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Sin final feliz

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Crónica desde del estadio de Kazán tras la eliminación. Messi, la defensa, Mbappé, los siete goles, Sampaoli y después. Lo que duele de la derrota Argentina y las preguntas que quedan para volver o no volver a empezar. 

Por Ariel Scher

El fútbol puede ser esa pelota última que, mala con Argentina, justa con un partido entero, se va de largo, se va para no regresar, se va para que Francia apriete los puños y las celebraciones, se va como se va ahora la Selección del Mundial de Rusia.
El fútbol puede ser todas esas otras pelotas, las que demostraron durante una hora y media que del otro lado juegan mejor, en lo colectivo y en lo individual, que fallan menos, que ganan bien.
En Kazán, una ciudad que se anotará como una decepción para los sueños deportivos que se entretejen entre La Quiaca y Ushuaia, los octavos de final de un Mundial en el que la Argentina se desplazó más tensa que calma, más cambiante que certera y más a tono con la realidad global de las canchas del país que con las expectativas que impone contar con un jugador extraordinario como Messi, se esfuman con la sensación de que lo que acaba de suceder duele porque el fútbol duele, pero que duele sin sorprender.
Lo reconocen los argentinos y las argentinas que abandonan las butacas rojas y blancas del estadio con la cara de aceptación que expone ese pibe que, cerca de una bandera de Aldosivi, sostuvo la ilusión hasta el final, y que se esparcen sobre las calles de un punto del planeta que nunca imaginaron pisar mientras putean sin volumen y sin daño como esa chica que vino hasta acá desde Australia para hacer fuerza celeste y blanca, y que se resignan con la dignidad de hincha vencido que portan uno, dos, diez, cien, mil, más de mil, que llegaron desde rincones diversos del país castigado para apoyar al equipo vestidos con la 10 en la espalda y con el apellido de Messi en algún lugar.
El fútbol puede ser una pelota que se rebeló y muchas otras que certifican que del otro lado hay más méritos. Cierto que Francia festeja la inscripción de su nombre en los cuartos de final del torneo porque, en el segundo tiempo, enhebró once minutos demoledores, contundentes, indetenibles, poblados de la audacia que a veces sus muchachos no sueltan, para convertir el segundo, el tercero y el cuarto de sus goles y descascarar las expectativas que, casi fuera de la secuencia del partido, Argentina se había edificado. Cierto que tres goles en once minutos, en un Mundial, son una evidencia más que alta de la calidad del que los consigue, pero también de la debilidad del que los recibe. Y Francia cristalizó en ese ratito feroz la suma de superioridades que había esbozado en la primera mitad y que, asombroso juego el fútbol, se habían maquillado en el resultado porque un zurdazo bello y largo de Di María funcionó como empate transitorio luego de que un penal bien ejecutado por Griezmann quebrara el cero.
A un cuarto de hora del imponente Kremlin de Kazán, rodeada de gente que saturó las carreteras y colmó los trenes que unen Moscú con esta región en la que el tártaro se escucha tanto como el ruso, la eliminación empieza a ser digerida como se digieren bocados que nadie hubiera elegido pero que difícilmente hubieran tenido un sabor más agradable. Dicen los que parten del estadio que para una o dos o tres generaciones es una pena que Messi, uno de los más grandes futbolistas de cualquier era, encadene cuatro mundiales sin ser campeón. Dicen los que en este instante meditan si seguir paseando por Rusia o si modifican la fecha de sus boletos de retorno que la Selección se despide con una imagen congruente con su desfile por este campeonato. El repertorio reconocible: la posesión de la pelota más como recurso para no ser atacada que para inaugurar el camino hacia la sonrisa, la fragilidad defensiva cuando la jerarquía o la precisión de los rivales articula el instante adecuado, la complejidad para aprovechar la categoría de Messi y marcar diferencias a favor de ese capital, los límites para transformar en aceleración el lento dominio de la pelota, la variedad de formaciones que probó el entrenador sin que ninguna aportara demasiado más que la anterior, la dignidad de los jugadores para hacer lo que más pudieron e inclusive quedar a una pelota de la igualdad en ese 3-4 que Francia cosechó con claridad.
Los que no olvidan que el fútbol vale la pena porque está vinculado con la belleza se sinceran, sin desteñir su celeste y blanco eterno, y asumen que Mbappé, el chiquito francés que encariñó a este partido con el arte, descosió lo previsible, danzó con eficacia, embocó dos goles y avisó en cada movimiento que, al menos esta vez, contra él no había nada que hacer. Rápida en sus transiciones de una punta a la otra del campo, convencida de que es posible construir goles tan veloces y tan geométricos como el cuarto de su cuenta, Francia se adueñó de la tarde calurosa de Kazán alrededor de ese crack, de una mediacancha hegemonizada por los notables Pogba y Kanté, y se asustó sólo en dos tramitos: la fugacidad del 2-1 argentino, en el inicio del complemento, porque un tiro de Messi se desvió en Mercado y la brevedad del cierre en la que el empecinamiento de los derrotados casi los saca de derrotados porque Agüero cabeceó a la red un centro impecable de Messi y porque la última pelota, esa última pelota que Di María tocó cuando desembarcaba en la cabeza de Fazio no encontró un final feliz para Argentina que no hubiera descripto lo que pasó.
De boca en boca y de tímpano en tímpano, lo que suena en Kazán seguro suena en muchas partes. Al cabo no es imprescindible respirar cerca de las playas de esta franja de Rusia para cerciorarse de que se desvanecen un Mundial y un partido capaces de transparentar más de una zona verdadera y profunda del fútbol de la Argentina. A partir de este momento y más allá de cualquier desencanto legítimo, habrá oportunidad de empeorar o de mejorar eso que se ha vuelto el fútbol en el país: otros, como Francia, andan con ciclos más consistentemente estructurados y con un grupo de jugadores de mayor capacidad en la cancha. Nunca es mala idea preguntarse por qué. Nunca es sencillo atreverse a plantear esa pregunta aunque no sea una mala idea. Nunca es conveniente que se apropien de semejante pregunta los oportunistas que suelen emerger en las jornadas frustrantes. Nunca es sencillo ser optimista, en el fútbol y en la Argentina, sobre las respuestas que brotarán a esa pregunta.
El fútbol puede ser una pelota, dos, cincuenta, las que los argentinos no lograron quitarle a los franceses, las que los franceses transformaron en gloria propia frente a los argentinos, las que fueron y las que van a venir. En Kazán, en Rusia, en la hora en la que la Argentina se quedó sin más horas de Mundial, el fútbol es siempre eso y también es la tristeza. La tristeza que será tristeza hasta que, como enseña el fútbol y como enseña la vida, todo vuelva a empezar.

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