Mu203
Aeropuertos
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.

Hacer tiempo.
Perder tiempo.
Incluso matar el tiempo.
No parece un comienzo promisorio para una crónica que no va a sumergirse en especulaciones de carácter filosófico.
El día estaba soleado y cálido (lo cual no le importa a nadie, incluso a mí tampoco) y fui hacia el aeropuerto de Ezeiza a buscar a quien entonces era mi compañera. He transitado muy pocas veces ese aeropuerto y siempre ha sido en calidad de pasajero por lo que tanto la llegada como la partida fueron generalmente veloces y sin matices.
Llegué con una antelación exagerada: preví catástrofes de tránsito y no ocurrió ninguna, por lo que me sobraba tiempo.
Porque el tiempo también sobra…
¿Qué hace uno con el tiempo que sobra? ¿Lo mata? ¿Lo tira? ¿Lo guarda para después?
Mi carácter de forastero aeroportuario me hizo tardar un buen rato hasta embocar dónde estacionar: no es que estuviera oculto el asuntos sino mi condición de mamerto militante cuya capacidad de interpretar carteles tiene algunas lagunas. Tal vez océanos.
Una primera nota sobre el aeropuerto: está lleno de gente (empleados) amables y dispuestos a indicarte lo que sea.
Finalmente me ubiqué a más o menos 200 kilómetros de la zona de arribos, pero no me molesta caminar y además tenía tiempo.
Porque el tiempo puede tenerse… ¿Es propiedad privada?
Empecé a recorrer mirando mi paisaje preferido: la gente. Lo previsible se hizo evidente: una fauna variada, ningún pobre en los alrededores (o si estaban, los esconden), valijas de tamaños, cantidades, colores y formas que son un desafío para la imaginación, y la policía aeroportuaria por todos lados.
Policía elegante, bañada, bien peinada, en línea. Nada de rollos conurbánicos ni homenajes a la pizza.
Todas las instalaciones relucientes y amplias. Personal limpiando donde ya está limpio y las chicas que lo hacen, arregladitas “como pa’ ir de boda”, diría el Nano Joan Manuel Serrat.
No conozco Suiza, pero todo era muy suizo, no sé si me explico…
La estructura edilicia es alta, de un diseño ¿futurista? Debajo del gran tinglado hay un armazón muy vistoso de líneas curvas y mucho vidrio a los costados.
Luz natural y ambiente sano mientras los aviones queman caucho y combustible fósil que ni te cuento.
Pero en Suiza debe pasar lo mismo.
Tenía tiempo así que me puse a caminar nuevamente después de haber tomado un café tan caro como desabrido.
Tener el tiempo. ¿Dónde tiene uno el tiempo? Escucho sugerencias.
Mi rodilla izquierda susurra “aquí”.
Grandes pasillos, enorme cantidad de ventanillas para el check-in y el envío de equipaje, algunas vacías, desoladas y otras multitudinarias en ese serpenteo de postes con cintas que parece un juego de niños.
Comercios variados, coquetos, con clara actitud de saqueo en los precios y notoria preferencia de locales de comida.
Marc Augé hablaba de los No-Lugares: los aeropuertos entre los top ten.
Hay asepsia de quirófano, prolijidad bibliotecaria, funcionalidad al servicio del más salame.
Hablando del popular embutido, el que suscribe se dirigió a los baños sin encontrarlos. Pregunté entonces a uno de los cientos de gentes dispuestas a todo. Con una sonrisa que no adjetivaré, me señaló en primer lugar el logo de baño arriba de mi cabeza y luego el enorme cartel que decía “baño” a mi lado.
Intenté mantener algo de la dignidad perdida pero no lo logré.
El baño es una suite. Espectacular.
Un caballero se encontraba dentro de un habitáculo dedicado a procedimientos mayores. El fulano emitía sonoras expresiones de alivio y satisfacción que, pensadas en otro contexto, darían lugar a pensar en una entusiasta orgía.
Hay gente que no se priva de nada.
Después de unas vueltas y de la escucha polifónica de idiomas agregué a mi observación que alguna gente viaja vestida como para ir a una celebración en una embajada y otras como si regresaran de diez días de camping libre.
A la hora de arribo del vuelo, me acerqué a las puertas donde salen los pasajeros.
Empezaron a llegar. Una pareja joven venía con un bebé en brazos de su mamá y un pequeño de unos 4/5 años arreado por su papá. El niño gritaba como si lo estuvieran acuchillando y quería ir a no sé dónde pero no había duda de que sus papás querían ir a otro lado.
La resistencia física y sonora era digna del aplauso o del cadalso. El papá parecía mantener la compostura trabajosamente mientras el pequeño, ya en plena crisis, hacía temblar el aeropuerto y a la sociedad occidental y cristiana.
La mamá miraba fijamente la puja donde el papá estaba siendo derrotado en toda la línea.
Con un gesto que me pareció “todo lo tengo que hacer yo”, la mamá se acercó al pequeño endemoniado, le dijo “basta” con una mirada que me dio miedo, y lo agarró con firmeza (sin sacudirlo) de un brazo.
Mágicamente todo terminó.
La envidia que sentí con ese ejercicio de autoridad…
Continuaron llegando personas y allí me di cuenta de que es algo más que un No-Lugar. Los abrazos, los besos y los llantos de los encuentros y re encuentros me parecieron extraordinarios.
Hay algo ahí.
Hay algo que puede salvar a este mundo de mierda…
Ganaban por goleada la emotividad de los encuentros madre e hija/o. Abrazos apretados y larguísimos, besos repetidos y un no querer soltar.
Hay una película que ya tiene más de 20 años cuyo título en inglés es Love Actually y que en estas pampas se conoció como Realmente Amor (un elenco de la hostia) donde el director se inspiró en las escenas de encuentros en aeropuertos.
Bueno, así.
Hay algo ahí.
En esos abrazos y en esas miradas y en esas lágrimas hay algo del tiempo que se rompe.
Porque el tiempo se puede romper.
Pero también hay algo del zurcido del tiempo, de la ausencia en el tiempo, de la trama que busca reconstituirse.
¿Serán así los suizos, además de estafar con el secreto bancario y hacer unos chocolates maravillosos?
Se me hace que no.
Que son abrazos latinoamericanos, aunque la película que nombré me estaría desmintiendo.
Qué sé yo.
Hay algo ahí.
Tiempo roto.
Tiempo recuperado.
Tiempo sin tiempo.
Pero nunca se sabe.
Nunca.

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