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Esto qué es
Crónicas del Más Acá, por Carlos Melone.
En la esquina de Sarmiento y Carlos Pellegrini existe uno de los tantos lofts al aire libre que la europea CABA ofrece para cualquier turista en busca de adrenalina social. Unos colchones, unas cuantas frazadas, alguna silla de plástico, una reposera y un sillón de escritorio. Los habitantes del loft (cada vez que paso es un número distinto) son en general jóvenes (ellas y ellos), no están vestidos como los que caen al sumidero, y siempre que paso me toca verlos conversar animadamente y reírse.
Reírse con alegría, sin aspavientos ni ayudas externas, aunque he visto circular alguna ginebra sin blasones aristocráticos.
Eso.
Reírse.
Los infaltables pichichos, posiblemente pulguientos, están en el medio, contentos, mimados, gorditos y con mantas sobre el lomo para abrigarlos. Ponerle mantas a un perro es como ponerle un traje de neoprene a un delfín, pero no deja de ser un gesto de cariño sin espectacularidades.
Como la mano tibia acomodando el cuello de una camisa o el beso suave en la frente afiebrada y temblorosa.
O mi viejo llevándome a cococho sobre sus hombros gigantescos.
Son los gestos que hacen que el viaje valga la pena.
Esos y la risa.
La Rural no me causa gracia ni me genera cariño y las emociones convocadas son de lo más oscuras. El vómito es limítrofe. No es repulsa intelectual y/o posicionamiento ideológico (que los tengo): se trata de una cuestión corporal.
¿Náusea sartreana?
El existencialismo sudamericano es un misterio.
Previo pago en ventanilla y observación privilegiada de la caída de fulano con su máquina fotográfica espectacular, con sordos ruidos de corceles y de acero y la mirada desolada del dueño juntando pedazos, entré.
Las caídas espectaculares me tientan de manera fatal. Trabajosamente conservé algún retazo de compostura.
Ya había saludado al toro y al caballito de bronce que coronan la entrada frente al Botánico y había refrescado que “cultivar el suelo es servir a la patria”, por lo que mi entraña se infló de patriotismo en distritos lejanos y plebeyos de mi anatomía, conmocionada por estar nuevamente en la casa de los Padres Fundadores de la Nación.
ArteBA presentaba su muestra en el salón de exposiciones. Arte especialmente dirigido hacia la pintura y la escultura y con la compañía de otros formatos de los que no tengo ni la más puta idea.
Me dolían los pies y la cintura porque me había hecho el pendejo en el gimnasio.
No está bueno contactarte con el arte si te duelen los pies. Es un dolor como el de cabeza o de muelas: la vida empieza a carecer de sentido y no hay paz posible que no sea morirse un rato.
Recién ingresado pasó ante mí una joven bien alimentada, enfundada en un traje plateado ajustado hasta la apnea y una máscara cubriendo sus ojos y parte de su rostro, caminando calculadamente con pasos largos y acompasados y las manos enlazadas por delante de su cuerpo en una posición… inclasificable.
La piba, chiquita de porte, caminaba sobre unos zapatos transparentes con una plataforma de 25 centímeros, por lo menos, y taco aguja. No tengo la menor idea si es arte, pero sí me pareció una hazaña. Se caía de esos zapatos y se mataba.
El arte trashumante es peligroso.
Una pequeña colmena la seguía, filmando y sacando fotos y algunos de babosos nomás.
Puestos tipo stands con… ¿cómo decirlo?… de todo. Una especie de La Salada Top donde, por ejemplo, en uno había una nariz enorme. Y un plato con agua y monedas.
Eso. Bastante de eso.
La fauna que transitaba el espacio no era pobre ni aunque se lo propusiera. Alguno cargaba con el mandato vanguardista de no bañarse. No ser comprendido por las costumbres burguesas es el camino a Katmandú.
Predominaba la sobriedad, aunque la extravagancia (que algunos llaman elegancia) estaba intensa en zona pelos y en zona pilchas.
Nada que asuste a un muerto, pero todo fashion feo.
Mientras caminaba disfrutando muy poquitas obras y preguntándome acerca de si todo es Arte o no (¡No!) recordaba a Marta Minujín declarando que es la Robin Hood del Arte.
La muerte de la metáfora.
Y de Robin Hood.
En un box al paso, una conferencia donde eran más los conferenciantes que el público; en otro, tirado en un costado oscuro, un flaco con un flequillo merecedor de fusilamiento, leyendo una proclama anti-global anticapitalista y anti algo más. El texto no estaba mal, pero leía como su flequillo: horrible.
Luego, la subasta de la obra de arte consecuente: una bandera donde el nombre de Google estaba alterado.
Eso.
El pibe que había leído ofreció 500 pesitos. No hubo más ofertas.
Qué emoción.
Miré para todos lados esperando a Leo García para que rompiera todo. Volví a cruzarme con La Chica Plateada que seguía sosteniéndose sobre los zapatos de altitud, invicta ante el baboseo cada vez más evidente y cada vez menos artístico de algunos ejemplares que la seguían.
En otro box me quedé mirando largamente tres sillones gastados rodeando una mesa ratona. No había nada más. Me dolía la cabeza y crujía mi neurona pensando en su significado.
Como una iluminación pensé que podían ser para sentarse.
Me dolían los pies cada vez más. El deseo desviaba mi interpretación y las Moiras me tendían una trampa.
No me animé.
Los dioses son unos jodidos.
Pensé en un papelón del que, a pesar de ser argentino, no podría volver.
Eso es mucho.
Una hora después, cuando me iba, vi a un robusto ejemplar humano drogándose con su celular, todo despatarrado en los sillones.
Además de ignorante del arte, soy un pelotudo cósmico.
Y el Cosmos, a veces, es un lugar inhóspito.
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