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Flan y circo
Del Parakultural a la concentración del 21A, Pablo Marchetti escribe sobre Alfredo Casero como símbolo de la patria opinadora e indignada que supimos conseguir. “A veces tiene destellos de aquella gloriosa gesta absurda y a contracorriente. Como el ´¡Quiero flan!´. Y otras invoca demonios, resucita muertos, empodera a los zombies. Como cuando se mete con las Abuelas de Plaza de Mayo y la ´manipulación´ de nietes restituides. También puede ser un sobrador machirulo antifeminista o un denostador serial de la militancia. Las redes, el hashtag, la tendencia. Todo eso llevó a Casero a concitar una atención enorme por parte de un público que no lo descubrió en los márgenes. Pero que lo sigue en primera, donde está jugando ahora, parado en una trinchera muy clara: la del oficialismo”. Leé el texto completo.

Alfredo Casero en la concentración del «21A» frente al Congreso.
Por Pablo Marchetti
Año 1991. Sábado a la 1 de la madrugada del domingo en el Parakultural “New Border” de Chacabuco 1072. Hace un rato terminaron de actuar Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese. La rompieron, nos dejaron sin aliento. “¿Qué hacemos?”, nos preguntamos con el grupo de gente con la que fui. Hay varieté en el Parakultural. Nos quedamos.
Arranca la varieté. Sube un tipo. Un gordo con un bombo. Se sienta y empieza a hablar sobre el bombo. Arranca carcajadas. No es un monólogo. O sí, pero se va al carajo. Parece que está improvisando. Es un delirio. No puedo parar de reírme.
Es grandioso. Me desarma. Como cuando vi a Los Melli o a Los Macocos por primera vez. Con esa misma intensidad, con ese nivel de delirio absoluto. Pero con mayor margen de improvisación.
No tenía idea de quién era ese demente. Pero la descosió. Hoy la única persona que se me ocurre que puede hacer algo parecido es Gustavo Sala. Que es un genio improvisador.
Así de grande fue mi fascinación por este tipo que no tenía idea de quién era. Ese tipo era Alfredo Casero. Lo supe bastante tiempo después. En ese momento sólo me quedó grabada su imagen.
Un año después, cuando vi que empezaba un programa de televisión donde iba a estar ese tipo, aluciné. No podía creer que la tele le diera un espacio. Era como ver la varieté del Parakultural en la tele. Porque el programa, que se llamaba De la cabeza, increíblemente, era eso.
Tenía altibajos, claro. Como todo lo que se hace desde la experimentación. No tenía la uniformidad propia de lo que rige el medio. Era una anomalía absoluta. Era el triunfo de los márgenes.
Que se entienda: no existía YouTube ni Netflix. Sólo había películas en VHS. No es que podías ver fácilmente el Flying Circus. Aquello fue una bomba.
Casero formó parte de esa avanzada marginal hasta cierto momento. De la cabeza duró poco más de un año. Después vino Cha cha cha, su consagración, junto a Diego Capusotto, Fabio Alberti, Mex Urtizberea, Mariana Briski, Pablo Cedrón y Rodolfo Samsó.
El lugar que Casero, como cabeza visible de ese grupo, había fundado en la televisión lo continuó después de forma magistral un cuarteto: Diego Capusotto, Fabio Alberti, Pedro Saborido y Néstor Montalbano. Y finalmente lo llevó a la gloria Peter Capusotto, el monstruo bifronte de Saborido y Diego.
Mientras tanto, Casero tuvo otros momentos brillantes. Primero, en la música, con la Halibour Fiberglass Sereneiders (junto a Mex Urtizberea) y después como solista. Hasta tuvo un momento de masividad enorme con Casaerius.
El disco Casaerius tenía Shimauta, el hit de la Argentina post 2001. Y tenía también “Pizza conmigo” y “Mi combi”, hitazos de Casero, y versiones de temas de Sandro y Charles Aznavour. Todo con gran producción de Juan Blas Caballero.
Con ese disco, Casero viajó a Japón, vendió muchísimos ejemplares, recibió varios premios Gardel y hasta se dio el lujo de rechazar el de artista revelación. “Es mi tercer disco, no me pueden dar este premio”, se quejó. Chapêaux.
También se consagró como un gran actor de comedia y drama en unitarios y películas muy taquilleras, populares pero “bien hechas”. Fue un actor que trabajó mucho en las producciones de Pol-K.
Como Francella en su momento, logró salir de la comedia a la que estaba asociado y convertirse en un actor “serio”. Eso sí, nunca protagónico. Hasta ahora. Quién sabe qué puede pasar ahora.
Casero siempre fue un tipo muy inquieto. Delirante y experimental: hizo películas que no se estrenaron o se exhibieron poco; siguió haciendo música; escribió libros; fundó “experimendos”.
Hizo de todo, en el límite entre el artista interdisciplinario y el buscavidas. ¿O no es lo mismo? Así iba, a la deriva loca, cuando descubrió un filón: el de opinador anti K.
Pronto el músico talentoso, el actor, el creador, se volvió un panelista premium. En teatro pasó a hacer algo parecido a lo del comienzo en el Parakultural. Pero ya no hablando del bombo, sino de “Porota”, tal su apodo para Cristina Fernández de Kirchner.
Casero se transformó en lo mismo que dice criticar. Su capital pasó a ser su opinión. Diego Capusotto y Pedro Saborido son peronistas y kirchneristas y cada tanto hacen declaraciones políticas. Pero lo que importa es el programa que hacen, los personajes, el hecho artístico.
El hecho artístico de Casero es esa versión berreta aunque levemente contracultural de la patria opinadora e indignada que supimos conseguir.
Casero pasó a ser lo mismo que un panelista de 678, aunque con discurso contrario. La misma pasión, la misma retórica encendida, la misma energía para deschavar verdades del adversario, como para defender y/o barrer bajo la alfombra los errores. Y, llegado el caso, defender lo indefendible y justificar lo injustificable.
La diferencia es que, acorde a la trinchera que le tocó en el balotaje, reniega de la épica militante. Y trata de mostrar una cáscara de librepensador. No es el Estado quien lo financia, sino su propio trabajo. Como si lo otro no fuera trabajo. Como si no fuera el Estado, finalmente, quien financia esos canales.
La libertad de cajas disfrazada de libertad de expresión es lo que pone a funcionar la nueva usina Casero. Una usina que ya no es marginal y psicodélica, sino masiva y lineal.
Las redes, el hashtag, la tendencia. Todo eso llevó a Casero a concitar una atención enorme por parte de un público que no lo descubrió en los márgenes. Pero que lo sigue en primera, donde está jugando ahora.
Casero es un personaje popular, amado y odiado por igual. Como Jorge Lanata. Que viene de cierta progresía. O de haber sido admirado por cierta progresía. Una progresía que ahora se siente traicionada.
La progresía odia a Casero.
Casero dice cosas que irrita a ese progresismo. En principio, al kirchnerismo: Cristina chorra, devuelvan la plata, no somos boludos, las bóvedas, los cuadernos. Es como un Majul sin freno. Como un Lanata más surreal. Como un Baby Etchecopar con rock.
A veces tiene destellos de aquella gloriosa gesta absurda y a contracorriente. Como el “¡Quiero flan!”. Y otras invoca demonios, resucita muertos, empodera a los zombies. Como cuando se mete con las Abuelas de Plaza de Mayo y la “manipulación” de nietes restituides.
También puede ser un sobrador machirulo antifeminista (de esos que dicen “feminazis”, puaj) o un denostador serial de la militancia. Un honestista serial y sesgadísimo.
Casero tiene, además, un gran dominio del tiempo mediático dentro del discurso balotaje al que adscribe. Y genera magnetismo: más allá de amarlo u odiarlo, terminamos hablando de él.
Casero sabe cómo somos. Porque es parte de eso que somos, pero de una manera más intensa, más egocéntrica.
Es hora de admitirlo: somos unes egocéntriques. Egocéntricas y egocéntricos. Pero sobre todo egocéntricos, los chabones.
Las redes sociales se hicieron para demostrar que nos encanta mostrarnos. Que alucinamos viéndonos belles e inteligentes. O protagonizando grandes gestas.
Nos encanta argumentar, nos encanta librar batallas dialécticas en una red social. Y como el mundo de las ideas tiene un sistema que funciona de modo binario, lo que garpa es formar parte de la mayoría.
No es una mayoría: en un sistema binario las mayorías son dos. El sistema de las ideas o de los medios funciona del mismo modo que funciona el sistema político.
Lo que tenemos, entonces, no es una grieta: es un balotaje.
Hay una socialdemocracia no peronista; hay grupos del “campo popular” o “nacionales y populares” no PJ; hay una izquierda troskista; hay alguna que otra anomalía como partidos provinciales o locales. Pero la final siempre es entre les mismes.
El balotaje político siempre es entre Cambiemos y el PJ en todas sus variantes. Y el balotaje cultural es entre kirchnerismo y macrismo. El resto son equipos chicos.
Alfredo Casero tiene muy claro cuál es el partido que se está jugando. El grande. El de ser tendencia. El hashtag. La mención. El del balotaje, parado en una trinchera muy clara: la del oficialismo.
El balotaje debería ser una excepción. Una situación especial en la que nos vemos en la obligación de elegir. Y está bien saber cómo actuaríamos en esa supuesta contingencia. Pero la vida transcurre, mientras tanto, en otras elecciones.
Estaría bueno que hagamos esas elecciones independientemente del balotaje. Probar ser minoría, cuestionar, tomar nuevos rumbos. Interpelar al público, molestar. Total, la vida nos lleva siempre sola al balotaje. Un balotaje que siempre llega.
Casero dejó de experimentar, de optar por la dificultad. Ahora toma el camino sencillo, fuerza el balotaje, crea una trinchera y agiganta al enemigo, a un único enemigo. Se muestra vencedor, flaco, sobreviviente. Y a nosotros nos duele por lo que dice y por quién es. Pero el problema, en realidad, no es ese.
Lo que duele es eso en que tuvo que transformarse Alfredo Casero para volverse popular. Duele asumir que no son buenos tiempos para los hechos artísticos (o comunicacionales, o del pensamiento) con distintas capas de lectura.
Con la linealidad y tomando partido en el balotaje, Casero se vuelve tendencia. Y es tendencia porque aún quienes lo odiamos estamos alimentando su linealidad.
El problema de Casero no es su discurso sino lo que genera ese discurso. El público sobre el que hecha luz, a quien ese discurso interpela, las pasiones que ese discurso genera.
Un público que no tiene nada que ver con aquel público que llevó a que Casero fuera Casero. Porque ya no nos necesita, ahora que sabe por dónde va la cosa. ¿Por qué, entonces, nosotros deberíamos necesitarlo a él?
Formar parte de ese universo es el problema. Escribir sobre eso, analizar eso, lo inevitable de Casero para entender lo que pasa. Este texto es parte del problema. Me hago cargo. ¿Por qué estoy escribiendo sobre Casero? Me odio.
Tampoco es bueno caer en la tentación de pensar que desmentir en todo a Casero es la solución. Casero no miente tanto como parece. Lo que molesta es el recorte de la realidad. No es tanto aquello que Casero denosta, sino aquello que Casero defiende. Su ceguera con el oficialismo actual.
Lo malo es que tanto odio, tanta linealidad y tanta provocación ya nos sacaron las ganas de volver a ver esos momentos memorables de Cha cha cha. Lo malo es que la nueva payasada para infradotades nos sacaron las ganas de comer flan.
Eso es lo malo. Lo peor es que en este balotaje de flan y circo, sólo nos queda lugar para el circo. Y quién te dice, tal vez ni siquiera eso.
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Nota
Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
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