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El peor pecado
Juan Carlos García y Carla Morales fueron violadxs por el ex cura Emilio Lamas en Rosario de Lerma, Salta, cuando eran niñxs. Ambas denuncias confluyeron este año y motivaron una revolución en el pueblo que provocó la detención de Lamas y una conversación histórica con el arzbobispo de la provincia, que aquí reproducimos. Por Claudia Acuña.
Es la única provincia argentina en la que una madre tuvo que llegar hasta la Corte Suprema para lograr que en la escuela pública no obliguen a su hija a rezar, pero también la única en la que se siguen realizando los Martes Verdes para gritar frente a legislatura “Aborto legal”, en una ceremonia encabezada por una adolescente con nombre que parece una fantasía: Milagro.
Es también la que acuñó el término “ideología de género” para descalificar el reclamo de justicia social que proclama el movimiento feminista, pero es también la única en la que en su ciudad capital puede leerse un graffiti dedicado al concejal antiderecho que inventó esa infamia: “Relajá el orto”, le aconseja.
Es, además, la que en la misma semana en la que, con un bautismo transmitido en directo por la tevé nacional, proclamó candidato a presidente al inefable diputado Alfredo Olmedo, nos regaló también el extraordinario momento de ver cómo se derrumbaba ese escenario, literalmente.
Salta es hermosa y cruel.
Es distopía y utopía, sin mezclas.
Y así, sacudiendo los sentidos, es también el lugar desde donde puede verse el horizonte del mañana, proyectado en sus sombras y en sus amaneceres.
En Salta nos habla la tierra, sin metáforas.
Nos revela nuestros fantasmas y esperanzas.
Nos dice qué es posible y qué es imposible, por insoportable.
Ahora mismo, en la plaza principal de una ciudad llamada Rosario de Lerma, se pueden ver el portal de su bella iglesia abierto de par en par. Hay dos camionetas con las letras que las identifican como de la Unidad Fiscal Federal cruzando el ingreso. Hay letrados, testigos, prensa. Y hay dos sobrevivientes del abuso sexual cometido por el párroco, hace insoportables 25 años.
Ahora mismo el fiscal está allanando esa iglesia.
Y la ciudad tiene el aliento congelado.
En el horizonte puede verse a una mujer anciana caminar lento, casi rengueando. Lleva rodete y vestido largo hasta los tobillos y está acompañada de otra mujer más joven que le ofrece su brazo de bastón. El pueblo todo la está mirando. Su lento andar demora el tiempo: se hace eterno como eterna ha sido la espera de su llegada. Finalmente, sube como puede los seis escalones de la iglesia y se frena frente al portal abierto, desde donde puede verse la imagen sagrada que corona el altar. Allí mira ahora. Y cae, haciendo sonar sus rodillas en el piso impecable. Abre los brazos en cruz. Grita sin miedo y con legítimo remordimiento:
-Señor, perdóname.
Lo que sigue es la crucifixión del silencio.
Todos saben allí que esa anciana era la portera de la iglesia en los tiempos del párroco Emilio Lamas, el cura violador que ahora está procesado y con arresto domiciliario, esperando esa condena que allí, en Rosario de Lerma, acaba de llegarle.
Encuentro con el diablo
El silencio comenzó en 1991, a pocos meses de la llegada de Lamas a la iglesia de Rosario de Lerma. Juan Carlos García tenía por entonces 14 años y una vocación definida: ser cura. Había aprendido a recitar la misa en latín y la Biblia entera para ganarse el respeto de tres párrocos que antecedieron a Lamas, quien aceptó que también fuera su monaguillo. También lo confesaba. De esas conversaciones sagradas, supone ahora Juan Carlos, obtuvo la información que lo llevó a elegirlo para que lo acompañe a celebrar la misa en las fiestas patronales de El Alfarcito, un paraje aislado en la Quebrada de El Toro, ubicado a 2.800 metros de altura y convertido en santuario. Juan Carlos reconstruye ahora ese viaje con la precisión de quien ha tenido que repetirlo tantas veces como sea necesario para que le crean. Le pregunto cuántas y responde: “Sólo en los últimos dos años, cien”.
No exagera.
“Como tenía que encargarme de la liturgia hablé con María Elena Prieto para que me acompañe. Ella era la soprano de la iglesia. Le dije también a otro chico para que lleve la cruz procesional. Armé un equipo de monaguillos y de santistas. Pero el cura no aceptó. Dijo que fuera solo porque no había lugar en la camioneta. Cuando llegó el día de viajar noto que estábamos solos. El viaje fue difícil porque me agarró la Puna: dolor de cabeza, vómitos, retorcijones de panza. Llegué débil al lugar donde nos recibió la familia Bautista, que nos esperaba con un guiso de chivo .Esa noticia me dio más para vomitar. Yo quería descansar. La madre de los Bautista propuso que repose en la pieza de la casa, y el cura les dijo que no: que me llevaran a la casa parroquial. Quedaba al final de un camino de tierra –que ahora está pavimentado- a un largo trecho; en la mitad había un arroyito, otro largo trecho, y ahí recién llegabas a la capilla. Al lado de la capilla había una piecita que era de barro y cardones: la casa parroquial. No había luz eléctrica: nos guiaban con una lámpara de mechero. Me dejan ahí y se van. Me quedo en plena oscuridad. Todo era oscuro en ese lugar. Me duerno y al rato escucho el ruido de la comitiva trayendo al padre. Cuando empieza a sacarse la sotana me empieza a hablar.
-¿Cómo estás?
-Estoy bien, le respondí
-Si te portás mal te voy a tirar las orejas.
Comienza con el juego de tirarme las orejas, recostarse en la cama, y ahí comenzó el hecho. Lo que recuerdo es que me desperté en el piso. Sentía miedo. El sacerdote no estaba. Salí y me lavé la cara con el agua del arroyito. Era helada. Apenitas me mojaba la cara, me sacaba las lagañas, me aplastaba el pelo, y me fui a la iglesia. Él estaba haciendo la misa. Lo único que recuerdo es a él levantando la hostia y a la gente arrodillada. Me mira y me voy. Apenas empiezo a caminar me encuentro con la directora de la escuela. Tenía ganas de contarle lo que pasó a alguien, pero no sabía qué decir. Justo ella me propone: ‘Los chicos están solos. ¿Te animás a darles catequesis?’ Y fui. Y ahí lo veo entrar. El cura había dejado la misa, preocupado por qué estaría hablando yo con la directora. Se asomó a ver qué estaba haciendo en el aula, vestido de misa y todo. Cuando escuchó que daba catequesis, se volvió a terminar la misa. Después fue la fiesta patronal. Los chicos llegaron a mitad de la procesión y yo, con túnica y todo, salí corriendo hasta la camioneta que los traía. Intenté contarles, pero ellos estaban ansiosos por sumarse a la procesión. En el regreso él quería que no vaya atrás, en la cabina de la camioneta, pero me rebelé. Se enfureció. En todo momento trató de que no tuviera con quien hablar. Cuando llegué a casa mi mamá me recibió y ahí me quebré y le conté. Ella no entendía. Era la primera vez que me iba de casa, que dormía en otro lado: no entendía nada. Lloramos los dos. Y fue difícil. Ella analfabeta, mujer golpeada, muchos factores sumaban a su debilidad frente a lo que me pasó. Desde entonces, psicológicamente yo estaba muy mal. Salía a las doce de la noche por las calles a buscar al diablo. Me caminaba hasta la finca Carabajal, que es a la salida del pueblo, y llegaba hasta al río buscándolo. ¿Por qué? Quería hablar con el diablo para preguntarle ¿por qué hacés tanto daño? Era muy fanático religoso, andaba con la Biblia bajo el brazo todo el día. Hasta que una de esas noches, deambulando por la parte más oscura del pueblo, en la zona de un lugar donde antes había corrales de vaca y ahora hay una cancha, dos chicos me empiezan a silbar y a insultarme. Perversidades. Me gritan ‘puto, marica’, todo eso. Me empiezan a seguir y tironeando, me llevan a la cancha. Lo que recuerdo es que me puse a hablar en latín. Ellos se asustaron. Pensaron que quería embrujarlos. No recuerdo bien cómo fue la secuencia, creo que a alguien le puse el cinto, pero fue un forcejeo y ellos sintieron que quería ahorcarlos o algo así. Ese hecho es el que me lleva a la justicia. Era menor de edad y la jueza ordena un informe. Cuando me recibe, me pregunta por qué hice eso, sabiendo que yo tenía una intachable vida en Rosario de Lerma. Y me quebré y le conté todo lo que me hizo Emilio. Llamó a mi padre pero él le dijo que no iba a hacer la denuncia. Era difícil. No son los mismos tiempos que ahora. Económicamente estábamos mal, nadie en la iglesia nos creía. Todos me trataban mal y eso me destruyó emocionalmente”.
¿En la iglesia todos lo supieron antes que la jueza?
Lo supieron en el momento. Es que yo explotaba emocionalmente. En dos oportunidades ellos estaban en plena misa cantando con la guitarra y entré y llorando grité “violador, violador”. La gente no sabía qué hacer. Otra vez entré y le grité en plena misa “me arruinaste la vida”. Psicológicamente estaba muy mal. Agarré todas las fotos y las rompí y las quemé, pensando que eso me iba a ayudar. Y nada. Cada vez estaba peor. Hasta que entré al mundo de los medios, de la radio, y eso me ayudó un poco.
¿Qué te permitió ahora hacer la denuncia?
En 2015 comenzó el proceso eclesiástico. La que denunció fue María Rosa y se constituyó el tribunal eclesial en el arzobispado de Salta. Después, se lo conté a mi amiga y me hizo conocer al abogado Segovia. Ella me animó.
Ella es Jimena Maidana, que elige presentarse como docente, militante del Partido Obrero y lesbiana, otro milagro salteño crecido en el claustro de Rosario de Lerma. No duda en relacionar esta denuncia con el escenario que abrió el debate por el aborto legal, porque “nos abrió el camino a pensar en la separación de la Iglesia y el Estado, aunque en este caso sirvió para deslegitimar la denuncia de Juan Carlos, acusándolo de estar alentada por las asesinas aborteras. Como no fue una batalla que finalmente resultara victoriosa, ha reforzado a la oposición y esto en Rosario de Lerma se siente más. Yo era militante de la iglesia y muy fervorosa. Todos los que alguna vez militamos en la iglesia somos los que queremos hacer algo por cambiar el mundo, nos interesa y nos conmueve luchar contra la injusticia. Hasta que llegás a la conclusión de que no estás en el lugar correcto. Hoy veo que es al contrario: la iglesia sostiene. También cambié con respecto a otra cosa: antes no veía la necesidad de visibilizar y luchar por los derechos sexuales y la diversidad, en cambio ahora entiendo que es algo que me interpela profundamente y con mi compañera Fer nos pusimos a la cabeza.
¿Por qué?
Porque es donde están golpeando los sectores fascistas de la sociedad y por eso mismo más que nunca tengo que salir así, con todo lo que me identifica -militante, profesora, lesbiana- a defender nuestra posición en la sociedad y nuestros derechos. Antes no veía la importancia, pero ahora es clave: pasa por ahí.
La violación
Carla Morales leyó en el Facebook de su hermano un mensaje: “Te quise ir a buscar para cagarte a trompadas, pero me di cuenta que no servía para nada. El tiempo hizo que te llegue tu condena”. Entendió inmediatamente que estaba hablando de su violador, Emilio Lamas.
Carla es una de las cinco hijas de los Morales y una de las tres travestis de la familia. Su madre se enteró de la violación recién cuando ella se enteró que a ella también la habían violado. Fue en 2007, cuando leyó testimonios de sobrevivientes de abuso. “Ahí pude poner en palabras lo que me había hecho Lamas”. Fue cuando tenía 13 años. Sucedió dos años después de la violación de Juan Carlos y el silencio que selló la impunidad de un caso selló la suerte del otro. También se había confesado con el cura abusador y también le había confesado sus “pecados”. Fantasías de un niñe que se siente diferente, pero que a esa edad no tiene más que sentimientos y sensaciones. Los juicios morales le llegaron por boca de su violador. “Fue en la sala de Acción Católica, que queda al costado del atrio”. Allí está ahora el fiscal para realizar la “inspección ocular” y confrontar el testimonio de Carla con el escenario: por ahí entró, ahí se sacó la sotana, allá me hizo sentar arriba de él y ahí me penetró. Esas palabras dichas en ese lugar congelan el alma.
Fue su madre la que irrumpió en la conferencia de prensa que un martes organizó Juan Carlos. Sin llantos, anunció: “A mi hija también la violó”. Carla estaba en Buenos Aires cuando la llamaron para contarle que su madre había, al fin, hablado. Le contaron también que cuando le preguntaron por qué Carla no había hecho la denuncia antes, respondió: “Porque mi hija me estaba esperando”. Y así fue. La esperó. Recién cuando la madre pudo hablar, su hija Carla habló: “Mi madre fue abusada de niña y entiendo que se refugió en la iglesia como un lugar donde sanarse. Es la mano derecha del cura de otra parroquia y su fe la hizo ir a declarar al tribunal eclesial hace un año. Fuimos juntas. Hubiese sido muy reparador para ella que se hiciera allí justicia, pero no pasó nada. No nos dieron ningún indicio de que el trámite avanzara. Hasta que salió Juan Carlos a hablar a los medios. Ahí ella sintió que no podía dejarlo solo, porque estaba diciendo la verdad que todos en ese pueblo sabían y callaban. Viajé entonces a Salta para formalizar la denuncia ante la justicia. Y esa semana arrestaron a Emilio”.
Luis Segovia es ahora el abogado de Juan Carlos y de Carla. Desde ese horizonte nos hace ver claramente el camino: “No son hechos aislados porque esto sucede en esta institución que está en todo el mundo y funciona de la misma manera en todos lados. Las responsabilidades individuales están, pero también las institucionales, sobre todo cuando las víctimas acuden primero a la institución a buscar justicia y la iglesia católica aplica métodos que no respetan los derechos humanos. Revictimizan: no buscan justicia sino sancionar a la víctima. Eso es un gran delito.
Sacando a la luz la responsabilidad de la iglesia es que vamos a colaborar con el cambio de una política criminal hacia los casos de abuso. Este año se sancionó que los delitos cometidos contra los niños sean de acción pública. Eso no pasaba en los tiempos de Juan Carlos porque Argentina estaba violando los tratados internacionales que buscan por todos los medios que se respeten los derechos de los niños y sobre todo, protegerlos de los abusos. En el caso de la iglesia lo que hay que lograr es que tenga la obligación de denunciar estos casos, y no que los trate con un procedimiento paralelo, que se termina convirtiendo en un acto de encubrimiento y entorpecimiento de la labor de la justicia. La experiencia que han seguido otros países, como Estados Unidos, es que le han prohibido que apliquen el Derecho canónico en casos de abusos sexuales. Por eso nosotros estamos en un país que tiene que llegar a la madurez de pensar qué medidas se van a tomar en estos casos. Nosotros, como Estado, ¿le vamos a permitir que lo sigan haciendo? Ese es el debate en casos de abusos. Tenemos que avanzar hasta ahí, hasta que se cuestione que las violaciones y abusos dentro de la Iglesia no puedan ser juzgados por la propia Iglesia”.
Conversación en la Catedral
En la Catedral de Salta, el viernes 3 de noviembre a las cinco de la tarde, el arzobispo Mario Cargnello aceptó recibir a Juan Carlos y a Carla. Tuvieron que pasar casi 25 años de aquel abuso que todos silenciaron para que se concrete esta reunión histórica en muchos sentidos. Es la primera vez que una alta autoridad eclesiástica acepta conversar con dos víctimas de abuso y pedirles perdón. También es la primera vez que un arzobispo conversa con una travesti. Los temas: la educación sexual integral, el Matrimonio Igualitario, la niñez trans, las leyes de la naturaleza y de las construcciones culturales que explican o no la existencia de Dios. Para estas personas sobrevivientes de abusos el objetivo era el mismo: verdad, justicia y poner un freno a los discursos que fomentan el odio. Lo que sigue es parte de la desgrabación textual de ese encuentro, cuya versión completa puede leerse en lavaca.org:
Mario Cargnello, Arzobispo de Salta: Lo primero que quiero decirles es que ustedes son la Iglesia tanto como nosotros. Lo que ustedes han sufrido, lo sufrimos nosotros. En esa perspectiva, los queremos escuchar.
Carla Morales: Es mucho tiempo esperando ser escuchados.
Arzobispo: ¿Desde hace mucho?
Carla: Desde 2006, y para mí eso dice mucho.
Arzobispo: ¿Por qué decís eso?
Carla: Porque siendo trans pertenezco a una comunidad muy vapuleada por la sociedad. La realidad es que las trans no somos nunca escuchadas.
Arzobispo: Vos ahora estás siendo escuchada.
Carla: Porque soy una privilegiada, porque tengo una mamá y un papá que me abrazaron a pesar de todo el prejuicio que hay sobre las personas trans, y porque pude formarme, pero más allá de mí no puedo dejar de sentir que hay una realidad: siendo trans no tenés una vida plena. Lo dicen las estadísticas y lo sé porque conocí a la comunidad travesti-trans y la realidad es que a los 12 y 15 años son expulsadas de sus hogares heterosexuales, del sistema educativo y del sistema de salud. Son niñas y niños trans los que son llevados así a ejercer la prostitución porque es lo único que les queda. Y eso significa que hay gente que consume esos cuerpos de niñes de 12, 14 y 15 años. Es gente adulta la que consume esos cuerpos. Esa es la realidad. Y también sé que esa realidad es la que hace que el promedio de vida de las personas trans sea de 32 años.
Arzobispo: Creo que es de 36
Carla: Es que va bajando a medida que se incrementa la violencia sobre esos cuerpos. Hay mucho odio.
Arzobispo: ¿Por qué decís eso?
Carla: Porque la situación de prostitución de una trans es tan violenta que es de muerte.
Arzobispo: ¿Cuántos años tenés vos?
Carla: 38
Arzobispo: Y tenés una vida que, al estar contenido…
Carla: Contenida.
Arzobispo: A ver: si el travesti no es varón ni es mujer, ¿por qué querés que te llamen “la” travesti?
Carla: Porque soy femenina. Mi construcción es femenina. ¿No me ves?
Arzobispo: Bueno: vos le imponés al otro que te vea femenina.
Carla: No lo estoy imponiendo. Es una elección.
Arzobispo: Yo no te digo nada. Yo te miro a vos.
Carla: ¿Y qué ves?
Arzobispo: No te miro como a una mujer.
Carla: ¿No?
Arzobispo: Será porque estoy condicionado porque sé que en tu origen eras varón, cuando eras chico, ¿no es cierto?
Carla: Es que nunca fui varón. Cuando fui chico fui una marica. Fui muy mariquita, muy visible. Y ahora tengo las herramientas para decir: abrazo a la mariquita que fui. Nunca fui un varón: no jugaba a la pelota ni hacía cosas que se le asignaban a los varones. Jugaba con muñecas, me ponía el toallón para que me haga de pelo y las sábanas como túnica. Jugaba con eso. Nunca fui un varón. Desde mi infancia fui una mariquita.
Arzobispo: Pero escuchame: cuando ibas a la escuela, ibas vestido de varón.
Carla: Era un disfraz: no era lo que yo quería ponerme.
Arzobispo: ¿No estarás viendo lo que te pasó cuando eras chico desde ahora?
Carla: Es porque lo estoy viendo desde ahora es que lo puedo analizar. Mirá: hay un libro que se llama Yo nena, yo princesa que tenés que leer.Es la historia de Lulú. Ahí habla cómo el sistema heterosexual violenta las infancias trans. Lulú tenía 4 años cuando empezó a denominarse así. Y yo también tenía esa edad, pero mi mamá lo resolvió con una negación. La mamá de Lulú no, pero desde la psicología le decían: no le permitas que se ponga tus remeras como vestidos.
Arzobispo: ¿Eso es el libro?
Carla: Eso es el libro. Y eso es la vida de la infancia trans. Yo ahora puedo decir que abrazo esa mariquita que fui…
Arzobispo: Pero cuando eras chico, ¿lo abrazabas como decís ahora o lo vivías naturalmente?
Carla: Lo vivía naturalmente, pero con todo el mundo diciéndome que tenía que ser hombre o mujer y yo, ¿cómo me salía de esa construcción binaria?
Arzobispo: Vos estás diciendo: abrazo lo que fui, pero en ese momento probablemente no lo vivías así. Eso lo decís mirando desde hoy, pero entre que eso que mira y este hoy hay mucha construcción que pasó desde esa edad a hoy y te lo hace ver de otra manera.
Carla: Porque ahora tengo las herramientas para verlo de esa forma.
Arzobispo: Pero son herramientas que te hacen ver lo que sos hoy, no lo que eras entonces. Lo que quiero decir es que no podés imponer a todos a que miren como vos. Si vos, cuando tenías la edad de un niño, te veías de una manera y tuviste sobre vos misma que elaborar todo esto y te costó años, entonces comprendé que el otro no entienda.
Carla: Está bien: eso lo comprendo. Pero una cosa es que a mi mamá le haya costado poder nombrarme como hija, aunque mucha gente que me conoció en aquella época me llamaba en femenino. Me decía ella. Entonces no es que yo proyecto.
Arzobispo: ¿Y a partir de qué edad te viste así?
Carla: Es que esto es una construcción. No es que yo de un día para el otro dije “soy travesti”: es la uña larga, es el pelo largo…
Arzobispo: No todo es construcción: ahí está el punto. No todo es construcción.
Carla: Yo construí mi identidad.
Arzobispo: Pero tu cuerpo sigue siendo tu cuerpo, que no es solo una construcción. Lo que vos físicamente podés armar tiene límites. Tu cuerpo sigue siendo un don.
Carla: Mi cuerpo es mío. Mi cuerpo es mi santuario.
Arzobispo: Tu cuerpo es santuario y también vehículo de comunicación. El cuerpo no puede ser mirado como una cosa que te encapsula, sino que te abre a la comunicación con los demás. Y en ese abrite a la comunicación con los demás también los otros pueden aceptar o no ciertas cosas que comunicás. Por eso: no todo es solo construcción personal. Y en eso… no es fácil. Para vos, porque sufrís; para el otro, que puede entender o no entender, no solo el problema de la identidad. Vos por ejemplo (a Juan Carlos), sabés lo que es tener un cuerpo gordo…
Juan Carlos: Claro que lo sé (se ríe).
Carla: Yo también lo sé porque es parte de lo mismo lo que determina que una persona gorda no pueda ser deseada.
Arzobispo: No lo planteo desde ahí. Lo que quiero decir es que hay patrones culturales. En los 50 la mujer bonita era la más robusta, por ejemplo, y después vinieron las flacas tipo Twiggy y después todo el problema de … ¿cómo se llama?
Carla: Anorexia. Bueno: todo eso que describe es una construcción.
Arzobispo: Sí, también son construcciones, pero vos fíjate que esas construcciones también crean conflicto en la relación con el otro. No es solo ¡Ah! La Iglesia.
Carla: No sólo, pero también. Porque si yo me tuve que exiliar de Salta, irme para poder ser lo que quiero ser, es porque no se discuten esas cosas. Yo no quiero ser un perro, pero cuando se debatía la ley de Matrimonio Igualitario lo escuché decir: “Bueno, ahora falta que se quieran casar con perros”. No me quiero casar con un perro. Me quiero casar con otra persona que me ama. Y no podía. Y casarme significaba tener derechos. Le pongo un ejemplo concreto: Bergara Leumann. Más de veinte años de pareja y cuando se murió, como no le reconocían derechos, la familia se quedó con la herencia que habían construido juntos. ¿Por qué le molesta a la Iglesia que una pareja tenga derechos?
Arzobispo: Es distinto. Eso es distinto.
Carla: Pero tiene que ver con derechos.
Arzobispo: No sólo tiene que ver con derechos. Tiene que ver con identidades, con el matrimonio, con la orientación…
Carla: El matrimonio es la herramienta que cuida mis derechos como cónyuge. Si no, soy una ciudadana de segunda. Hay gente que todavía está pidiendo la derogación de la Ley de identidad de género. Y esa no es gente que ama, es gente que odia.
Arzobispo: La culpa de todo eso no la tengo yo (se ríe).
Carla: Pero vos estás en un lugar de poder, tenés el poder de hablar con todos para que tengan un discurso de amor y no odiante.
Arzobispo: Pará, pará: para nosotros hay toda una discusión previa a la cuestión de la identidad sexual que es la que te acabo de decir: respetar el don de lo que Dios te ha dado.
Carla: ¿Por qué Dios si yo no creo en Dios? Que no me metan a mí a Dios si yo no creo.
Arzobispo: Pará: te estoy diciendo qué es lo que piensa la Iglesia. Nosotros tenemos el proyecto de ley natural que ustedes no terminan de aceptar porque todo lo entienden a partir de la idea de construcción, pero nosotros pensamos que hay cosas que están dadas por la naturaleza.
Carla: Entonces explíqueme la existencia de Dios con esa lógica. O explíqueme por qué se ponen a trabajar en contra de ciertas leyes y no se ponen a trabajar en contra de los curas violadores.
Arzobispo: Estamos trabajando en eso.
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