa, sino especialmente aquellos cuerpos feminizados, racializados, empobrecidos y marginados. Se va armando así un mapa imaginario de cuerpos y territorios simultánea e inextricablemente sometidos a procesos de desvalorización, violencia y explotación; de despojos múltiples de la vida en todas sus formas.
Pensados los territorios como configurados por relaciones de poder, las desigualdades de género se despliegan y concretan en ellos de un modo fundamental. Desde esta perspectiva, entonces, el territorio aparece como espacio tallado en donde se producen y reproducen desigualdades étnico-raciales, de género, de clase, de edad y deviene, así, un espacio de disputa. Los territorios son campos de fuerza, producto y objeto de disputas, resistencias y dominios. Por lo tanto, están siempre en devenir, nunca acabados, nunca cerrados; contingentes.
¿Es posible trazar una frontera clara y objetiva entre el cuerpo y el territorio? ¿Qué paisaje habita nuestros cuerpos? Al respecto, la filósofa feminista Donna Haraway pregunta provocadoramente por qué nuestros cuerpos deberían terminar en la piel. Los cuerpos están situados e interconectados de forma profunda con la trama de la vida. Pensar en lo viviente desde la interconexión, la interdependencia y la existencia de flujos continuos nos abre la mirada a reconocer patrones comunes que, en nuestro espacio y tiempo, hablan de formas sistemáticas de extracción de valor, despojo y violencia extractivista. Se trata de advertir la concurrencia entre procesos de pobreza y desigualdad, de violencias de género y ambientales, que expresan una lógica depredadora común que exponen cotidiana y persistentemente a las personas, a los territorios y, en última instancia, a la vida.
Hace ya décadas que, desde los feminismos, se han señalado analogías entre la explotación de los territorios desde la lógica de la ganancia capitalista y la explotación de los cuerpos feminizados desde la lógica patriarcal. En este sentido, Vandana Shiva afirma que la apropiación de recursos crea una cultura de la violación: violación de la Tierra, de las economías locales y también de las mujeres. El modelo extractivista concibe a los territorios y los cuerpos feminizados como recursos a explotar y como zonas a sacrificar en función de consolidar una forma de dominación. De hecho, en la base del ordenamiento moderno-colonial, no solo se saquearon territorios, sino también cuerpos racializados y esclavizados. En la actualidad, esta cualidad extractiva, apropiadora y cosificadora de los cuerpos aparece como nodal a la violencia femicida.
Desde esta lente, el extractivismo no es solo un modo de saqueo y explotación de la naturaleza, sino que también implica una racionalidad y una relacionalidad particulares. Es un modo de concebir las relaciones con otros humanos y no humanos y el espacio que co-habitamos. Las prácticas extractivistas se asientan en jerarquías raciales, de género y clase, multiplican las formas de violencia y exacerban las injusticias.
El extractivismo configura no solo territorios sino también relaciones sociales y las subjetividades de quienes los habitan. Se trata de prácticas sistemáticas de extracción de la vida en todas sus formas y dimensiones. Las violencias de todo tipo son consustanciales al extractivismo y se refuerzan como forma de producción de lo social.
Esta relación inherente entre extractivismo y violencia se expresa en la desestructuración de las tramas sociales y comunitarias, en el despojo de los medios de subsistencia y de sostenimiento de la vida, en la polarización y estratificación social, en el agravamiento de la criminalización y la represión estatal y, también, en la violencia contra las mujeres y el recrudecimiento de formas patriarcales de dominación y opresión. Para nombrar este entrelazamiento entre las formas neocoloniales del despojo de los espacios de vida y la profundización de las jerarquías de género, se ha propuesto el concepto de “repatriarcalización de los territorios”. Sobre todo, han sido los estudios sobre proyectos extractivistas vinculados a la minería y los combustibles fósiles los que alertaron cómo estos conducen a la masculinización de los territorios, con un aumento significativo de la violencia de género y la explotación sexual.
En el Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis, Bisexuales, Intersexuales y No Binaries de 2023, en un taller sobre Pueblos fumigados, una mujer decía que nuestros territorios nos exponen y nos entrampan entre el femicidio y el cáncer. En este y otros espacios de activismo, queda claro que las mujeres no son las únicas afectadas por este entrecruzamiento de violencia ambiental y de género, sino que también son las primeras en advertir las consecuencias del modelo extractivista en sus cuerpos, los de sus hijos y los de sus comunidades. Se constituyen, así, en la primera línea de la defensa de los territorios y rápidamente se vuelven blanco de persecución y amenazas cuya expresión más extrema son los femicidios extractivistas.
En este contexto, lo narco resulta un eslabón clave de la cadena de extracción de ganancias en cuerpos y territorios que han sido oscurecidos por la desigualdad social producida por las políticas económicas neoliberales. Lo narco convierte en consumidores y productores a aquellas poblaciones que el sistema formal descarta. La antropóloga Rita Segato lo describe como un segundo Estado. Sin embargo, consideramos que en países no europeos esa dualidad es, en realidad, una unidad y que ese desdoblamiento es la clave constitutiva en la que se establecieron los Estados coloniales para garantizar la gobernabilidad. Recordamos también que en Argentina se utiliza el término “en blanco” y “en negro” para distinguir la economía “formal” de la “informal”, entendiendo por “formal” la del mercado y por “informal” la ancestral. Aquello, entonces, que habita el “Estado en Negro” es la resistencia y lo narco es la respuesta para neutralizarla, ante la impotencia del “Estado en Blanco”.
Desde la perspectiva que venimos sosteniendo, todavía parece necesario remarcar el carácter sistémico y civilizatorio de esta crisis y continuar desanudando las lógicas androcéntricas y patriarcales de las formas de producción basadas en el despojo, la extracción y el aniquilamiento de cuerpos y territorios.
Las víctimas de femicidio y sus familias organizadas en busca de justicia nos enseñaron que para deconstruir las violencias que culminaron en estas muertes no basta con problematizar el amor romántico y los ideales de pareja. Ni tampoco alcanza con desafiar las fronteras de lo doméstico, ni las estrategias de empoderamiento. Se volvió necesario indagar en las fuerzas estructurales y cotidianas que están minando las tramas comunitarias de sostenimiento y reproducción de la vida. Y situar a los femicidios en un aumento generalizado de la violencia, la narcocriminalidad con alto involucramiento policial y penitenciario y de la crueldad y, en términos más amplios, en procesos extractivos y de despojo y precarización de las condiciones de existencia donde todos los bienes aumentan su valor a ritmo constante hasta volverse inaccesibles, excepto la vida, que cada vez vale menos. Mejor dicho, algunas vidas: el componente de clase y raza marca a fuego la categoría de femicidios territoriales.
Desde esta óptica pusimos la lupa en Rosario, ciudad que nos señala cómo el cuerpo de las mujeres emerge como un renovado territorio de disputa en el contexto del entramado narco-policial-penitenciario de la ciudad. Coincidimos con Rossana Reguillo cuando caracteriza a estas violencias como “pasillos”: “vestíbulos entre un orden colapsado y otro que todavía no es, pero está siendo. De ahí su enorme poder fundante y su simultánea ligereza”. La tensión actual es producto de la crisis del Estado en Blanco que deja expuesto al Estado en Negro y provoca la disputa por el control de todo el aparato.
Lo que la violencia hace emerger sin pudor es a aquellos territorios en disputa, sí, todavía. Pero una disputa desigual, invisibilizada por los supuestos creadores de sentido social: medios y academia.
La sociedad mexicana y en especial las mujeres de Ciudad Juárez, batallan desde hace décadas contra la máquina femicida ante el monumental silencio académico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la mayor unidad de producción de teoría social iberoamericana. Silencio que funciona como un enorme operativo de lavado epistémico de lo narco.
Los territorios argentinos que luchan hoy para que el narco-fascismo no termine de capturar el aparato del Estado y con él, la democracia, requieren toda la luz y compañía que muchos sectores políticos, culturales y sociales les siguen negando.
Los femicidios territoriales abren surcos y dejan al descubierto hilos de injusticias e impunidad que, como fibra poderosa sedimentada en el tiempo, amenazan a la vida en su totalidad y refuerzan modos estructuralmente desiguales de ser y estar en el mundo.
Acá estamos, entre ruinas, caminando con la tierra resquebrajada de muerte a nuestros pies.
Las mujeres, travestis y trans nos vemos empujadas a pensar desde el dolor para intentar regar nuestros territorios arrasados y dotarlos de horizontes de verdad y de justicia.
Nuestras muertas nos duelen, pero también nos hablan.
Sus cuerpos narran una historia personal y colectiva.
En tiempos de análisis políticos y especulaciones electorales, ¿no son las historias de estos femicidios y transfemicidios las que debemos comprender para trazar una radiografía de época?
Es urgente: enfrente está la muerte.
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Femicidios territoriales: las tramas de la violencia