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Todo lo que no sabemos del Fuero Contravencional: La ley de la calle

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El lector habitual de MU sabrá apreciar nuestro hábito: hemos publicado varias notas sobre cómo funciona la máquina de la justicia contravencional y sobre quién descarga su dedo acusatorio. Tantas fueron, que terminamos protagonizando un proceso en ese fuero. Aprendimos así las lecciones que compartimos en esta nota con nuestro lectores, convencidos de que –como dirían las abuelas– no hay mal que por bien no venga. En esta entrega, entonces, una nueva recorrida por los laberintos de este monstruo de utilidades extrañas: no sirve para prevenir Cromañón ni para perseguir redes de explotación sexual, pero es útil para perseguir vendedores de garrapiñadas y, por qué no, periodistas molestas.

por Claudia Acuña. Quédese quietito  y lea atentamente. Nada de mirar por la ventana o conversar con el de al lado. Preste atención y retenga cada palabra porque si no…
Mejor compórtese como corresponde y no se haga el vivo.
Responda a las consignas, que para eso están.
A ver, usted que sabe tanto, dígame:
¿De quién es la calle?
De todos, muy bien.
Pero en la Ciudad de Buenos Aires es del Código Contravencional.
Seguro que no tiene ni idea de qué significa y por eso ahora va a leerse sin chistar la definición que nos da el Gobierno de la Ciudad en su página web. Repita en voz alta lo que dice el gobierno para educar a los ciudadanos porteños:
“El Código Contravencional es la ley u ordenamiento jurídico que regula la convivencia de los vecinos”.
¿Entendió? La-con-vi-ven-cia-de-los ve-ci-nosss.
Así como en su edificio hay un consorcio que administra, regula y ordena los espacios comunes de los que viven allí, este Código hace lo mismo, pero en los espacios que tienen en común todos los porteños.
Fácil, ¿no?
Ahora bien: si usted no cumple con lo que ese Código dictamina, ¿qué pasa?
Exacto: comete una contravención.
Pero, ¿qué es una contravención?
No señor: no es un delito. De ninguna manera. Una contravención significa desobedecer una disposición. Se lo digo más clarito: es un acto de desobediencia. Usted es un contraventor cuando no acata una norma municipal, basada en lo que nuestros legisladores pensaron que era lo mejor para que convivamos, en orden y en paz, todos los vecinos de esta ciudad.
Imagínese: en la mismísima ciudad donde en las plazas se gritó “Que se vayan todos” y en cuyas veredas ardieron las cacerolas, fue necesario –apenas se aquietaron las tormentas– disponer de una herramienta capaz de restablecer el orden y castigar a los desordenados. Así lo entendieron los 31 legisladores que votaron este Código Contravencional, en su gran mayoría pertenecientes a las fuerzas del ahora electo Mauricio, que es Macri.
Y para hacer realidad su propósito, se ideó el Fuero Contravencional. Acá es donde la cosa se pone interesante.

El monstruo
El Fuero Contravencional no es cualquier cosa. Para empezar, se trata de lo que los especialistas llaman un “fuero acusatorio”. Es decir, quien acusa tiene todas las ventajas: inicia el proceso, investiga, toma declaraciones, dispone las medidas y conduce la causa hasta llevarla a juicio. Recién ahí, interviene el juez. Por supuesto, durante todo el trámite, el contraventor puede contar con la asistencia de un defensor –público o privado–, pero el espíritu del fuero alarga el dedo acusador tanto como lo jurídicamente correcto lo permite.
Vayamos a los números para que quede más claro:

El Fuero Contravencional tiene 31 fiscales y 21 defensores.
Las fiscalías, a su vez, cuentan con 53 funcionarios y las defensorías, con 10.
Esto da como resultado 84 vs. 31. Una goleada del dedo acusador.
Otro dato: en 2006 se labraron 27.529 actas, un promedio de 30 por día y por fiscal.
El último: en la práctica, el porcentaje de contravenciones que llegan a juicio es escaso. Y aun menor es la cifra de las condenas. La mayoría de los contraventores es invitada a aceptar su culpa, con un seductor argumento: sacarse el proceso de encima. Así el trámite –y no la sentencia– se convierte en la verdadera condena.

Tenemos entonces un cuerpo jurídico que podríamos dibujar de la siguiente manera: los largos brazos fiscales, las cortas patitas defensoras y los fofos glúteos de los jueces que esperan, obviamente, sentados. Para completar el cuadro, hace falta agregar un solo detalle: los ojos son de la Policía Federal.
¿Qué hace semejante monstruo regulando las pautas de convivencia de los vecinos de una ciudad?
Ni se le ocurra sacar la vista de esta página y se va a enterar.

Desobediente I: el solidario

Hecho: recital para recaudar alimentos para comedores comunitarios
Contraventor: Diego Abrego
Tiempo invertido en el proceso: catorce meses
Situación procesal: declarado culpable. En instancia de apelación

El 29 de abril de 2006 el Movimiento Metalero y la Agrupación Juvenil Desafío de la Asamblea de San Telmo convocaron a Plaza Constitución a cientos de fanáticos del heavy metal para homenajear a Osvaldo Civile, mítico guitarrista de la banda v8. El propósito del encuentro era solidario: se recaudaron 500 kilos de alimentos para los comedores del barrio.
Durante el recital, la policía se acercó al escenario y preguntó quién era el organizador. Diego Abrego, de la banda Exocet, dio la cara. “Me hicieron un acta y recién en julio me llegó la primera citación. Me acusaban de infringir el artículo 96 del Código Contravencional, que dice –en síntesis– que omitir recaudos de seguridad en un acto público es una contravención. Me negué a declarar”, cuenta. La causa se tramitó en la Fiscalía 4, impulsada por su cotitular, el fiscal Esteban Duacastella Arbizu.
En febrero de 2007 le llegó la segunda citación de la justicia para notificarlo de sus faltas: para el recital tendría que haber previsto baños químicos, un plan de contingencia con evacuación de siniestros, seguro civil para los presentes, médicos, bomberos, ambulancias, todo lo que no hubo en Cromañón. “Por segunda vez me negué a declarar y al toque fue la citación de juicio”, explica.
En el medio, desde el Paseo de la Resistencia se propusieron acciones como el Musicalazo, donde los músicos tocaban cuando cortaba el semáforo de Callao y Corrientes, en pleno centro, con carteles que denunciaban el proceso del que era víctima Diego. El boca a boca, los blogs y flogs fueron responsables de difundir por todo el país el caso. Además, se organizaron debates y se activó la discusión sobre la falta de lugares para tocar en la ciudad post Cromañón.
El día de la verdad fue el 12 de junio. Diego declaró por primera vez ante el fiscal Duacastella Arbizu y el juez Carlos Circo (cuesta no hacer bromas sobre este apellido): “Mi estrategia de defensa fue que la fiscalía probara que yo había organizado el recital, cosa que no pudo hacer. Después, se pasó a cuarto intermedio porque el fiscal acusador quería prescindir de la presencia de los testigos de calle”, recuerda.
El viernes siguiente declararon los testigos y –cuenta Diego– dejaron en evidencia que el procedimiento contravencional estuvo mal hecho: “Los policías presentaron la declaración de los testigos en la comisaría, pero según dijeron los testigos en el juicio, nunca habían estado ahí: se fueron a sus casas apenas terminó el recital”. Diego pidió la nulidad del proceso, pero se lo negaron. En cambio, el juez lo condenó.
“Me encontraron culpable no por contravenir el artículo 96, sino el 14, que culpa al que se hace responsable del acta de contravención, haya sido el organizador o no. Me condenaron a cinco días de prisión en suspenso o tres meses de tareas comunitarias, de 5 horas semanales. Ya presenté un recurso de apelación, así que la sentencia no quedó firme. Si me la rechazan voy a apelar en la Cámara Federal y si reboto ahí, voy a ir a la Corte Suprema. Y si tengo la negativa de todos, voy a cumplir la prisión efectiva para que quede en claro que no me arrepiento de haber hecho lo que hice”, afirma.

Desobediente II: el cafetero
Hecho: portar termos de café en la estación de tren
Contraventor: Gonzalo Quiña
Tiempo invertido en el proceso: tres meses y medio
Situación procesal: declarado inocente. En instancia de apelación.

El 21 de junio de 2006, en el andén 2 de Retiro, Línea Mitre, a las 7.50, personal de la Policía Federal labró un acta y secuestró cinco termos con café, 49 vasitos de plástico, un portavasos y una bolsa color marrón. La acusación la formuló el fiscal Gabriel Unrein, de la Fiscalía 9, y consistió en la siguiente contravención: vender café en un espacio público.
El expediente llevó el número c631/2005 y llegó rápidamente a juicio: el 8 de noviembre de 2006, el entonces juez Germán Garavano –hoy ascendido a fiscal general a propuesta de Mauricio, que es Macri– escuchó la defensa de Quiña: padre de 6 hijos, tenía una familia para mantener. El fiscal Unrein sacó otras cuentas: si hubiese vendido el contenido de los cinco termos secuestrados, don Quiña habría obtenido mucho más de lo necesario para su subsistencia. Y calculó una cifra: 30 pesos de ganancia. “El señor Quiña gana por encima de un trabajador doméstico, que está en el orden de los 600 pesos”, argumentó el fiscal. Don Quiña respondió con otra cifra: su mujer era empleada doméstica y sólo ganaba 250 pesos al mes.
Sin embargo, la cuestión se dirimió recién cuando la defensora oficial Patricia López recurrió a otras lógicas argumentativas: a Don Quiña lo encontraron portando los termos, pero no vendiendo café. Por lo tanto, el hecho imputado no estaba probado. Ante el beneficio de la duda, el entonces juez Garavano decidió sobreseer a Don Quiña. Aunque parezca increíble, el fiscal Unrein apeló. Por lo tanto, la sentencia no está firme y Don Quiña sigue pendiente del proceso.

Desobediente III: el vendedor de garrapiñadas
Hecho: vender almendras, usar garrafa
Contraventor: Carmelo Corsaro
Tiempo invertido en el proceso: tres meses
Situación procesal: no prosperó la acusación.

Carmelo está parado en la Avenida Corrientes, justo enfrente del Teatro San Martín, todos los días, todo el santo día. Durante este enero y hasta este marzo soportó tres inspecciones diarias. Ante cada una, tuvo que desenfundar sus papeles en regla: habilitación, seguro, CUIT, certificado de aprobación del curso de manipulación de alimentos, DNI. “En la misma cuadra se habían instalado dos carros truchos, pero la policía venía todos los días a presionarme a mí. Yo les mostraba mis papeles y se iban, pero a las tres horas los tenía de nuevo. A los otros carros no los veían, no sé por qué… problemas de niebla, estaremos en Londres”, ironiza Carmelo.
La primera acta que lograron hacerle fue cuando leyeron con detenimiento el permiso que lo habilita como vendedor ambulante. “Ahí dice que puedo vender frutas secas y avellanas, pero me salieron con que no decía específicamente ´almendras´. Para ellos, las almendras no son una fruta seca…” La denuncia no prosperó.
La segunda acta llegó unos días después, con una orden de secuestro de la garrafa donde cocina la garrapiñada firmada por Marcela Solano, de la Fiscalía 3. El motivo: la fiscal la consideraba un elemento peligroso para ser manipulado en un espacio público. Carmelo decidió que debía ponerle un límite a su paciencia y contraatacó: demandó a la comisaría y a la fiscal. El argumento: “Si la garrafa es un elemento peligroso, cómo es posible que los policías la transportaran en un patrullero y más aun, la dejaran en una comisaría a donde no sólo hay personal policial, sino también gente común que va a hacer trámites, poniendo en riesgo la vida de todos ellos porque esa dependencia tampoco es un lugar habilitado para depósito de elementos peligrosos. Y cómo es posible que una garrafa sea considerada por una fiscal del Estado un elemento peligroso cuando el mismísimo Ente Nacional Regulador del Gas (enargas) –que es el organismo estatal dedicado a controlar este tipo de elementos– emitió un comunicado explicando exactamente lo contrario: que no se trata de nada peligroso”.
Tras la presentación de esta demanda, la fiscal Marcela Solano ordenó devolver la garrafa. También se terminaron los acosos: “Zafé porque tenía todo en regla y porque creo que en este tiempo, un poquito, aprendí a defenderme”. Ahora Carmelo decidió organizarse en una cooperativa de vendedores ambulantes con la intención de defenderse juntos del cotidiano atropello. Son cien y están armando una oficina para atender las consultas de quienes quieren y no pueden trabajar en la calle. El nombre de la cooperativa es emblemático: 16 de julio. Ese día de 2004, quince personas fueron detenidas por participar de una manifestación contra el Código Contravencional en la puerta de la Legislatura porteña. Ya sabe cómo terminó: fueron absueltas. Después de tragarse 14 meses de cárcel. Sin embargo, las detenciones cumplieron un rol disuasorio: las protestas contra el Código organizadas por vendedores ambulantes, prostitutas y travestis se dispersaron. Y ellos eran los únicos que por entonces supieron distinguir la diferencia entre la justicia de la calle y la del marketing.

Desobezca: es una orden
A lo mejor usted está esperando que –por fin– le cuente por qué durante 72 horas la policía estuvo en la puerta de mi casa exigiéndoles documentos a todas las mujeres que ingresaban. Podría contarle que fue por una orden de la fiscal Marcela Solano, que inició un proceso, con la excusa de los graffitis que se escribieron denunciando la complicidad policial, judicial y política que permite la explotación sexual a cielo abierto de mujeres y niñas. Fue en las plazas Once, Lavalle y Congreso y como parte de una acción que reunió a mujeres autoconvocadas bajo una propuesta: Ninguna mujer nace para puta. Tal es el título del libro que escribieron –juntas, revueltas y hermandas– la argentina Sonia Sánchez y la artista boliviana María Galindo, integrante del colectivo feminista Mujeres Creando. Una organización que utiliza como herramienta de comunicación el graffiti y como espacio político, la calle. Y que compartió esa práctica con las porteñas que se consideraron invitadas a acompañar ese desafío: artistas, activistas, periodistas y estudiantes. Las consignas pintadas en el piso de esas plazas fueron el resultado de los talleres que se realizaron con mujeres en estado de prostitución que son allí explotadas y, por supuesto, silenciadas. La propuesta era dejar allí estampadas sus voces, con letra manuscrita y colores furiosos.
Podría contarle que ese día afortunadamente no estábamos solas, que tres patrulleros nos rodearon y pidieron documentos a todo el grupo, pero que el acta policial sólo menciona a una persona (tal como puede leerse en el facsimil que se reproduce al inicio de esta nota) y que aunque es mentira, para la justicia contravencional es suficiente. El caso del desobediente solidario es un ejemplo: aquel que identifica el acta debe hacerse responsable de la contravención, sea cual fuere su participación.
Podría decirle también que la acusación sigue su curso y, de prosperar, prevé una multa de hasta 3.000 pesos. Y que no vale alegar como defensa la situación patrimonial del imputado, tal como ilustra el caso del desobediente cafetero. Aunque es cierto que desconozco qué cuentas hará la fiscal para calcular el ingreso necesario para sobrevivir, en un país en el que hasta el indec difunde estadísticas de fantasía.
También podría mencionar que esta fiscal no hizo nada para impedir Cromañón, pero sí lo suficiente para secuestrar la garrafa de Carmelo.
Podría contar mucho más.
Pero no quiero.
Permítame esta pequeña rebeldía destinada a desafiar las ego-marketing del oficio periodístico. Si tuvo la paciencia de leer hasta esta línea es porque sabrá disculpar la torpe ironía con que han sido escritas. Es sólo un recurso para recordar que vivir en democracia es –Nunca Más– tener que aceptar la obediencia debida.

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