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Esto es comunicación

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El mural de femicidios de lavaca en la marcha #NiUnaMenos. Durante todo el año trabajamos junto a organizaciones sociales elaborando el padrón de femicidios. El 3 de junio lo sacamos a la calle. Una ceremonia pública que cura heridas sociales. ▶ LUCAS PEDULLA

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La mano tiembla.

La sentimos.

El corazón late a mil, los músculos se contraen, la mirada se humedece. Es lo que sucede cada vez que pintamos de rojo una mano, la apoyamos sobre una hoja en la cual escribimos un nombre y una edad y presionamos con delicada fuerza para asentar los cinco dedos rojos que se impregnan en el papel. Mientras, decimos en voz alta:

“Por Diana Sacayán y por todas nosotras: Ni Una Menos”.

“Por María Belén Morán y por todas nosotras: Ni Una Menos”.

“Por Claudia Servino y por todas nosotras: Ni Una Menos”.

Y así 275 palmas que representaron los femicidios que maldecimos y conjuramos en voz alta, palma sobre palma.

Son 275 mujeres y niñas asesinadas entre el 3 de junio de 2015 -aquel día en que el mundo se movió un centímetro- al 3 de junio de este año, cuando la fecha, por si faltaban dudas, quedó inscripta con la firma de miles de pies marchando en la tradición de lucha en Argentina.

Cada femicidio, cada “crimen contra la libertad de las mujeres”, según dice sin vueltas la boliviana María Galindo, quedó tatuado en manos rojas en un mural que reprodujo a cielo abierto el padrón de femicidios en Plaza Congreso.

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No fue una performance.

No fue una intervención artística.

Fue un acto de sanación colectiva de dolores colectivos.

Una ceremonia que se cultivó en la interpelación a nuestras prácticas, que se regó en encuentros con lágrimas, que creció entre reflexiones y deseos, y que germinó en una síntesis que se tradujo en un mural de cincuenta metros que edificó un espejo.

La imagen que nos devolvía ese espejo permitió dimensionar el horror, el significado de esos crímenes, la operación que convierte a cada femicidio no en un acto individual, biográfico, victimizante, sino en algo más: en algo sistémico.

Cada muerta no es un caso aislado.

Cada muerta es un crimen contra las mujeres.

Cada muerta es una más, asesinada en un orden social patriarcal.

Y el silencio –ay, ese silencio- que seguía a la palma pintada, la palma en la hoja, la palma haciendo presión sobre la palma, que seguía al nombre, al apellido y a la edad, congelaba la sangre, el reloj, “la idea de que podés ser vos”, como nos dijo una mujer, o la que está al lado, o la que está marchando.

Ese silencio y ese contacto era una conexión política que se materializaba en manos, miradas, palabras, telas y colores, en mujeres, pero también en niñas y niños que se acercaban y hacían carne y presente a alguien de su misma edad, de su mismo tamaño, que nombraban, y todo eso formaba un puente.

¿Un puente entre qué y qué?

Un puente entre el dolor personal y el abrazo colectivo. Esa es la única manera que encontramos de curar algunas de las muchas heridas que cargan las mujeres que sufren abusos, violencias y maltratos machistas y, por eso mismo, sociales.

Allí estábamos, entonces.

Y de allí se fue, distinta, entre otras Anabella, que había llegado de Lanús, y durante minutos que parecían horas, se quedó mirando en el espejo, cada uno de los nombres, la dimensión.

Se paraba unos minutos, congelada, ante un nombre. Y luego pasaba a otro. Y luego a otro. ¿Qué veía allí?

Su historia en las demás.

“Viví la violencia de parte de mi papá de muy chica. A los 7 años tuve que aprender a limpiarle la sangre a mi mamá cuando mi papá le pegaba. La escuché llorar a escondidas. Yo también tuve que aguantar los golpes. A los 17 me fui de mi casa. Trabajé, me cagué de hambre, pero pagué mis estudios. Todo sola. Cuando era chica me han acosado mucho, me tocaron, me manosearon. Por eso significa mucho para mí estar acá, porque lo viví en carne propia. Crecí con la imagen de que no soy nada, una cosa mínima”.

Hoy estudia para maestra jardinera. “Quiero que los nenes crezcan con una gota de esperanza. Quiero que sepan que todo lo que ellos hacen es importante. Que ellos son importantes. Para el futuro. Son las principales bases para que cambiemos esta forma de mierda de pensar”.

Todo lo contó entre lágrimas.

Todo terminó en abrazo.

Todas las conversaciones del viernes 3 de junio terminaban así, abrazadas.

Porque desde el mural de 50 metros, los días previos, las charlas, las muertes, las broncas, las hojas pegadas, las manos pintadas, los nombres y edades estampados, las lágrimas, las violencias, los escalofríos, las sonrisas, los temblores, los silencios, todo acto buscó la puesta en marcha de la reactivación de una dimensión física y afectiva de la comunicación social.

Hacerla carne propia, como nos dijo Anabella.

Hacerla época.

Esto está pasando.

Eso es lo que suena como música de fondo de una época extraña, por nueva.

Ese es el ruido que activa el motor de la condena social, único mecanismo que ha puesto fin a la violencia y la impunidad.

El límite social fue impuesto por esos miles de cuerpos que desafiaron a cualquier estadística y se movilizaron a Plaza de Mayo.

Una compañera de lavaca nos dijo una vez: “Cuando hablamos de poner el cuerpo no es solo porque la violencia contras las mujeres se ejerza sobre el cuerpo, sino porque ese poner el cuerpo apela a asumir el compromiso de ser protagonistas de los cambios que queremos lograr”.

El mural fue una opción. Una de tantas. Y la transmisión de esa experiencia, de su política y de su esencia, es simplemente para imaginar otras, ni mejores ni peores, en Argentina y en cualquier lugar del mundo, pero con una búsqueda cuyo reflejo permita ver esa dimensión. La movilización ubicó nuevamente a las violencias contra las mujeres como un problema social estructural. El número de víctimas no baja y el Estado sigue siendo responsable.

Ni Una Menos no es un hashtag, un tuit, un post.

Ni Una Menos es organización social.

Es cambio y fuera, en la pareja, en la casa, en el barrio, en la familia, en los medios y en el medio: en el tejido social que nos zurce.

Es eso que crece.

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