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Un mundo nuevo

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Trescientas familias, en su gran mayoría bolivianas, ocuparon un predio abandonado a metros del Parque de la Ciudad, en Lugano, hartas de las promesas oficiales que aún siguen sin cumplirse. Conviven allí seis agrupaciones de izquierda que organizaron el nuevo barrio. Rodeadas por la policía y acechadas por los punteros, así construyen sus vidas, con una mezcla de antiguas y novedosas tradiciones.

Un mundo nuevoCuatro ladrones andaban robando por la toma. Aprovechaban los horarios en que la gente se iba a trabajar para meterse en las casillas donde quedaban personas solas o algún viejo. En una de las incursiones, cuando un vecino les hizo frente, le cortaron un pie. Eso envenenó el ánimo del barrio. Finalmente, una tarde los agarraron; se corrió la voz y de inmediato se armó un tumulto. Alguien –una mujer– propuso que los quemaran vivos, incluso que había que llamar a la televisión para que sirviera de ejemplo. Si esa tarde los ladrones se salvaron fue porque la policía llegó primero.
Lo cuenta Gregorio –42 años–, albañil. Con la pico de loro señala el pasillo del asentamiento, la larga fila de casillas en construcción, y dice que los robos son un problema en la toma. El otro problema es la policía, que a 50 metros del lote donde estamos vigila con un camión hidrante y dos celulares, no se sabe si para impedir que el barrio se extienda o porque aguarda el momento para desalojarlo. Ya lo hizo una vez.
Esta zona en tensión, con la amenaza de los ladrones y la policía, es el territorio de una experiencia inédita: una toma organizada por militantes de izquierda –como el Polo Obrero, el Movimiento Territorial de Liberación y el Frente Darío Santillán– pero en la que casi todos son bolivianos. Y bolivianas: cholas que se pusieron el chaleco del po o se reúnen en el local del mtd, aunque todavía sufran como un puñal clavado en el corazón el dolor de haber tenido que dejar el mercado de Cochabamba, o cuenten cómo extrañan, por las mañanas, ya no poder ver salir el sol entre los cerros.
¿Parece una extraña combinación? Resulta que no lo es tanto, apenas uno se pone a escuchar. Gregorio enrosca las puntas de dos cables, termina de hacer la conexión de la luz y dice que entre los paisanos hay cultura de la organización, lo que traduce de la siguiente y simple manera: “Las cosas se consiguen si hay unión, si no no se puede hacer nada”. Cuenta que antes de venir a Buenos Aires, desde Jujuy, estuvo con el Perro Santillán en una ocupación en reclamo por viviendas. Y que su vecino, un salteño, vivió en una toma campesina de Santa Cruz de la Sierra. Alguien dará después un ejemplo ilustrativo sobre qué se entiende en este barrio por cultura de la organización: los vecinos echaron a una agrupación piquetera, a la que le dijeron “No queremos cajas de alimentos, sino que estén políticamente. Que nos apoyen para lo que es importante”.
Estamos a unas cuadras del Parque de la Ciudad, en Lugano. La calle Chilavert, una cuadra larga en la que corren los chicos, es el límite donde termina oficialmente la Villa 20. Del otro lado de la calle empieza un cementerio de autos de la Policía Federal. La toma se hizo sobre ese predio, aunque no llegó a ocuparlo por entero, sino que se extendió como una franja, con la forma de una lombriz apoyada a lo largo de unas cuatro cuadras.
Hoy es sábado, el barrio cumple un año de su primer intento de asentarse y lo celebra con un festival en la canchita de fútbol. Hay música, comidas típicas y muchas sonrisas. La gente va y viene y todos se saludan.
Mónica, integrante de la Unión de Trabajadores Desocupados dice: “Las 300 familias que hicieron la toma eran inquilinos en la villa. Les cobraban 200 pesos por una habitación. La mitad de lo que podían ganar en el mes se les iba en pagarlo. Por eso empezó todo”.
Sentadas al borde de la canchita de fútbol, miramos a las mujeres que a pocos metros, con sus canastos, ofrecen empanadas paceñas muy picantes. Los chicos corren una carrera de embolsados y un grupo de jóvenes y no tan jóvenes –con look militante– arma un escenario para animar el festejo. Uno de ellos nos presenta a Sara, 30 años, el pelo largo y oscuro, quien a su vez se presenta a sí misma de la siguiente manera: “Sara, del Frente Darío Santillán”. Vino de Cochabamba a Buenos Aires en el 98, por falta de trabajo. “Mi mamá fue una de las que fundó el sindicato en Cochabamba. Salíamos a trabajar cuando todavía no había permiso para vender en la calle, nos apoyábamos las verduras en la falda, usando la pollera de manta. Así conseguimos que existiera el mercado. Aprendimos a pelear contra la cana, siendo niñas. Y menos mal”.
¿Por qué?
Porque soy boliviana, soy morocha y tengo cara de india –se ríe–: Y nada de esto les gusta a los policías.
 
Sara dice además que tiene “sangre caliente” y que por eso cuando se enteró de que estaban ocupando los terrenos del depósito de autos, empezó a buscar “con qué organización podía quedarme. Miré bien y elegí”.
Los movimientos que trabajan acá son seis: el Polo Obrero, el mtl (una agrupación piquetera que nació del Partido Comunista), el Frente Darío Santillán, la utod (Unión de Trabajadores Ocupados y Desocupados, salida de una asamblea barrial), el mst (del Movimiento Socialista de los Trabajadores) y el Frente de Organizaciones en Lucha. También están los Autoconvocados, un grupo que se separó del Teresa Rodríguez
 
Un estilo nacional, la promesa
En realidad no querían hacer un asentamiento, sino que se cumpliera una ley de urbanización sancionada por la Legislatura porteña (la 1770), por la cual el Gobierno de la Ciudad se comprometió, en el año 2005, a construir 2.000 viviendas para aliviar el hacinamiento de la villa. Sara explica: “La urbanización es mucho mejor porque tenés calles y no pasillos, y podríamos hacer que abran una escuela y un centro de salud, por ejemplo”. Mónica completa: “Nosotros averiguamos en el Instituto de la Vivienda (ivc), nos entrevistamos con funcionarios, fuimos haciendo todo un camino las seis organizaciones, pero no conseguíamos nada. Por eso al final, empezamos a mirar si entre nosotros había disposición, si queríamos agarrar el lugar”.
La toma tuvo tres intentos. El primero fue el 21 de septiembre de 2006. Eran unas 150 personas que se juntaron de noche en los locales de los movimientos en la villa y, juntos, cruzaron la calle Chilavert y ocuparon los terrenos. Allí reclamaron que se cumpliera con la ley. Al día siguiente iba a inaugurarse un estadio para la Copa Davis a diez cuadras de allí. “Habían gastado alrededor de 16 millones para construirlo en tres meses y poder hacer el campeonato, mientras nosotros seguíamos en la villa esperando que hicieran la urbanización”, recuerda José Guzmán, uno de los referentes del asentamiento. Por eso tomaron el predio, para presionar. Los sacaron con la Infantería a la mañana siguiente.
“Yo igual tuve un buen pálpito porque esa misma tarde ya fuimos fuimos todos a reclamar a la comisaría por los presos”, recuerda Mónica. A partir de entonces, empezó un tira y afloje para conseguir que la urbanización se cumpliera:
 
Tras el desalojo, se abrieron negociaciones con el Gobierno de la Ciudad, que les prometió que acelerarían los trámites para el traspaso de las tierras y la construcción de las viviendas.
Llegó diciembre y no había pasado nada. Volvieron a tomar el lugar y se retiraron voluntariamente porque les prometieron que el 15 de enero “como plazo máximo”, se firmaría el traspaso; luego les dijeron que esperaran 20 días más. Pero no pasó nada.
En marzo de 2007 seguían esperando novedades. Ahora los funcionarios ni les atendían los llamados. Ya eran 300 familias y volvieron a entrar, pero para quedarse.
 
“Dijimos: de acá no nos movemos. Pusimos carpas en el medio de los terrenos y decidimos mantenernos todos juntos para evitar la represión”. En ese momento pasó una cosa imprevista: otros vecinos de la villa aprovecharon y se metieron a los costados de las carpas donde ellos estaban, pero sin sumarse a la toma organizada. “No nos peleamos, porque todos necesitamos un lugar”. Esperaron un mes y medio más, sin que ninguna de las promesas pendientes se concretaran, y resolvieron empezar a construir en el espacio limitado que les había quedado.
Las organizaciones trabajan juntas en algunas cosas y en otras por separado. Por ejemplo: se repartieron el terreno como si fueran las fetas de un salame, en un tramo están las familias de la utod, en otro las del po, los autoconvocados y el mtl. Cada movimiento hace asambleas semanales, en las que resuelve sus temas; a su vez los seis se juntan para las cosas más generales, como los reclamos o trámites ante el Gobierno de la Cudad. Es la manera que encontraron, posiblemente, de poder avanzar sin sufrir la fragmentación conocida. Por eso mientras caminamos nos dicen que hasta este pasillo llegan las familias de la utod y que en el aquel otro empiezan las del po. Los movimientos decidieron reglas, por ejemplo que no haya alcohol, que no se alquilen ni vendan los lotes y permanecer juntos ante las amenazas.
“Nombramos delegados y armamos equipos de trabajo para poner los postes, instalar la luz, colocar los caños de agua y hacer las cloacas”, explica José. “Como mucha gente trabaja en la construcción, no nos resultó difícil”. ¿Hicieron todos juntos el tendido de los servicios públicos? “No, cada uno por su parte, para sus compañeros. Pero varía, no hay una regla fija, a veces también hacemos tramos en común”. Sara da un ejemplo: “Nosotros hacemos bastantes cosas con los Autoconvocados”. ¿Se juntan por afinidad ideológica? “No, más bien porque estamos cerca en el terreno, uno al lado del otro”.
 
Aprender otra cosa
José tiene 29 años, es maestro de 7º grado y representa un punto de cruce de las dos culturas: nació en Potosí pero vive en Argentina desde los 3 años. Siendo boliviano, tiene mucho de argentino, y siendo de izquierda tiene poco de la izquierda tradicional. Estuvo en la organización de la toma desde el principio. “Milito las 24 horas”, dice.
¿Por qué?
Porque me gusta.
¿Cómo empezaste?
Cuando estaba haciendo el secundario y en los colegios se hicieron protestas; ocupamos las escuelas contra la Ley Federal de Educación.
 
Ya en esa época prefería mantener distancia con ciertas formas de hacer política de la izquierda argentina. “Las escuelas estaban llenas de partidos políticos, hubo mucha discusión sobre si debían estar en el centro estudiantil porque venían y te cooptaban el espacio. Eso es algo que me quedó marcado, creo que por eso nunca milité en un partido. La modalidad de avasallar, el tema del aparateo, de interponer la bandera antes que el trabajo, la izquierda tradicional está acostumbrada a eso, siempre son las mismas prácticas”. A fines de 2001 creó con unos amigos la asamblea de Lugano. “Ibamos caminando por la plaza con tres compañeros y vimos a una mujer golpeando una cacerola. Nos enganchamos también nosotros a golpear, esa tarde quedamos en contacto y empezamos a juntarnos en la plaza, a 15 cuadras de acá”. Más tarde armaron una olla popular y una comisión de desocupados que terminó trabajando en la villa con la vivienda. Aquel grupo se transformó en la actual utod.
 
Para José, el 2001 mostró “un caudal de nueva izquierda que podría haber sido una nueva fuerza si se hubiera direccionado para un mismo lado”. Por eso cree que “más que echarle la culpa de lo que no podemos hacer a la cooptación del kirchnerismo deberíamos fijarnos qué cosas hacemos mal nosotros. Rever los vicios que tienen la izquierda y los militantes, porque no vamos a ir muy lejos si la discusión sigue siendo cuánta mercadería te saco y cuánto te doy. Y eso es lo que se aprende en los partidos”.
La familia de José también es un símbolo de la riqueza de la tradición que en la toma se resume: “Mi viejo siempre fue albañil y minero, también criaba animales, cultivaba. Mi mamá era ama de casa y luego se hizo albañil para ayudar a mi papá. Es que la primera vez que mi papá toma una obra para poner tejas, las coloca mal y se desespera y se larga a llorar, y ahí llega mi mamá, que justo le llevaba la comida, y comienza a ayudarlo. Así aprendió a ser albañil. Tenía 20 años”.
¿Cómo fue para vos llegar a Argentina?
Muy duro. Recuerdo que me decían “tomatada”. Hice la primaria en La Tablada y la discriminación fue tremenda. Cuando vinimos a Lugano, nos anotamos en la escuela, y ahí si viví el rechazo y la discriminación más fuerte todavía, era como un insulto ser boliviano. Terminé la secundaria y de la terciaria me faltan 15 materias. Me recibí de maestro.
¿Tus papás eran de izquierda?
No, mi papá nunca tuvo experiencia en la militancia. Ahora, por los hijos, tiene lectura y es crítico en un montón de cosas, se pudo armar una identidad, no sé si de izquierda, pero sí de crítica. Y eso se dio por influencia de los hijos.
Para vos como militante ¿qué significa decir que sos de izquierda?
Yo milito las 24 horas porque me apasiona esto y lo veo necesario. Pero para mí la militancia es enseñarle a leer a mi mamá. Siempre hablamos de la izquierda cuando nos referimos a los partidos políticos, pero hoy surgieron nuevas posiciones políticas, nuevas formas de pensar: el horizontalismo, el trabajo de base, la discusión asamblearia, la formación de los compañeros para que tomen decisiones, para que se construya un poder real de los vecinos de la toma; son formas de construcción diferentes a las de la izquierda tradicional.
 
En la villa 20, sin embargo, pudieron hacer otra cosa. ¿Por qué? Todos dicen que porque hay un trabajo concreto para hacer, cosas puntuales que solucionar. “Esto es un caso particular, porque estamos construyendo”, marca José. Guillermo, del po, escucha la pregunta y alza los hombros como indicando un misterio: “Me parece que es porque pensamos más en lo reivindicativo y convivimos. Y eso que acá la mayoría de los otros movimientos son ´antipolo´, ya sea porque nosotros nos ponemos rígidos o porque ellos se ponen prejuiciosos”. En el fol, Joaquín alude a que nadie compite para ver quién es más de izquierda. “Al menos para nosotros, la discusión sobre si somos de izquierda no es lo central. Es un tema casi académico, ¿no?”
En una de los lotes cercanos al cementerio de autos Nicolás –57 años– se asoma con un bebé en brazos. Salteño, tuvo una vida de nómade según dónde consiguiera trabajo. Pasó incluso cinco años en la zona rural de Santa Cruz de la Sierra. “Me había ido con los del mst (el Movimiento Sin Tierra). Nos organizamos del lado argentino y pasamos para allá para la toma. Era todo más duro, con armas en lugar de palos”. Ahora está en uno de los grupos de albañiles que se ocupan de hacer la red de agua potable. “Ya casi está terminada”, informa con modestia.
En el pasillo, dos hombres colocan un desagüe en el piso: es la línea de las futuras cloacas. “En unos días ya van a estar”, contestan cuando una de nosotras les pregunta. Aunque la policía no haya retirado el camión hidrante ni los celulares, en el barrio se ve una decisión de confiar en el futuro. A veces la fe puede llegar de arriba, pero acá parece ser algo que emerge. O se construye: “Creo que no nos van a sacar, porque ya hicimos mucho”, suspira Mónica.
En las últimas elecciones de la villa armaron una lista única y les disputaron el poder a los punteros que la manejan hace décadas. Uno de sus misteriosos efectos parece haber sido el aumento de los robos. Ahora patrullan la toma con grupos de vigilancia que se turnan las 24 horas, para avisar si circulan caras extrañas. Entre policías y ladrones, así llegaron a las puertas del verano. De las promesas del plan de urbanización todavía no hay noticias. En los lotes las casas se siguen construyendo, una pared de ladrillos reemplaza a las bolsas de nylon, en otra ponen una ventana donde antes había un pedazo de cartón. ¿Es porque están seguros de que van a poder quedarse? Mónica sonríe y nos regala una lección de rebeldía: “Siempre es mejor pensar que todo va a salir bien”.

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