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La maldición del ceviche
El fin del sueño mundialista de Perú, desde un restorán peruano de Once.
Por Giansandro Merli
Afuera, sobre la calle Rivadavia los autos siguen fluyendo, en plaza Miserere hay un par de hombres leyendo el evangelio con micrófono y altavoces, y arriba de un árbol un obrero poda las ramas. Adentro, a las 11:45 el restorán está casi vacío, pero quince minutos después habrá que pelear por una mesa. Llegan cámaras de una emisora latina, y muchos hinchas blanco-rojos y varios curiosos. Estamos en el restorán peruano La Conga, en el aleph de Once. La efusión tiene su argumento: juega Perú-Francia, por la segunda fecha del grupo C del Mundial de Rusia 2018. Si pierde, Perú se queda afuera.
Al acercarse el pitazo inicial la atmosfera se calienta. Desde hace meses que mozos y mozas llevan las remeras de la selección nacional: muchos el 9 de Guerrero y otros, el 18 de Carrillo. Hace también mucho tiempo una mujer vende chucherías de Perú frente a la puerta. Ahora, por negocio o por pasión, la vendedora entra: lleva una peluca blanca con cresta roja, un tatuaje lavable de la remera nacional en la mejilla derecha, la bandera de Argentina en la mano derecha y de nuevo la de Perú en la izquierda.
Un tipo con sombrero con los colores de Perú se mira en el celular y por el celular mira al entorno. Los hinchas llevan remeras, cara pintadas y gorras tipo bufón con campanillas. ¿Un deporte de hombres para hombres? Acá parece que no. Las mujeres son la mitad, quizá la mitad más una. No son acompañantes: hay mesas completamente femeninas.
En las paredes se mezclan guirnaldas blanco-azzuras y blanco-rojas. También se mezcla el olor de mundial con aquél del mar. Todo alrededor es una fiesta de pescado, carne, arroz y verdura. Los platos cruzan la sala de izquierda a derecha, ida y vuelta. Torres de ceviche, embarcaciones de chicharrón, tazones de leche de tigre, porciones familiares de pollo bien cocido salen de la cocina, atraviesan la sala por los brazos de los mozos-jugadores y llenan las mesas de los hinchas-devoradores.
De entrada pedimos un arroz chaufa con camarones, huevos y verdura, y un litro de jugo de maracuyá helado. El plato es exquisito y llega acompañado por dos tipos de mayonesa casera: una blanca y dulce, otra verde y picante. Todo es de dimensiones impresionantes.
La tensión en el restaurante sube rapidámente. Los peruanos llevan 36 años esperando jugar un mundial. Es la quinta vez que el equipo participa al campeonato del mundo: las precedentes fueron en 1958, 1970, 1978 y 1982. Son muchos meses que en la capital porteña se ven banderas y remeras del país hermano.
Hubo hasta una movilización en la calle, un “banderazo” convocado en plaza Once el 20 mayo para bancar el pedido de readmisión de Paolo Guerrero, ídolo de los hinchas descalificado por la FIFA por el hallazgo en su orina de benzoilecgonina. La sustancia es producida por el hígado en contacto con la cocaína, pero el jugador argumentó que solo había tomado un mate de coca. Al final, la FIFA le dio razón.
“De Perú en el Mundial había escuchado hablar sólo cuando era muy chico. Esperé todos estos años. Llevo días sin poder ni tragar saliva por lo tenso que estoy”, me dijo ayer un amigo peruano que con 24 horas de anticipación alardeaba la remera de la selección. Acá en cambio, mientras el partido sigue, nos estamos tragando porciones del océano atlántico y hectáreas de granjas.
Mientras tanto, en la cancha los once peruanos empiezan atacando. La hinchada está cargada. Cada vez que el número 18, Carrillo, baja rápido en el lado derecho la gente se levanta de las mesas y grita cada pase como fuera una acción peligrosa. No genera peligro Perú, pero juega bien. No menos bien que Francia. También había jugado brillantemente la primera con Dinamarca, pero perdió cero a uno.
Los mozos andan por la sala mirando arriba el partido. Cuando la gente hace los pedidos asienten con la cabeza, sin desconectar los ojos de la pantalla. “¡Vamos carajo!”, de una esquina de La Conga se levanta una incitación que tiene como objetivo superar el Oceano, Europa y llegar a Rusia.
En el minuto 13 y en el 15 corren por La Conga dos escalofríos. Los hinchas se agitan. Francia está al frente. En el minuto 29 Perú se hace peligroso. Es el sumum de la expectativa, el punto más alto de la emoción. Hay gente que grita con las rabas en la boca, gente que se levanta sin quitar las papas fritas del tenedor, otros que ya no saben si mirar el plato o la pantalla. Hay apetito y entusiasmo.
¿Qué puede ser mejor que mirar un partido del Mundial? Mirar un partido del Mundial con un plato de comida peruano adelante.
El problema es que en el minuto 34, el francés Kylian Mpabbé Lottin la mete dentro. Así, un fantasma de tristeza se adueña de las caras. Algunos dejan de comer por varios segundos. El golpe en el éstomago es duro.
Rapidamente, el restaurante vuelve a su ritmo. Cuchillos y tenedores empiezan otra vez a trabajar en los platos y entre las mesas y las bocas. El transporte de comida se recupera: transatláticos de calamares fritos, lanchas de sopas de pollo, camiones de arroz chaufa se agitan en la sala.
Se acaba el primer tiempo. Pedimos otro plato. Chicharrón mixto. Nos traen una bandeja de rabas, pulpos, filetes de pescado estrictamente fritos. Arriba de todo, una concha de mar. “La concha de tu…”, dice la mujer de la mesa de al lado, sentada con una amiga. Van cinco minutos del comienzo de la segunda mitad del partido y Aquino acaba de disparar un tirazo que pega en la esquina superior del palo.
Se sigue gritando cada vez que Perú se acerca al área. Muchas caras ya están veladas con preocupación. Mucha preocupación. El Mundial tan esperado, tan deseado por generaciones de peruanos podría acabarse en menos de media hora. Hasta ahora, sin la felicidad de poder gritar un gol.
Minuto 70. Un mozo hace como que está barrendo en la segunda sala para poder seguir mirando. Los cocineros ya salieron de la cocina y no paran de mirar la pantalla. La chica que está fregando platos es la más afortunada: tiene la televisión justo enfrente. Los chicos del delivery no quieren salir a entregar. Entre ellos hay uno, a lo mejor de Senegal, que lleva la camiseta de Messi. Mira la pantalla y mira la sala, que contiene la respiración.
El comentarista anuncia que quedan 15 minutos. Se escuchan suspiros. La señora de la mesa de al lado está llorando. Muchos son los ojos húmedos. “¡Vamos, carajo!”, gritan del fondo de la sala hacia el estadio central de Ekaterimburgo. Esta vez ya no es una incitación, sino un lamento. De la cocina pitan una trompeta y chillan “¡Perú!”. Pero casi nadie se anima.
Minuto 87. Tiro libre. Se prepara Paolo Guerrero. Bocas abiertas, cubiertos en el aire. Hasta que la pelota gire hay esperanza. “Tira Paolito”, dicen en la mesa de al lado. “Pedazo de…”, repiten dos segundos después, cuando el arquero rival ya aguantó la pelota.
El arbitro pita el final. Los mozos entregan la cuenta. La comida estaba deliciosa, pero la derrota será difícil de digerir.
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