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Victor Abramovich: Los límites de la democracia electoral
Especialista en el tema de derechos humanos, tiene a su cargo el monitoreo de cuatro países de la región. Su visión sobre la protesta social, el caso López, el aborto y los abusos de un Estado que todavía no se democratizó.
Víctor Abramovich entra campechano a la señorial sala de profesores de la Facultad de Derecho de la UBA. Acaba de dar clase sobre Derechos Humanos, el mismo tema que también enseña en la Universidad Nacional de Lanús. Ex director ejecutivo del Centro de Estudios de Legales y Sociales es, desde 2006, uno de los vicepresidentes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, donde tiene a su cargo la relatoría para Colombia, Cuba, Guatemala y Nicaragua. Además, es Relator Especial sobre los derechos de las mujeres en el continente. Tres décadas después de que la dictadura militar tomara el poder, en esta entrevista repasa la agenda de los derechos humanos en la Argentina de hoy.
A treinta años del nacimiento de los organismos de defensores de los derechos humanos en Argentina, ¿cuál cree que es la agenda en la que deben trabajar hoy?
El movimiento que surgió durante la dictadura era más compacto y tenía objetivos específicos: resistir a la dictadura y buscar verdad, justicia y memoria. Si uno mira a las organizaciones históricas, la reapertura de los juicios a los represores hace que su agenda no sea vieja, sigue teniendo vigencia. Pero la agenda de hoy es mucho más amplia. Hay temas que tienen que ver con formas de violencia extendidas y estructurales, como la violencia policial, la violencia carcelaria, la violencia del Código Penal. Hay ejecuciones extrajudiciales, torturas en cárceles y comisarías, y al aparato penal del Estado le falta racionalidad. ¿Y quiénes son las víctimas de esta violencia? Se trata de problemas que están muy vinculados con procesos de exclusión social.
¿Por qué tras 24 años de democracia subsisten prácticas propias de la dictadura?
Más allá de avances que se dieron en la transición democrática, todavía no se ha logrado construir un verdadero Estado democrático. Si se miran ciertas instituciones como la Policía o la Justicia eso queda muy claro. Un Estado democrático no sólo tiene que declamar principios sino que debe incorporarlos en las prácticas concretas de sus agentes e instituciones. Pero no se trata sólo de un problema de malas políticas, también tiene que ver con cuáles son las demandas sociales. ¿En qué medida es un problema para la sociedad que haya este nivel de violencia en las cárceles? Si no es importante para la sociedad, tampoco lo será para las políticas.
Usted habla de la incorporación de los derechos sociales a la agenda de los derechos humanos. Sin embargo, el derecho a la vivienda, al trabajo, a la salud, si bien tienen rango constitucional no son de ejercicio real.
Se ha avanzado bastante, por lo menos a nivel conceptual, en un reconocimiento de los derechos sociales: ya pueden ser exigibles en los tribunales, igual que los derechos civiles y políticos. Hay tribunales que ya establecieron que algunas prestaciones sociales del Estado no son una gracia, un favor que se le hace a una persona, sino que se trata de la contracara de un derecho.
¿Cómo se trasladan esos avances que usted llama conceptuales a la práctica concreta?
No es menor que haya avances conceptuales, porque pueden tener consecuencias fácticas. Temas como la desaparición forzada de personas o la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad se pueden traducir en avances concretos en reclamos judiciales de derechos.
Sin embargo cada vez con más frecuencia surgen novedosas organizaciones sociales para exigir el cumplimiento de sus derechos con métodos menos convencionales que los estrados judiciales: me refiero a movimientos como el de Gualeguaychú o el de Famatina.
Creo que no son contradictorios estos movimientos con las instancias judiciales. De hecho, en su discurso también aparecen elementos del derecho: la violación al tratado del río Uruguay, por ejemplo, invocada por los asambleístas de Gualeguaychú. Se da la pelea en el ámbito político y también en el escenario judicial. Los organismos de derechos humanos del 70 nunca abandonaron la Plaza y también dieron batalla en los tribunales. Hoy son muy importantes los movimientos que interpelan al Estado, como los que denuncian la represión policial en la provincia de Buenos Aires. Está claro que la política ya no se dirime sólo en los debates de los partidos y en los espacios formales de la representación, como el Congreso. Hoy la democracia es una práctica sumamente compleja y este tipo de reclamos colectivos tienen que ver con el desarrollo de la democracia, que no se reduce sólo a lo electoral. Estas manifestaciones fortalecen la democracia porque propician la reinserción del ciudadano en el sistema político.
No obstante, las mayores críticas que reciben estos movimientos –sobre todo por parte de los medios de comunicación– es que su accionar por fuera de la representación formal socava las instituciones democráticas.
Están muy lejos de eso. Esos críticos tienen la idea de que la democracia tiene que estar dentro de un envase formal. Pero, ¿qué debates hay en el Congreso de la Nación? Una ciudadanía activa que reclama en la calle, en los tribunales, que obliga a definir políticas y a introducir temas en la agenda de gobiernos, construye una democracia mucho más vigorosa y activa que la que promueve la idea de la democracia reducida a la participación electoral. Y tampoco hay verdadera representación cuando se habla de un Consejo Económico-Social, donde se reúnen empresarios y sindicatos que ya no representan a todos los trabajadores.
¿El sistema representativo encontró sus limitaciones?
Se dio mucho este debate con el auge de la protesta social, durante la crisis. Hay intereses sociales que ya no están representados en los partidos, en los sindicatos, y está bueno que tengan un cauce dentro del sistema democrático. Por eso era importante garantizar la protesta social que, lejos de deteriorarla, vigorizaba la democracia con mayor nivel de participación. Sin embargo, hoy todavía existe la criminalización de la protesta: vemos el caso de los trabajadores del subte, del Hospital Francés. Una cuestión que está pasando es que las formas de protesta cambiaron. Hoy el mundo sindical, por ejemplo, tomó los métodos de los sectores informales, como el corte de calle o el bloqueo. Me parece que el Estado no estaba acostumbrado a enfrentar estas metodologías. Las nuevas formas de protesta no encajan en las políticas de gestión de conflictos que manejan los funcionarios. Esto puede hacer que los conflictos deriven en la justicia en vez de que se gestionen desde la política.
El caso López
¿Qué significa que treinta años después del golpe haya otro desaparecido?
Marca que lo que construimos no es suficientemente fuerte. Es importante, valioso, se han logrado pisos mínimos, pero todavía no construimos un Estado democrático. Tardamos treinta años en realizar los juzgamientos, si esto se hubiera hecho hace veinte, tal vez la historia sería otra.
¿Cómo observó la reacción de los organismos defensores de los derechos humanos ante la desaparición de Julio López?
Creo que al principio hubo mucha sorpresa. A pesar de que había habido amenazas, no se habían consumado hechos graves de violencia contra víctimas y testigos. Se había eliminado la hipótesis de la desaparición.
¿La política de la memoria que impulsa el gobierno confundió a los organismos?
No creo. Nadie se plantea como hipótesis que el gobierno sea el autor de la desaparición. Los que están detrás de esto son los que quieren frenar las causas. Y el gobierno las impulsa. Lo que pasó, me da la sensación, es que en Argentina se había llegado a la idea de que ciertos niveles de riesgo habían bajado considerablemente. Hace unos años Estela Carlotto firmó un documento en contra de la Policía Bonaerense y al otro día casi la matan: le tiroteraron la casa. No obstante, no estaba incorporado en los organismos que los sectores que están siendo juzgados cuenten con recursos y espacios para realizar acciones considerables.
Pero era al Estado a quien había que exigirle la protección de los testigos y ahora, también, es el responsable de que avance la investigación sobre el paradero de López.
Son dos cosas. Me parece que un hecho de este tipo sorprendió también al Estado: no había políticas de protección adecuada, todavía se está discutiendo cómo deben ser. Se siguieron los juicios sin conciencia ni de las organizaciones ni del gobierno ni de la justicia de que había riesgos altos para los testigos, los jueces, los fiscales, las víctimas, los abogados. Por otro lado, las instituciones no avanzan en la investigación por un problema estructural: la justicia tiene un nivel de deficiencia en las investigaciones altísimo. Los grandes crímenes de este país están impunes, por ejemplo la causa AMIA.
Y sin embargo, las cárceles están superpobladas…
Uno de los temas institucionales más importantes en materia de defensa de derechos humanos es una drástica reforma del Código Penal. Que las cárceles estén llenas no quiere decir que se investigue algún delito sino que se abusa de la prisión preventiva. Funciona como una pena anticipada. La falta de eficacia de fiscales para investigar y jueces para controlar garantías es manifiesta.
La tendencia de los últimos años no apunta a resolver esos abusos del Código Penal. Las leyes impulsadas por Juan Carlos Blumberg o el nuevo Código Contravencional porteño buscan profundizar este modelo de justicia.
Es verdad, no ha habido mejoras en ese sentido.
¿Cuál es la situación de la mujer en América Latina?
Si uno mira en una perspectiva histórica hay avances importantes. Veinte años atrás, en casi todos los países de América latina, las mujeres eran consideradas incapaces de derecho. Sin embargo, hay temas cruciales que están pendientes. Por ejemplo mejorar en términos de igualdad la participación de la mujer en el trabajo, mejorar sus salarios. También hay que mejorar la calidad y participación de las mujeres en la política, en los sistemas de justicia. Muchas cuestiones aún deben resolverse, como la subsistencia del tratamiento penal del aborto.
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