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Brotes verdes: Colectivo El Reciclador
Carlos Briganti comenzó en una terraza en Chacarita, y pronto contagió a cientos de personas que salieron a compostar, plantar y huertear por la ciudad. Así se armó este colectivo que pone las manos en la tierra en pleno cemento porteño, para mostrar cómo el verde le gana al gris y las ideas y la acción, al achanchamiento. La vereda como política y la teoría de mojarse los pies, para que no avance la derecha: cómo plantar-se para que florezca la vida, y salir del bajón. Por Lucas Pedulla.
Dicen que este mundo es horrible.
Y el adjetivo toma otras variables cuando se lo piensa desde la ciudad de la furia: irrespirable, invivible, insoportable, imposible. Es por eso que, en esta coyuntura de tercios, un estacionamiento repleto de vehículos frente al Hospital de Clínicas, de un color tan triste como el cemento, no presagia nada más que la reproducción de lo horrible.
Sin embargo, la dirección es aquí, Azcuénaga 951, Ciudad de Buenos Aires,donde se esconde una especie de baticueva de un color extraño: verde.
Alrededor hay personas humanas, y eso también llama la atención: no parecen atacar ni fumigar ese verde que brota de baldes y neumáticos recogidos de la calle.
Una persona se acerca, con sus jóvenes 60 años, y extiende la mano con un saludo cordial: es Carlos Briganti, aka El Reciclador Urbano, el fundador de este colectivo que hace crecer verde sobre un gris estacionamiento. Briganti enseña, hace años, cómo realizar huertas en espacios urbanos, aunque esa práctica es mucho más que esta simple descripción.
¿Dónde estamos?
Estamos en el mundo de lo posible. En el mundo ideal. Estamos en el medio de la ciudad, pero viviendo como queremos. A veces uno está en el medio de la ciudad pero viviendo como no quiere, o como puede. Se puede vivir en la ciudad rodeado de verde y se puede vivir en una ciudad distinta. Y aspirar a una ciudad distinta. Solo hay que animarse.
¿Nos animamos?
Política de la vereda
Carlos comenzó a sembrar plantas, talleres e ideas en una terraza de 60 metros cuadrados en Chacarita. Luego empezaron a conagiar al barrio: junto a alumnos iba a comedores y centros culturales con la “Acción Huerta Urbana”, donde enseñaban a desarrollar la huerta propia. También con “Frutos en la Ciudad”, y regalaban arbolitos de paltas, moras o níspero para que los vecinos plantaran en el espacio público. Y desarrollaban el “Club del Compostaje”, para que la gente pudiera compostar en la calle. “Veían la compostera como una cosa diabólica, que se iba a llenar de bichos”, recuerda. No pasó: hicieron 30 huertas en veredas con lo que llama pasivos ambientales, como tachos, bidones, neumáticos. “Es todo lo que tira la humanidad porque no sabe qué hacer con lo que el capitalismo produce y produce”, dice Briganti.
Lo que sí pasó: “Visibilizamos el alimento, el pasivo ambiental, la trama social y urbana. La posibilidad de reconstruir ese tejido que se había perdido. De salir a la vereda, de encontrarnos, de visitarnos, de buscar un punto en común. Tenemos más coincidencias que desavenencias. Cuando empezás a escarbar ves gente que quiere una ciudad más verde, más limpia, más eficiente, pero nadie hace nada. Cuando trabajás con un punto en común, y empezás a cambiar la lógica de la vereda, te encontrás con un montón de gente que piensa distinto, pero en ese punto piensa igual. Eso ya los hermana, los humaniza. Ese es el primer paso hacia un proyecto totalmente diferente: salir a la vereda”.
Fue un boom. Briganti comenzó a recibir cada vez más personas en sus cursos. No se cansaban, y seguían con ganas de activar cada vez más. Así nacía El Colectivo Reciclador. Fundaron la Escuela de Agroecología Urbana “La Margarita”, en homenaje a la mamá de Carlos: “Tenía una mano muy especial con las plantas y una sabiduría muy especial. De ella aprendí todo. Soy de origen campesino y la tierra siempre estaba abajo de mis uñas”. El crecimiento llevó la escuela hasta el barrio de Constitución, en Solís 1280, donde produjeron hortalizas en 300 neumáticos de la calle. Desde esta acción que algunos calificarían como “locura”, Carlos recibió la invitación de llevar la Escuela al Patio de Nutrición de la Facultad de Ciencias Médicas de la UBA. No dudó: “Acá es donde se corta el bacalao, porque acá están los futuros nutricionistas que pueden tener contacto con esa alimentación que ellos promueven. Y lo mejor: pueden ponerlo a practicar de forma directa, y entender la lógica de trabajar sin venenos en un país que es líder en aplicación”.
Lola Santos es una de ellas. Tiene 21 años, está en tercer año, milita en el centro de estudiantes de la carrera (VENI, que además gestiona el Bar Saludable, un espacio con alimentos sanos y a precio humano en este mismo patio), y es una de las docentes de la escuela. “Es un viaje de ida: vine una vez y no me quise ir más –sonríe–. Me abrió la cabeza en un criterio de formación, de pensar hacia dónde quiero ir yo como nutricionista”. Desde el centro consiguieron que la Escuela sea un voluntariado de Extensión Universitaria para proponer a más estudiantes que se sumen y adquieran estas herramientas prácticas.
¿Cómo se relaciona y cuánto rompe este saber con el que ves en la academia?
Es inseparable. No entiendo cómo no se relaciona más, cómo lo que vemos acá no está más metido en el contenido. También lo valoro un montón porque hay facultades en las que se da Nutrición y no tienen la capacidad de conexión con ese alimento que supuestamente prescribimos en favor de la salud de las personas. Me pasa con compañeros: capaz sabemos la composición química de un alimento, pero no reconocemos la planta, de dónde sale, y es una desconexión tremenda. No estamos sabiendo de dónde sale lo que consumimos, su proceso. Es plantear el alimento desde la producción hasta el consumo: nos involucra porque no es lo mismo un alimento con transgénicos a otro que cuida el ambiente en su producción. No es el alimento ya para tratar la enfermedad, sino para prevenirla, porque muchos problemas que tenemos ahora vienen de acá. Es súper clave.
La revolución somos nosotros
Al atravesar el patio, el Bar Saludable, y recorrer acelgas, remolachas, apios, puerros, perejiles (la planta, no los humanos), orégano, romero, papayas, bananos, higueras, paltas, mangos, limoneros, mandarinos, nísperos y moras, entre otras variedades que crecen en esta superficie de 370 metros cuadrados, otro grupo de personas humanas está terminando una clase. Todos los jueves de 10 a 13 el Colectivo realiza el Curso de Agroecología Urbana. Son seis encuentros consecutivos con mucha práctica y su componente teórico.
Sebastián Briganti, 36 años, hijo de Carlos, es el coordinador. “Conocemos cómo tener una huerta como la que vemos ahora en medio de la urbanidad, con las características de la urbanidad: no tenemos un suelo natural, tampoco acceso a determinadas semillas a partir de nuestra producción, y sí espacios reducidos. Balcones, veredas, patios, terrazas, pequeños patios internos son los lugares por los que la gente se acerca a preguntar”.
El paso a paso para ir a la práctica funciona como teaser del curso: “En principio, compostar. Antes, hacer la separación de origen de nuestros residuos: tener una fracción de basura o rechazo; otra de reciclables, con vidrio, papel, cartón, aluminio; y otra fracción de residuos orgánicos vegetales, que son yerba, café, té, frutas y verduras. Lo que consumimos todos los días, más de medio kilo por persona, indistintamente la dieta que tengamos o la preferencia de nuestra alimentación. Eso lo compostamos”.
Sigue: “Ese compost, que es materia orgánica, lo combinamos con una parte de minerales y microorganismos que utilizamos acá, lo que nos da un sustrato espectacular para estas plantas”.
Y sigue: “Después, conseguir semillas o plantines para hacer una germinación”.
Y termina en el aspecto más complejo: “Tiempo, paciencia y observación. Si tengo un suelo sano, a partir de un buen compost y de los preparados que pueda ir haciendo, la planta se va a desarrollar sanamente. Si empiezo a notar un desequilibrio o alguna plaga, puedo ver qué aplicar para contrarrestar ese efecto. Pero siempre partimos de que un buen suelo y sustrato genera condiciones de sanidad para el desarrollo de la planta. Por eso compostar es la base de todo, y más en esta urbanidad”.
¿Cómo se lleva la tríada tiempo-paciencia-observación en esta época?
Es la vida. El tiempo es circular. Solemos pensarlo cronológicamente, como pasado, presente y futuro, y a un pasado al que no podemos volver. En la agricultura pasa: pongo una semilla pensando en cómo esa planta desarrolla su gesto en el espacio, pensando en el futuro. Cuando llega ese momento de tener que sacar la planta, estoy construyendo este presente. Y esa circularidad permite entender lo que pasó para poder resignificarlo. Sobre todo, en estos tiempos políticos, pareciera que también es una cuestión cronológica, y que todo el tiempo el pasado vuelve. En la agricultura tenemos el tiempo de poder cambiarlo.
El colectivo está gestionando su figura legal como organización. Sebastián compara las construcciones colectivas con alguno de estos neumáticos que lo rodean con muchas plantas: “Mientras más diversidad haya, el espacio va a crecer y desarrollarse. Venimos chipeados, desde la escuela, en la competencia. Acá queremos que las experiencias se repliquen. Y que también sea la posibilidad de una fuente de trabajo”. Un ejemplo es Caro Farías, 25 años: conoció a Briganti a través de los posteos que veía en su celu, y decidió conocer la verdadera red social. Como Lola, no se fue más: “Trabajo en el equipo de mantenimiento, doy clases y soy mamá de un niño de 2 años. A veces lo traigo, para que aprenda. Acá estamos reconstruyendo un ecosistema que alguna vez existió. Nos enseña empatía. A ser creativos. Y a pensar: ¿cómo llevamos esto a otras dimensiones?”.
Hay periodistas, abogados, estudiantes, y también docentes como Melina Merkier: “La invitación pedagógica del colectivo es pensar más allá de cómo hacemos para que crezca zanahoria en mi balcón. Desde esos procesos vitales, es entender el cuidado de la vida, y la reproducción de la vida humana y no humana. Y cómo se vinculan”.
Allí Sebastián suma un aporte fundamental: “Lo más importante acá es la gente que riega, y es un esquema voluntario donde la gente se anota. Ahora estamos en el ejercicio de cómo hacer que las personas que colaboran vean lo que se está regando. Venir y observar. Ver las cosas muchas veces repetidamente permite agudizar la observación y comprender lo que pasa. Pero, en estas sociedades, las cosas cada vez son más fugaces, duran 30 segundos, y perdemos la capacidad de ver detenidamente las cosas y los procesos”.
Ver y escuchar este proceso es una inyección para salir del bajón, y Carlos lo sabe: sueña que esta experiencia se replique en cada espacio público, terraza, balcón, ministerio. También invita a hacer: hay gente que habla mucho pero no composta, dice, como máximo ejemplo. ¿Qué falta? “Falta arenga –dice Carlos, que sabe de contagios colectivos–. Yo voy a seguir hinchando con los pasivos ambientales y metiendo huerta en todos lados. Hay que salir de los guetos. El principio revolucionario es salir de ahí. La revolución somos nosotros: es una construcción social que se tiene que llevar en el corazón. Si se achancha, avanza la derecha. Mi frase de muletilla es: hay que mojarse las patas”.
Un buen eslogan para salir del bajón político. Y empezar a regar. ¿Nos animamos?
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