Mu116
El cazador oculto: entrevista al director Bruno Stagnaro
Dirigió la mítica película Pizza, birra y faso junto a Adrián Caetano a los 23 años. En 2001 se consagró con la serie Okupas. Pero no volvió a la pantalla sino hasta 2017 con Un gallo para esculapio, otra serie que narra en tiempos de cólera. Publicada en la edición de octubre de MU ▶ BRUNO CIANCAGLINI
Bruno Stagnaro se rasca la barba y, con la mirada perdida en las profundidades de una taza de café vacía, confiesa: “Estuve sumido en una gran crisis, por no decir depresión, durante varios años. Después de dirigir Okupas no entendía qué más podía aportar yo a la confusión general de desborde de imágenes que es el mundo”.
Las cosas se dieron rápido: a los 12 años actuó en una película de su padre, a los 16 empezó a filmar programas de humor para divertirse con sus amigos del secundario y a los 23, luego de dos años de estudiar cine y dejar la carrera, dirigió Pizza, Birra y faso, la película que marcó el renacimiento de un cine argentino que, luego de la dictadura, no había sabido cómo dialogar con la época. Cuerpos marginales que sobrevivían en una Buenos Aires oscura y decadente, una producción filmada en la calle y con mínimos recursos: todo lo que el neoliberalismo había destruido de repente aparecía escupido con rabia en una pantalla de cine.
Fue por más: teniendo reconocimiento y prestigio como director de cine de culto, no dudó en trasladar su sensibilidad suburbana a un medio supuestamente menor, más bastardeado, en el que las producciones de ficción no eran más que un depósito de lugares comunes y acumulación de clichés: la televisión.
Stagnaro lo hizo de nuevo: pateó el tablero con Okupas, una serie que trascendió en el tiempo y dejó personajes, escenas y frases grabadas en la memoria de distintas generaciones. La serie se emitió en el año 2000 pero, a través del boca en boca y de dvd´s que circulaban de mano en mano, ganó muchos espectadores en años posteriores. Okupas fue la expresión sintomática de que sólo en los márgenes (geográficos, legales, emocionales) estaba la posibilidad de (de)construir una identidad para una generación que ya no creía en los valores de familia, propiedad y trabajo, en un país al borde del estallido.
Hoy, con 43 años, Stagnaro volvió al ruedo con Un gallo para esculapio, miniserie que narra las aventuras de un personaje que llega desde el interior a la ciudad para sumergirse en un submundo de riñas de gallos, piratas del asfalto y robos a mano armada.
Su obra puede pensarse como una síntesis donde conviven términos aparentemente opuestos (lo marginal y lo mainstream, lo profesional y lo amateur) pero su rol también recuerda a la experiencia de ciertos directores de la época dorada de Hollywood, esos que Scorsese definió como “contrabandistas”: aquellos que lograban burlar las reglas sistema, sortear el hermetismo de los estudios para hacer producciones que dejaban entrever una mirada personal y auténtica en medio de la maquinaria.
Volviste…
El éxito de Okupas en algún punto me hizo mal, porque quedé atrapado en esa experiencia y sentía la exigencia de tener que hacer algo que esté a la misma altura. Dejé muchos proyectos en el camino, estaba estancado. Uno de esos era Un gallo para esculapio, que lo empecé a escribir hace trece años y lo retomé ahora.
Mientras tanto, ¿qué hiciste?
Me dediqué a hacer cosas por encargo, como documentales para Canal Encuentro. Fue una experiencia que me sirvió: trabajar con un equipo más chico, ir a filmar a un lugar como una escuela y tratar de darle un valor estético o encontrar algo interesante donde no está pasando nada, apostando a la fotografía, a generar atmósferas. A mí me interesa más el costado de artesano que de artista. Me interesaba formar parte de una estructura sin ser la cabeza. Fue así hasta que hice Impostores, una serie que pasó sin pena ni gloria. Fue una mala experiencia. Por primera vez en mi vida sufrí por el hecho de no estar en igualdad de condiciones: los productores me pasaban por arriba y desde ahí decidí que nunca más iba a trabajar en ese tipo de relación de dependencia. De todos modos rescato algo positivo: esa serie fue bastante imperceptible y eso para mí fue bueno. Después del éxito de Okupas y esa presión que me había generado, hacer algo intrascendente me alivió, me hizo bien.
¿En Okupas cómo era el trato de producción?
A ver: éramos todos empleados de Tinelli, si se quiere, pero nosotros sabíamos cómo se hacía la serie y ellos solo acompañaban. Cuando meten un personaje para controlarte, ahí se complica. Por suerte eso no pasó: ellos veían el capítulo recién cuando salía al aire, no tenían ningún tipo de control sobre el material, pero estaban contentos porque el resultado era bueno.
¿Cuáles son tus referentes en cine?
No soy muy cinéfilo. Me gusta mucho Fellini, porque lograba trabajar con una estructura de producción enorme sin que eso fuera una contra para la libertad absoluta que tienen sus películas. Yo creo que el cine es una industria y el aprendizaje es cómo manejar un grupo de 50 personas sin que sea algo negativo. Últimamente me dediqué también a mirar algunas series.
¿Cuáles?
Mad Men me inspiró muchísimo. No tiene nada que ver con Un gallo pero siento que fue importante verla: hay algo del ritmo y del manejo sutil de información que me resultó muy inspirador. Lo que me gusta de las series es la posibilidad de desarrollar más a los personajes y que puedas convivir con ellos durante mucho tiempo. En ese sentido son parecidas a las novelas: el personaje te acompaña no solo cuando leés, sino cuando estás haciendo otras cosas.
Al escribir los guiones, ¿dejás lugar para la improvisación?
Trato de escribir una estructura general pero también me gusta ir empapándome de los lugares y personajes mientras voy filmando. Me sirve estar en contacto con los ámbitos donde transcurre la historia, recorrer las locaciones, ver gente la gente que habita esos lugares, darle espacio a esa cosa viva que tiene el azar para poder incorporarlo. En Un gallo el caso del personaje de Péndulo, el senegalés, es un buen ejemplo de eso. Mucho antes de empezar a filmar estábamos escribiendo con Ariel Staltari, el coguionista, y queríamos que el personaje principal fuera a buscar a alguien a algún lugar con mucha gente, una fiesta o celebración grande. Ya sabíamos que gran parte de la historia iba a ocurrir en Liniers. De casualidad escuchamos una canción boliviana y googleando vimos que en unos días era la fiesta de la Virgen de Caacupé en Liniers, con un desfile y un despliegue enorme. Reconstruir eso desde la ficción era imposible; teníamos que filmarlo de modo documental. Además, necesitábamos un personaje que pudiera adaptarse a ese contexto sin llamar la atención. El hermano de Ariel tiene una panadería en Ciudadela y nos presentó a Sora, un vendedor senegalés que trabaja enfrente de su negocio. Al principio estaba muy desconfiado por el tema de las cámaras ocultas y todo eso, pero cuando nos dijo que era hincha de Boca lo convencimos para que actúe esa jornada a cambio de ir a ver un partido a la Bombonera. Fuimos cuatro personas con una cámara y lo filmamos caminando en medio de la fiesta, tirando miradas. Cuatro meses después fuimos con Peter Lanzani y todo el equipo y filmamos el resto de la escena. Ahí está la mezcla entre lo documental y la ficción y entre permitirse algo que conviva algo más amateur con algo súper estructurado. Finalmente, ese elemento más azaroso terminó estructurando algunas escenas del guión, porque luego el personaje de Péndulo cobra importancia y la ficción en ciertos momentos pasa a través de él.
Nombraste a Ariel Staltari. Él interpretó el personaje de Walter en Okupas y ahora, además de hacer el papel de Loquillo, es coguionista. ¿Cómo es esa relación?
Ariel fue el único de los protagonistas de Okupas que quedó por casting. A todos los otros los conocía o vinieron por vías más directas. A Diego Alonso (el pollo) me lo mandó mi viejo porque estudiaba cine con él; a Franco Tirri (el Chiqui) lo conocí en la universidad; y de Rodrigo De La Serna ya tenía referencias. Walter vino al casting y entre todos los que vi sentí que él tenía algo especial. Nos hicimos amigos, tocamos en una banda cada tanto: él toca la batería y yo, la guitarra. Empecé a escribir Un gallo porque iba siempre a un bar que se llamaba así y me llamaba la atención ese nombre. Lo tomé como un juego: pensar una ficción a partir de esa frase. Busqué la historia y eso es lo último que dice Sócrates luego de ser condenado a muerte por corromper a los jóvenes y no creer en los dioses. Nunca se supo bien qué quiso decir. La cuestión es que necesitaba ir a ver riñas de gallos y empezar a conocer ese mundo, y la realidad es que yo no soy bueno para empatizar con la gente. Ariel al toque consiguió un contacto en Rafael Calzada y de repente ya estábamos ahí, metidos en ese universo: teníamos que estar en un determinado lugar un domingo a las 7 de la mañana para ir a una riña. Nos miraban raro y a mí siempre me tildaban de policía. Entonces le empecé a encargar tareas a él: que consiga tal personaje, tal locación, él es muy entrador con la gente y conoce muy bien la jerga popular, la calle. A partir de ahí su aporte para abrirnos camino en esos mundos fue tan importante que lo invité a escribir.
Entre el cine de autor y el cine más clásico, por decirlo de algún modo, vos te inscribís más en la segunda opción…
Me gusta poco el cine de autor, es algo que no suelo ver. Veo mucho minimalismo que sinceramente me resulta un plomo, así como todo lo que se genera alrededor de eso. Hay una retroalimentación con el crítico que instruye sobre cómo se tiene que ver eso, como que de algún modo esas películas se reescriben en la crítica, se complementan. No soy muy fan de esos relatos que para hablar del aburrimiento te hacen transitarlo. Los festivales de cine también me parecen un plomo. Desde afuera alientan el exotismo latinoamericano, les parece sensacional que los indios se filmen a ellos mismos, y lo hacen desde un lugar paternalista. Lo digo porque lo viví con Pizza, birra y faso cuando estuve en Toulouse. Me parece que está bueno el desafío de hacer cine que se sostenga en varios planos, como entretenimiento sin perder profundidad.
¿Alguna vez trabajaste en otra cosa que no fuera en la industria audiovisual?
Cuando empecé a estudiar era cadete. Después hice sociales mucho tiempo, aunque es audiovisual, viví de eso varios años. Es una buena pregunta porque siempre sentí un poco el estigma de ser el tipo de Palermo que se acerca a mundos marginales desde un lugar más intelectual que otra cosa. Yo tenía la idea de que para poder narrar determinadas cosas necesitaba experiencia de vida, como Bukowski o Hemingway, y por eso a los 18 años fui a una estación de servicio para ser playero. Pero el hijo de puta no me tomó, desconfió de mi perfil. Siempre me preguntaba: ¿quién soy yo para hablar de esto? Por eso necesito la extrema necesidad de estar en contacto con gente que vive esos mundos; aunque sea desde el laburo trato de conectarme. Finalmente aprendí a convivir con eso: no puedo ser alguien que no soy y eso no implica que no pueda dar una visión sobre esos universos.
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