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Por Alberto Manguel.
En la primavera de 1989, apenas dos años antes de la Guerra del Golfo, me encontré por casualidad en una pequeña sala del Museo Arqueológico de Iraq frente a dos modestas tablitas de arcilla. Allí en las tinieblas del museo, traté de imaginar cómo, una tarde increíble y remota, un anónimo y genial antepasado fijó en la arcilla la compra y venta de unas ovejas o cabras, y con ese simple gesto inventó para siempre el arte de la escritura. La mano que dibujó aquellas primeras palabras regresó al polvo hace ya miles de años; las tablitas, sin embargo, sobrevivieron hasta hace un par de semanas cuando desaparecieron brutalmente en el saqueo de Bagdad.

En la primavera de 1989, apenas dos años antes de la Guerra del Golfo, me encontré por casualidad en una pequeña sala del Museo Arqueológico de Iraq frente a dos modestas tablitas de arcilla. Había viajado a Bagdad para escribir un artículo sobre los Jardines Colgantes de Babilonia que el Ministerio de Cultura iraquí había resulto reconstruir. El proyecto nunca llegó a realizarse; en cambio, pude aprovechar mi estadía para recorrer los laberintos de Bagdad con sus vetustos museos y atiborradas bibliotecas. Las tablitas (según me explicó mi guía) acababan de ser desenterradas en Siria y remontaban al segundo milenio antes de Cristo. Eran pequeñas (cada hubiera cabido en la palma de mi mano) y llevaban unas pocas incisiones: un hueco en la parte superior, como si la punta de un dedo se hubiera hundido en la arcilla, y debajo, el esbozo de un animal, algo así como una cabra o una oveja. Allí en las tinieblas del museo, traté de imaginar cómo, una tarde increíble y remota, un anónimo y genial antepasado fijó en la arcilla la compra y venta de unas ovejas o cabras, y con ese simple gesto inventó para siempre el arte de la escritura. La escritura, pensé entonces con cierta pena, no fue la invención de poetas sino de contadores.

La mano que dibujó aquellas primeras palabras regresó al polvo hace ya miles de años; las tablitas, sin embargo, sobrevivieron hasta hace un par de semanas cuando desaparecieron brutalmente en el saqueo de Bagdad. Cuando las vi aquella vez, me sobrecogió la vertiginosa impresión de ser testigo de mis propios comienzos. Los historiadores nos dicen que tanto en China como en Centroamérica otros magos inventaron, paralelamente, otros sistemas de escritura, pero para mí la historia de la lectura comienza con esas tablitas mesopotámicas. El gesto que permitió a una iluminado pastor encerrar en un trozo de arcilla la memoria precisa de cierto número de ovejas o de cabras, contiene, de un modo secreto, la vasta biblioteca universal y la memoria por venir de la humanidad entera. En esas dos tablitas perdidas se encontraban ya todas mis futuras lecturas: el Libro de Job en la traducción de Fray Luis de León, las tiras cómicas de Mandrake el Mago, la obra de Cida Hamete Benegalí y los cuentos de Sherlock Holmes, los poemas de Safo y de Whitman, esta página del periódico que tienen en tu mano.

Las tablitas del Museo Arqueológico, los muchos tomos de la Biblioteca Nacional de Iraq y sus antiguos archivos, la exquisita colección de Coranes del Ministerio de Asuntos Religiosos, han sido todos víctimas del desenfreno del pueblo liberado, hundido de pronto en la confusión y la anarquía y de la indiferencia de los libertadores, menos interesados en defender el patrimonio cultural de la humanidad que de proteger las riquezas petroleras y los bancos. Así se han esfumado, quizá para siempre, cientos de manuscritos amorosamente dibujados por los grandes calígrafos árabes para quienes la belleza de la escritura debía reflejar la belleza del contenido. Hemos perdido colecciones enteras de historias similares al Kalila y Dimna, que en el siglo X el célebre librero Ben al Nadim llamó «cuentos de la noche» porque no era aconsejable derrochar las horas del día en leer cosas triviales. Las crónicas y los documentos oficiales de los gobernadores otomano, archivados a lo largo de los años, han sido reducidos a cenizas como lo fueron los antiguos amos. En 1258, el ejército mongol entró en Bagdad; para poder cruzar el Tigris, echó al río el contenido de las ricas bibliotecas, formando puentes de papel y tiñendo el agua del color de la tinta: ahora, los pocos libros que sobrevivieron al ultraje también han desaparecido. La correspondencia de los intrépidos viajeros y cronistas medievales, cuya visión del mundo hubiese podido inofrma la nuestra, fue echada a las llamas; igualmente, los preciosos ejemplares de ciertas magníficas enciclopedias árabes, como el Amanecer para los ciegos nocturnos de Al Qalqashandi, estudioso egipcio del siglo XIV, que explicaba en uno de sus muchos tomo, con qué cuidado debe dibujarse cada uno de las letras del alfabeto «porque lo escrito es imperecedero».

Nuestra fe en la constancia de la palabra, como también nuestra obsesión por destruirla, son viejas como las primeras tablitas de arcilla. Preservar y transmitir los frutos de la memoria, aprender a través de la experiencia ajena, compartir el conocimiento del mundo y de nosotros mismos: éstos son algunos de los poderes (y peligros) que encierran los libros y algunas de las razones por las cuales los amamos y los tememos. A pesar de nuestra estupidez, los libros persisten y desde las cenizas, la palabra escrita sigue viva, como ya lo sabían nuestros antepasados hace miles y miles de años. El Código de Hamurabi, una colección de leyes y preceptos escritos en una oscura estela de piedra por un rey de Babilonia en el siglo XVIII antes de Cristo, termina con esta advertencia:

«Para evitar que los poderosos opriman a los ricos, para brindar justicia a las viudas y a los huérfanos, he tallado en esta piedra valiosas palabras. Si alguien se creyera suficientemente sabio como para poder mantener el orden en esta tierra, que preste atención a lo que aquí se halla escrito. Que el ciudadano injustamente perseguido pida que este código le sea leído. Así, a través de la lectura, conocerá sus derechos y, conociéndolos, su corazón encontrará la paz».

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Proyecto Litio: un ojo de la cara (video)

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En un video de 3,50 minutos filmado en Jujuy habla Joel Paredes, a quien las fuerzas de seguridad le arrancaron un ojo de un balazo mientras se manifestaba con miles de jujeños, en 2023. Aquella represión traza un hilo conductor entre la reforma (in) constitucional de Jujuy votada a espaldas del pueblo en 2023, y lo que pasó un año después a nivel nacional con la aprobación de la Ley Bases y la instauración del RIGI (Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones).

Pero Joel habla de otras cuestiones: su pasión por la música como sostén. El ensayo artístico que no se concretó aquella vez. Lo que le pasa cada día al mirarse al espejo. La búsqueda de derechos por los hijos, y por quienes están siendo raleados de las tierras. Y la idea de seguir adelante, explicada en pocas palabas: “El miedo para mí no existe”.

Proyecto Litio es una plataforma (litio.lavaca.org) que incluye un teaser de 22 minutos, un documental de casi una hora de duración que amplía el registro sobre las comunidades de la cuenca de las Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc, una de las siete maravillas naturales de Argentina, que a la par es zona de sequía y uno de los mayores reservorios de litio del mundo. 

Además hay piezas audiovisuales como la que presentamos aquí. La semana pasada fue Proyecto Litio: el paisaje territorial, animal y humano cuando el agua empieza a desaparecer.

Esos eslabones se enfocan en la vida en las comunidades, la economía, la represión y la escasez del agua en la zona.

Litio está compuesto también por las noticias, crónicas y reportajes que venimos realizando desde lavaca.org y que reunimos en esta plataforma.

Un proyecto del que podés formar parte, apoyando y compartiendo.

El video de 3,50 minutos

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Orgullo

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Texto de Claudia Acuña. Fotos de Juan Valeiro.

Es cortita y tiene el pelo petiso, al ras en la sien. La bandera se la anudó al cuello, le cubre la espalda y le sobra como para ir barriendo la vereda, salvo cuando el viento la agita. Se bajó del tren Sarmiento, ahí en Once. Viene desde Moreno, sola. Un hombre le grita algo y eso provoca que me ponga a caminar a su lado. Vamos juntas, le digo, pero se tiene que sacar los auriculares de las orejas para escucharme. Entiendo entonces que la cumbia fue lo que la protegió en todo el trayecto, que no fue fácil. Hace once años que trabaja en una fábrica de zapatillas. Este mes le suspendieron un día de producción, así que ahora es de lunes a jueves, de 6 de la mañana a cuatro de la tarde. Tiene suerte, dirá, de mantener ese empleo porque en su barrio todos cartonean y hasta la basura sufre la pobreza. Por suerte, también, juega al fútbol y eso le da la fuerza de encarar cada semana con torneos, encuentros y desafíos. Ella es buena jugando y buena organizando, así que se mantiene activa. La pelota la salvó de la tristeza, dirá, y con esa palabra define todo lo que la rodea en el cotidiano: chicos sin futuro, mujeres violentadas, persianas cerradas, madres agotadas, hombres quebrados. Ella, que se define lesbiana, tuvo un amor del cual abrazarse cuando comenzó a oscurecerse su barrio, pero la dejó hace apenas unas semanas. Tampoco ese trayecto fue fácil. Lloró mucho, dirá, porque los prejuicios lastiman y destrozan lazos. Hoy sus hermanas la animaron a que venga al centro, a alegrarse. Se calzó la bandera, la del arco iris, y con esa armadura más la cumbia, se atrevió a buscar lo difícil: la sonrisa.

Eso es Orgullo.

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Al llegar al Congreso se pierde entre una multitud que vende bebidas, banderas, tangas, choripán, fernet, imanes, aros, lo que sea. Entre los puestos y las lonas que cubren el asfalto en tres filas por toda Avenida de Mayo hasta la Plaza, pasea otra multitud, mucho más escasa que la de otros años, pero igualmente colorida, montada y maquillada. El gobierno de las selfies domina la fiesta mientras del escenario se anuncian los hashtag de la jornada. Hay micros convertidos en carrozas a fuerza de globos y música estridente. Y hay jóvenes muy jóvenes que, como la chica de Moreno, buscan sonreír sin miedo.

Eso es Orgullo.

Orgullo

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Sobre diagonal norte, casi rozando la esquina de Florida, desde el camión se agita un pañuelazo blanco, en honor a las Madres, con Taty Almeyda como abanderada. Frente a la embajada de Israel un grupo agita banderas palestinas mientras en las remeras negras proclaman “Nuestro orgullo no banca genocidios”. Son quizá las únicas manifestaciones políticas explícitas, a excepción de la foto de Cristina que decora banderas que se ofrecen por mil pesos y tampoco se compran, como todo lo mucho que se ofrece: se ve que no hay un mango, dirá la vendedora, resignada. Lo escaso, entonces, es lo que sobra porque falta.

Y no es Orgullo.

Orgullo

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Orgullo

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

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Cómo como 2: Cuando las marcas nos compran a nosotros

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(Escuchá el podcast completo: 7 minutos) Coca Cola, Nestlé, Danone & afines nos hacen confiar en ellas como confiaríamos en nuestra abuela, nos cuenta Soledad Barruti. autora de los  libros Malcomidos y Mala leche. En esta edición del podcast de lavaca, Soledad nos lleva a un paseíto por el infierno de cómo se produce, la cuestión de la comida de verdad, y la gran pregunta: ¿quiénes son los que realmente nos alimentan?

El podcast completo:

Cómo como 2: Cuando las marcas nos compran a nosotros

Con Sergio Ciancaglini y la edición de Mariano Randazzo.

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