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Cuando un juego duele

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Un botín mal usado, un rival bien plantado, la ausencia de rebeldía. Causas y efectos de la derrota de Argentina frente a Croacia.

Por Ariel Scher desde Nizhny Novgorod

Cuando un juego duele

Foto: Sebastian Smok


EL FÚTBOL ES UN JUEGO que duele. Que no sólo duele, por supuesto, pero cuando duele logra doler de verdad.
Duele en donde más duele, que es en el corazón, en el alma, en las fibras, en las lágrimas para quien a veces siente la necesidad de las lágrimas fugaces pero intensas por el fútbol. Duele especialmente en los mundiales porque los mundiales son un sueño que se modela con los pies, con la historia, con las ganas, con los años, con la fe. Duele el fútbol como duele ahora, en Nizhny Novgorod, porque lo que duele es la Argentina, o la Selección Argentina, o esa expresión celeste y blanca cacheteada por Croacia con tres goles, con cien evidencias, con una, dos, mil señales de que el ansiado Mundial de Rusia que casi recién comienza se puede acabar dentro de nada para todo lo que es celeste y blanco.
Duele en donde más duele y por eso los y las argentinas que abandonan una cancha de la que no querrán acordarse putean más bajito o más fuerte, desparraman broncas junto al apellido de unos cuantos jugadores y del entrenador Jorge Sampaoli, enrollan banderas que quisieran desplegar. “Qué paliza”, admite una mujer que viajó desde España para ser testigo del Mundial con su familia. “Qué desastre”, abrevia un muchacho que camina más que despacio al lado de estandartes que llevan escritas palabras como Córdoba o como Temperley o que portan los colores de Talleres y de Belgrano, de Central y de Newell’s, de Racing y de Independiente, de Boca, de River y de muchísimos clubes argentinos más. “¿Qué hacemos ahora?”, interroga un señor de canas que, tanguero a la medida de sus canas, susurra, justo, la palabra “dolor” para sentenciar que lo que ha visto es “el dolor de ya no ser”. 
Duele eso, duele y cómo duele futbolísticamente, pero duele, además, en otro tipo de dolor, el dolor que deviene de lo conceptual, del pensamiento, de entender o de tratar de entender. Es un dolor casi peor. Es el dolor que provoca que la caída no es un azar, un agujero en un pared sólida, una mala suerte y nada más. El dolor más hondo, para quienes saborean al fútbol desde más sitios que el afecto, consiste en que Argentina provocó dolor desde su juego. Se puede empezar desde muchos sitios: la ausencia de una o de más de una idea desde la cual concebir qué hacer sobre el césped, la vulnerabilidad defensiva puesta de manifiesto en cuanto algo se desacomoda o en cuanto al rival se le enciende cierta chispa; la carencia de planes sustitutos por si se agotan los planes iniciales; la falta de reacción para ir a transformar la historia cuando la adversidad pega un golpe; la pérdida de inspiración, de creatividad, de sorpresa o de la construcción de condiciones que viabilizaran todo eso; la certeza notoria de que los otros -con menos o con más vuelo- son mejores no necesariamente porque posean una superioridad técnica manifiesta sino porque hacen las cosas mucho mejor.
Cuando un juego duele

Foto: Sebastian Smok (@sebasmok)


El dolor es un estado que obliga a buscar consuelos. Consuelos, pero no mentiras. Consuelo sería evaluar que una falla gigante de su arquero, Wilfredo Caballero, que entregó una pelota sencilla a los pies de Ante Radic para que este hiciera el primer gol a los 6 minutos del segundo tiempo, es la causa de todo. Es una causa, desde luego. Una causa potente, ni hablar. Una causa que desarmó un partido que hasta allí mostraba cautelas de idas y vuelta, un par de oportunidades de convertir desperdiciadas por lado y la incertidumbre sobre lo que vendría. Una causa que en competiciones de esta dimensión define demasiado y que define más en equipos sin estilo como la Selección de este tiempo. Eso. Eso, que es un montón. Pero que no deja de ser una causa entre muchas causas.
Dolor entre los dolores, hay un dolor de entendimiento más bravo que es el de la ausencia de rebelión. La causa central del naufragio argentino frente a Croacia residió en ese botín mal usado por el arquero, pero no justifica lo que siguió. ¿Por qué no surgió ninguna rebelión deportiva? ¿Por qué en ningún aire ruso fue posible aspirar el aroma de que el equipo iba por la hazaña, por la patriada, por la valentía? ¿Por qué Messi, el más capaz de todos, no encontró una manera, aunque sea una, para encender alguna luz que iluminara en el despeñadero de ese abismo de fútbol? Preguntarse por algunos dolores ayuda a comprender los dolores. Preguntarse por estos dolores, de momento, sólo contribuye a que todo duela más.
Cuando un juego duele

Foto: Sebastian Smok


Así que todo es dolor en las tribunas de un estadio que, paradójicamente, está pintado de celeste y blanco.  Ya casi no constituye una memoria el planteo inaugural de Argentina que, comparado con lo que expuesto frente a Islandia, fue más parecido a las búsquedas de Sampaoli en otros equipos, con una voluntad de presión mayor, con una apuesta a lo que Salvio o Acuña sumaran por los costados, pero con una fragilidad no resuelta cada vez que los croatas acertaban al mover la pelota de un lado al otro y con la profundidad como cuenta siempre pendiente. Ya casi no es ni un soplido el gol que no llegó a ser gol de Enzo Pérez debajo del arco y sin oposición. Ya casi no importa una primera pelota brava que Caballero desvió en el arranque. Ya casi no son más que estadísticas los ingresos sin gracia suprema de Higuaín, de Pavón o de Dybala, cartas de un mazo sin soluciones para una ofensiva invariablemente descascarada. Ya casi nadie dice que todavía una combinación de resultados complejos le puede conceder a Argentina oportunidad más de mantenerse en Rusia si Islandia tal cosa o si Nigeria, contrincante del martes, tal otra. Ya casi nadie, que es de fútbol y de Argentina, manifiesta más que dolor.
En Nizhny Novgorod, mirando al río Volga desde muy arriba, se erige un monumento dedicado al escritor Julio Verne y a su novela “Cinco semanas en globo”. Unos cuantos croatas, con legitimidad completa, brindan por las sonrisas que el fútbol les obsequia. A metros de ellos, apoyado contra el globo que es la belleza principal del monumento, un argentino enfoca a lo lejos la imagen del estadio en el que Argentina desflecó una porción ancha de sus sueños de Mundial. El argentino enfoca, también, a otro argentino. Lo enfoca, lo enfoca, lo enfoca. Lo enfoca y lo consulta un poco con los labios y un poco con las vísceras: “Decime, loco, te lo pregunto acá arriba, cerca de dios si es que hay un dios. ¿Cómo puede ser que duela tanto un partido?, ¿Cómo puede ser que el fútbol duela tanto?”
No hay respuestas ni habrá respuestas. Sólo, mientras dure, y dura feo, dolor, dolor, dolor.

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